Autovía por Daroca-Stepanakert

Julio Embid

Hace unos veinte años, a principios de siglo, un amigo mío se fue de Erasmus a Vilnius en Lituania. Servidor de ustedes se fue a verlo cuatro días en junio cuando habíamos acabado los exámenes antes de que dejase la residencia y se volviera para Huesca. Era la primera vez que viajaba a Europa del Este y la verdad es que para un crío como yo era una aventura, incluyendo un vuelo en avioneta de hélices de Riga a Vilnius con unas cuantas botellas de orujo negro letón en la mochila compradas en el Duty Free. Para evitar líos en la residencia soviética de doce plantas donde estaba mi amigo, alquilamos un apartamento en el centro durante cuatro días por cuatro perras. Lo cierto es que, entonces, todo estaba muy barato pero a los extranjeros occidentales nos timaban pero bien. Recuerdo que en el bar de la estación de trenes de Kaunas comimos el menú del día de sopa de remolacha y Cepelinai por dos euros. Y luego pedimos café y nos cobraron otros dos. Dos y dos son cuatro y por dos, ocho euros.

Allí durante los cuatro días, enfrente del apartamento donde estábamos mi colega y yo, en la Plaza del Ayuntamiento de Vilnius había un tipo con una bandera de Armenia en una mesa con una silla recogiendo firmas. Estaba más solo que la una y nadie se paraba. Mi amigo me dijo: – no te pares, que te meterá una turra enorme sobre el Nagorno-Karabaj y el reconocimiento de la soberanía armenia sobre esa redolada. Era la primera vez que oía esas dos palabras y le dije: ¿Pero qué hace aquí? Pues el tipo se había ido de Erasmus un año entero y en lugar de ir por clase o salir de fiesta, se había plantado con su mesa y su bandera a vender su burra. Y yo pregunté: – ¿Pero aquí, en Lituania, a más de 5.000 kilómetros de distancia le importa a alguien su guerra? – No, en absoluto, mira que no se para ni Dios. Y yo dije: – Es como si yo me pongo aquí, en la Plaza del Ayuntamiento de Vilnius a recoger firmas por la Autovía por Daroca (una campaña que tenía lugar entonces por mi tierra para modificar el trazado de la A-23). Seguramente allí, tendría el mismo éxito que el armenio.

El mes pasado, las fuerzas armadas de Azerbaiyán invadieron el Nagorno-Karabaj y tras una semana de combates, conquistaron aquella pequeña región montañosa (1/4 de la provincia de Zaragoza) de mayoría armenia y expulsaron a su población. Se cree que más del 80% de los habitantes de origen armenio han huido de sus casas con lo puesto al otro lado de la frontera. Unas 100.000 personas según el gobierno armenio. Los observadores internacionales hablan de crímenes de guerra, limpieza étnica y crímenes contra la humanidad. En España apenas ha tenido repercusión. La solidaridad con Ucrania, dos años después del comienzo de aquella guerra, se ha olvidado, imaginen con un conflicto bélico aún más lejano. Los armenios acusan a los rusos, sus tradicionales aliados, de haberles abandonado. Los azeríes acusan a los armenios de hacer atentados en su territorio. Las familias más pobres huyen con los coches cargados hasta arriba. Los más ricos, ya hace tiempo que mandaron a estudiar a sus hijos al extranjero. El drama es difícilmente imaginable.

Lo que contaba aquel armenio en Vilnius no se la fregaba a todo el mundo. Días después de pasar por allí, unos turcos le pegaron una paliza y tiraron su mesa y sus octavillas por el suelo. El armenio vino a mi amigo maño y le dijo indignado que, como cristiano, debía haber estado con él para defenderlo de los turcos. Mi amigo le dijo que no tenía nada en contra de: turcos, georgianos, armenios, chechenos o azeríes y que si le habían pegado, que fuera a la policía lituana a poner denuncia. Le miró con cara de desprecio. ¿La policía? La policía, en este lado del mundo, no sirve para nada.

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