¿Puede una sociedad evitar el pirronismo si su Estado es él mismo pirrónico?

Ignacio Sánchez-Cuenca

Los maestros pirrónicos de la antigüedad nunca abordaron la cuestión titular que encabeza este artículo, debido sin duda a la ausencia de Estado en el sentido moderno del término. No habiendo Estados, difícilmente podía determinarse si el pirronismo estatal cala en la sociedad. Tan sólo Filetes de Cos, un adelantado a su tiempo, se afanó en resolver este rompecabezas en el siglo I antes de Cristo. El infeliz murió de desesperación, incapaz de entender la influencia de una entidad ficticia y rigurosamente inexistente sobre la sociedad. En su epitafio figura esta sentencia: «Morí en vano, entre la indiferencia pirrónica, sin hacer avanzar la doctrina».

Hay que esperar a la llegada del pirronismo contemporáneo (cuya fatigosa génesis conté con lujo de detalles historiográficos en un artículo que antecede al presente) para empezar a barruntar la complejidad del problema planteado. En la obra densa y profunda del fundador del pirronismo actual se apunta una salida en falso, en virtud de la cual la igualación, a todos los efectos, entre la ley de rendimientos marginales decrecientes y el mecanismo cibernético de la retroalimentación negativa, abre posibilidades insospechadas. Por decirlo brevemente, en un ejercicio quizá grosero de simplificación: los temblores pirrónicos generados por la actividad del Estado llegan debilitados, como las ondas del lago al alcanzar la orilla, a la sociedad civil. La sociedad civil, a consecuencia de su espesor basal, resiste y amortigua el pirronismo estatal. O lo que es igual, el pirronismo estatal tiene rendimientos cada vez menores, hasta llegar a condensarse en precios microeconómicos que, por insignificantes, pasan desapercibidos en el tejido social.

Estamos en condiciones, con la modestia que aconseja la enormidad de una empresa intelectual como esta, de afirmar que este punto de partida nos conduce a un callejón sin salida. Aunque no queremos caer en la soberbia, vamos a ensayar una solución alternativa. Nuestra respuesta a la cuestión titular es un no categórico y rotundo. No, una sociedad no puede dejar de ser pirrónica si su Estado es él mismo pirrónico.

¿En qué nos basamos para defender una tesis tan temeraria que contradice de lleno el fundamento del pirronismo contemporáneo? Pues, ni más ni menos, en una observación atenta, y esperamos que también diligente, de una de las manifestaciones más sobresalientes de la esencia, y, si se nos permite la licencia psicologista, de la personalidad del Estado. Nos referimos, evidentemente, a la regulación minuciosa y sistemática del aprendizaje de la conducción a motor en España.

A fin de evitar complicaciones que sólo podrían ser tratadas en un formato más extenso, dejaremos de lado el aspecto económico del aprendizaje a conducir. Tan sólo daremos un breve apunte: se equivocan quienes presumen que los precios relativos a la conducción son microeconómicos. En absoluto lo son. Esos precios de las academias de conducir pueden ser caracterizados de muchas maneras, pero nunca como precios microeconómicos.

Aun suponiendo que los intereses microeconómicos estuvieran ausentes, podría seguir defendiéndose que el pirronismo alcanza su cota máxima en los reglamentos de la conducción. La responsabilidad por parte del Estado a la hora de delegar la docencia vial y motora a personas particulares (los profesores de autoescuela) es enorme. He aquí una primera manifestación de pirronismo extremo: el Estado elabora unas pruebas dificilísimas, que hubieran puesto en un aprieto al mismísimo Leonardo Da Vinci, para dar el título oficial de profesor de conducir, y sin embargo la ciudadanía tiene la experiencia íntima, directísima, intransferible, de haber topado con profesores zafios, autoritarios, faltones, machistas, prepotentes y, con demasiada frecuencia, nostálgicos del franquismo y antiguos militantes de Fuerza Nueva.

Es una desgracia total, sin paliativos, que la administración española, a pesar de todos sus desvelos, haya permitido que la profesión de profesor de conducción haya caído tan bajo. Sobre todo si recordamos el escalofriante número de conductores y pasajeros que, año tras año, con regularidad pasmosa, pierden la vida en las carreteras. Sólo a un Estado pirrónico se le ocurre intentar resolver un problema de tamaña gravedad mediante la preparación de unos exámenes de conducir sin parangón en el mundo civilizado. Queremos llamar la atención sobre esos exámenes, y sobre los textos en los que se basan, pues sólo así puede llegar a entenderse cabalmente qué es el Estado español.

