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Rusia tiene algunos argumentos válidos para quejarse del trato recibido por Occidente desde la caída del muro de Berlín. Pero Putin, que reprime duramente y roba a su pueblo, no tiene ninguna legitimidad para defenderlos. Como tampoco su legión de acólitos, que ha colonizado las principales empresas rusas, tanto estatales como privadas, en beneficio propio y del zar supremo, por supuesto. Todo ello ha quedado claramente expuesto en el documental que publicó Alexei Navalny antes de volver a Rusia (aquí la noticia en español) hace una semana, a sabiendas de que iba a ser detenido por, agárrense, violar su libertad condicional al no haber comparecido regularmente ante la autoridad competente durante los cinco meses que pasó en Alemania recuperándose del envenenamiento que sufrió a manos de los servicios secretos rusos (la confesión de uno de los envenenadores no deja lugar a dudas sobre la autoría). Según el Kremlin, Navalny es un agitador a sueldo de la CIA sin ningún predicamento entre la población rusa. Por lo que no se entiende en absoluto que el pasado sábado fueran detenidas más de 2.000 personas de entre las decenas de miles que se manifestaron por toda Rusia contra su detención. El G-7 y la Unión Europea también han reclamado su liberación inmediata. Pero tras el documental sobre su palacio en el que Navalny acusa a Putin de haber robado desde siempre y afirma que ha perdido la cabeza, el Zar no puede liberarle sin más. Reza el adagio que los rusos quieren a un líder fuerte y liberar a quien le insulta y ofende de tal manera, sería una muestra de debilidad. Puede ser pero seguro que los rusos no quieren a un ladrón y la corrupción de Putin ha quedado más al descubierto que nunca. Y la prisión indefinida de Navalny le puede convertir en el Mandela ruso. Por no hablar de su posible muerte en prisión: una nueva batería de sanciones contra el régimen de Putin sería inevitable. Sigue leyendo