Botellón, pandemia y transgresión

Alfonso Salmerón

Hace algunas semanas los llamados macrobotellones ocuparon las primeras páginas de los periódicos, abrieron los telediarios y llenaron muchas horas de radio en todas las tertulias. Como suele ocurrir, cuando el foco mediático cambia de plano, lo que ayer parecía poco menos que una cuestión de Estado, hoy ha caído prácticamente en el olvido.

A propósito de este tema, no obstante, quisiera compartir algunas reflexiones en estas líneas de debate, nunca mejor dicho, callejero. Lo primero que me ha llamado la atención en el tratamiento informativo de los diferentes macrobotellones que se han sucedido en las grandes ciudades del país es que apenas han tenido en cuenta el punto de vista de sus protagonistas. Se ha hablado, se ha escrito y se ha sentenciado mucho, pero pocas veces se ha recogido el testimonio de quienes los han practicado, y cuando se ha hecho ha sido para apuntalar estereotipos que justificaban la línea editorial del medio.

El segundo aspecto que me gustaría destacar es que el tema se ha tratado casi exclusivamente desde el enfoque de la seguridad y el civismo, soslayando otros aspectos socioeconómicos, culturales y sanitarios que hubieran permitido aproximarnos a una realidad mucho más compleja de la que se nos ha querido presentar.

En mi opinión, durante todas las semanas que el tema ha acaparado la atención de la opinión pública se ha perdido una oportunidad para tratar de comprender el fenómeno más allá de la noticia. He echado de menos uno de aquellos debates televisivos de principios de los noventa en los que en un mismo plató podían coincidir expertos de diferentes disciplinas junto a sus protagonistas para analizar en profundidad un tema determinado. La irrupción de los macrobotellones como fenómeno global en los últimos coletazos de la pandemia me parece uno de los acontecimientos culturales y sociológicos más importantes de los últimos tiempos. Un fenómeno que no debiéramos pasar por alto si queremos conocer un poco mejor la sociedad en la que vivimos, y de paso, a nuestros jóvenes.

Como profesional de la salud mental que trabaja cada día con jóvenes y adolescentes de una realidad metropolitana como es la de Barcelona, y como persona que convive en la misma unidad familiar con adolescentes de edades diferentes, me ha sorprendido que de repente la opinión pública haya descubierto el botellón, como si no formara parte de la cultura de ocio de nuestros jóvenes desde las dos últimas décadas.

Botellones los ha habido desde hace mucho tiempo, incluso desde mucho antes de que se les denominara como tales. ¿Qué eran las litronas de los ochenta si no la versión primera de los botellones de ahora? Si uno se detiene a escuchar a nuestros chavales y chavalas, a poco que lo haga con un mínimo de interés, sabrá que la cultura del botellón tiene varias derivadas y que responde fundamentalmente a dos hechos comunes a la adolescencia de todas las épocas, como son la necesidad de socializarse con sus iguales y la de transgredir las normas sociales, a las que añado una tercera, la terrible precariedad económica de nuestra juventud. ¿O es que acaso hace tanto que ustedes dejaron eso que ahora llamamos el ocio nocturno que desconocen el precio de una copa en cualquier discoteca de moda de nuestras ciudades?

Junto a todo ello no hay que olvidar otro factor como es la cultura alcohólica de nuestro país, hecho que no es objeto de este artículo, pero al que obviamente hay que remitirse si no queremos hacer análisis sesgados por estereotipos más o menos burdos. Nos guste o no, el uso y el abuso del alcohol y de otras sustancias está presente en nuestra sociedad desde que la fiesta existe como fenómeno antropológico y atraviesa de arriba a abajo todas la capas sociales. “Los jefes van de coca, los curritos de tinto y aspirina” cantaba Joaquín Sabina a finales de los ochenta.

Dicho esto, me parece que difícilmente se puede entender los multitudinarios botellones de estos días si no los contextualizamos en el marco de la sociedad global de la pandemia. Mucho se ha escrito del impacto que la COVID 19 ha tenido entre los más jóvenes. En estas mismas páginas reflexionábamos no hace mucho del incremento de las consultas en salud mental de nuestros adolescentes y del más que preocupante número de intentos de suicidio el año pasado, por no decir de la tasa de paro juvenil que se sitúa en torno al 50 % en España.

No hay que olvidar que nuestros jóvenes vieron cómo su vida se paraba hace ahora justamente un año y medio. Para muchos de ellos la pandemia les pilló justo cuando estaban a punto de vivir sus primeres experiencias o ritos de tránsito modernos a la adultez (la primera discoteca, el carnet de conducir, el primer trabajo, el primer amor, la fiesta de graduación…) De repente su perspectiva de vida se vio violentamente frenada en seco por una pandemia, la misma que les obligó a confinarse con su familia, el antagonista por excelencia del adolescente, obstruyendo el cauce normal de la socialización con sus iguales.

Después del confinamiento vinieron largos meses de restricciones, entre ellas del ocio nocturno, y después el toque de queda, una figura, por cierto, de la que sólo habíamos oído hablar a nuestros padres y abuelos en sus relatos de la guerra civil y la lucha antifranquista. Todavía me pregunto cómo logramos adaptarnos a ella de una manera tan sorprendentemente sumisa y silenciosa; los adolescentes también, cabe añadir.