Faltando al orden expositivo lógico, no queremos dejar pasar la oportunidad de traer aquí algunos botones de muestra. El ciudadano ha de memorizar que la anchura máxima de un vehículo es de 2,55 metros. Hasta aquí, todo entra dentro de la normalidad. Es evidente que este dato resulta crucial: sabemos que los concesionarios de coches están llenos de desalmados que intentan camelarnos vendiendonos vehículos de 2,57 metros sin permiso para circular. El ciudadano va con su metro, comprueba la anchura, y a continuación paga los 37.000 euros que vale el coche, seguro de que el vendedor no le va a dar gato por liebre gracias a lo que aprendió en la autoescuela. El problema es que el Estado nos exige saber además que hay dos excepciones a tan importante regulación: en los camiones frigoríficos y los vehículos de transporte de presos se admiten cinco centímetros más, hasta llegar a los 2,60 metros. El dato es relevante: así, si un ciudadano conduce por la carretera y se encuentra con un vehículo de 2,60 metros de anchura, fácilmente distinguible a simple vista de uno de 2,55 metros, sabe que en su interior hay langostinos congelados o un Zaplana esposado.

No es menor muestra de pirronismo estatal que la terminología que se emplea en las autoescuelas y en los códigos de la circulación sea rebuscada y ridícula. A los coches se les llama “turismos� (palabra que sólo hemos escuchado en algunos filmes egregios de Paco Martínez Soria), al naranja “amarillo auto�, a un pueblo “poblado� y así sucesivamente.

No obstante, donde el pirronismo alcanza todo su esplendor es en la pregunta que se le ocurrió a este probo funcionario en un examen de conducir:

“En una calzada fuera de poblado con tres carriles para el mismo sentido, ¿le está permitido circular por el carril más situado a la izquierda si conduce un conjunto de vehículos de 7 metros de longitud formado por un camión de 3,500 kilogramos de masa máxima autorizada y un remolque ligero?�

Lo más sorprendente no es que se suponga que alguien pueda conocer la respuesta a este galimatías, sino que a alguien llegue a ocurrírsele algo tan enrevesado y considere además que el conocimiento de la respuesta contribuye a una mejor conducción. Pero no queda aquí la cosa. Someto a su consideración esta otra pregunta:

“En un turismo con capacidad para 5 plazas incluida la del conductor viajan, además de usted, que es el conductor, tres adultos y dos niños de 3 y 6 respectivamente, ¿es correcto?�

No nos digan que depende del tamaño de los niños. Sin excluir que hoy día, como consecuencia de una alimentación malsana, haya niños de tres años que pesan 95 kilos, debemos ceñirnos al reglamento administrativo y ponderar los pasajeros por su edad.

En un momento de desesperación existencial, a un funcionario se le ocurrió esta pregunta hamletiana:

“Conduciendo su turismo [dale con el maldito turismo, ISC], llega a un lugar en el que no es posible marchar hacia delante por lo que, a pesar de poder cambiar de dirección o de sentido de la marcha, usted opta por dar marcha atrás, ¿es correcto su comportamiento?�

Y así podríamos seguir páginas y páginas. Los ciudadanos aprenden a responder a estas preguntas pirrónicas como macacos, o mejor dicho, como pirrónicos ellos mismos, y por eso salen a la carretera y conducen como macacos (o como pirrónicos): sin dejar la distancia reglamentaria, que, como todo el mundo sabe, es la raíz cuadrada del logaritmo del tiempo que tarda un rayo de luz en recorrer el espacio que media entre los dos vehículos, adelantando en curva de nula visibilidad, colocando a la mujer decúbito supino cuando se pone muy pesada, y vociferando por el móvil mientras se echa un cigarrito y maneja el volante con las rodillas.

Nuestras cifras de muertos en carretera son superiores a las de otros países en los que se autoriza a circular a quien muestra sentido común y una mínima pericia. Aquí el Estado pretende evitar el problema creando un cuerpo de profesores de auto-escuela, obligando a la ciudadanía a desembolsar sumas enormes de dinero para aprender a responder a las pirronadas que se les ocurre a un conjunto de funcionarios neuróticos, forzando exámenes médicos detallados con exactitud en el BOE que son otro sacacuartos, y, en definitiva, cercenando cualquier resto de auto-estima y dignidad entre los ciudadanos, que lo único que pretenden es coger un coche.

Si en algún ámbito sobresalen los males del reglamentismo y adminitrativismo de nuestro venerable Estado pirrónico, es en el aprendizaje de la conducción. No hay duda de que en España el pirronismo estatal acaba transmitiéndose a la sociedad, que está pirrónica perdida.

Acabaremos con una nota de optimismo. El mundo avanza. Antiguamente, había que aprender las dimensiones exactas de la “L� y el número de veces que puede brillar un intermitente durante un minuto (entre 60 y 120 veces, nunca lo podré olvidar). Tráfico, suponemos que con gran dolor de su corazón, ha dejado caer esos datos en desgracia. Así que podía ser todavía peor.

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