Ignacio Sánchez-Cuenca
En el colegio nos explicaban de forma muy didáctica la cadena trófica con aquellos cuadros en los que el sol alimentaba a las plantas, que a su vez hacÃan posible la vida de los herbÃvoros, que luego eran zampados por los carnÃvoros, hasta llegar al hombre, situado en la cúspide, el mamÃfero omnÃvoro por excelencia, capaz de comerse desde un codillo con chucrut hasta uno de esos aires con sabor a raspa de alelà que prepara Ferrán Adriá. Luego los animales mueren y sus restos abonan la tierra y la llenan de nutrientes, que penetran por las raÃces de las plantas y… vuelta a empezar.
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Pues bien, mi lección de hoy versará sobre la cadena trófica del liberalismo, ya que mucha gente parece no entender cabalmente lo que podrÃamos llamar su modo de producción ideológico. Se creen que el liberalismo es sólo el escalón superior de la cadena, es decir, las bellas palabras que salen de sus predicadores, entre los cuales destacan luminarias muy variadas, como Isasiah Berlin, Friedrich Hayek, John Locke, Milton Friedman, Mario Vargas Llosa y tantos y tantos otros. En nuestro propio paÃs el liberalismo vive dÃas de esplendor, pues la mayorÃa de nuestros intelectuales, que en sus años mozos fueron izquierdistas furiosos y hasta independentistas convencidos, hoy se refugian en el liberalismo y nos dan collejas liberales a todos los que no participamos de tan reputada doctrina. Frente al liberalismo refulgente, que invoca palabras tan sagradas como la libertad, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, la división de poderes, el Estado de derecho, la meritocracia, la protección del individuo antes los abusos del Estado, etcétera, etcétera, etcétera, se alzan ominosas ideologÃas que acechan a nuestro orden liberal, como el nacionalismo (que, como todo el mundo sabe, no es sino el irracionalismo de la tribu) o la socialdemocracia (que no es, como también sabe hasta el más tonto, sino el colectivismo y el paternalismo disfrazados con ropajes democráticos).
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