El debate sobre la restricción de las libertades individuales básicas que impuso la gestión de la pandemia a escala mundial quedó tan en segundo plano que raramente lo hemos visto reivindicar desde postulados que no sean los del neoliberalismo económico. La izquierda bienpensante ha actuado en general con muchísima responsabilidad, tanta que incluso cabría pensar que se ha censurado a sí misma, tal vez para no dar alas a los postulados más trumpistas, o ayusistas en nuestra versión más castiza. Y seguramente fue así porque no quedaba más alternativa pero resulta sorprendente, si lo vemos con una cierta perspectiva, cómo hemos aceptado voluntariamente la suspensión de nuestras libertades individuales durante tantos meses y cómo nos fuimos acostumbrando a la terrible nueva realidad de la pandemia con todos sus implicaciones, como fueron la pérdida de la socialización con nuestros seres queridos, los ERTEs que se han ido sucediendo, el teletrabajo irrumpiendo en la cotidianidad de nuestros hogares, el paro, el cierre de cines, bares, restaurantes y teatros, la suspensión de los conciertos y la dictadura de las plataformas audiovisuales como hegemónico canal de acceso a la cultura con sus algoritmos totalitarios. Una adaptación tan rápida, radical y eficiente sólo se explica por la amenaza real de la muerte como un sucio velo que lo cubría todo; el miedo y su poder infinito.

Pensar que todo eso no ha tenido un coste de dimensiones incalculables y lo seguirá teniendo para algunas generaciones me parece de una ingenuidad terrible. Sobre los efectos que la pandemia ha tenido en la economía se habla todos los días en los medios de comunicación; sobre el impacto en la salud mental, afortunadamente también empieza ahora a hablarse. El impacto sobre las nuevas generaciones va a perdurar durante muchos años. Cabe recordar que nuestros jóvenes han pasado también por meses de clases online encerrados en su habitación, han visto cómo se suspendían actividades extraescolares y deportivas y se desinstalaban porterías y canastas de baloncesto del espacio público y han tenido que quedar clandestinamente con sus amigos y parejas. ¿Todo eso estaba justificado? Por supuesto que sí, o al menos con la información de la que se disponía en aquel momento, pero ello no le resta ni un ápice del monumental impacto emocional que les ha comportado.

Esos meses de encierro físico y de encierro simbólico, de privación de necesidades fundamentales para la persona y muy especialmente, para las personas más jóvenes, han significado una suerte de efecto olla a presión que al carecer prácticamente de válvula de escape,  ha explotado con las primeras medidas de relajación de restricción del contacto social. Desde un punto de vista antropológico, me atrevería a decir que estos días hemos asistido a una reinvención de la fiesta popular. El macrobotellón es la nueva expresión de la fiesta popular postpandémica y, como toda expresión cultural festiva de carácter popular, nace con una profunda carga de transgresión del orden establecido. Siempre fue así, y en todas las culturas, desde los carnavales a las fiestas taurinas y es por este motivo por lo que merece la pena tratar de entender este hecho cultural desde una perspectiva que vaya mucho más allá de los aspectos de orden y seguridad, sin que ello sea obstáculo para condenar los actos vandálicos que se han producido en su contexto.

Siguiendo con esa línea argumental, el macrobotellón tiene mucho de hecho vindicativo. Ha sido un factor de afirmación frente a los terrores de la pandemia, un desafío y una celebración de la vida que se abría paso frente a la muerte. Las fiestas juveniles masivamente populares de estos días son también un triunfo de lo espontáneo, de la autoorganización que desborda los límites de lo permitido, y es eso precisamente lo que tanto ha inquietado estos días. Porque incluso los actos de incivismo, siempre marginales, tienen una interpretación diferente dependiendo de si se producen o no el contexto de una convocatoria realizada desde dentro o desde fuera del sistema. Estos hechos los hemos visto en todo tipo de manifestaciones y celebraciones de eventos deportivos, lo que ocurre es que a diferencia de los botellones, cuando una minoría destroza unos escaparates después de una celebración por alguna victoria futbolera, a nadie se le ocurre tomar la parte por el todo y criminalizar al club que la organiza.

En los macrobotellones, lo que nos resulta intolerable es lo irreverente y desafiante de hacerlos sin habernos pedido permiso antes. Y, sin embargo, eso es justo lo que se espera de ellos, de los jóvenes, que se atrevan, que levanten la voz, que tomen la palabra que transgredan el orden. Ése es el único camino para restablecer el equilibrio. Esa fue siempre la función social de la fiesta y su capacidad de transgresión. Tiempo al tiempo.

3 comentarios en “Botellón, pandemia y transgresión

  1. Ejem…yo he visto los macrobotellones como si fueran los últimos coletazos del anuncio del fin del mundo.
    Miles de personas echadas a la calle en orgías alcohólicas,doraficticas y con espasmos sexuales.
    Es como si temieran que esa fuera su último alito de vida.
    Pero bueno,la realidad es que he visto a una juventud universitaria realmente desquiciada.

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