Senyor_J
Son muchos los que hace medio año no podían imaginar en absoluto cómo se iban a desarrollar los hechos en la política catalana, a pesar de que los partidos soberanistas se habían puesto de acuerdo para proclamar las leyes de referéndum y transitoriedad. En agosto del año pasado, cuando todos esperábamos conocer cómo se iba a gestionar su tramitación, la mayor parte de los pronósticos oscilaban entre el escepticismo de los que pensaban que no se atreverían y el optimismo antropológico de los que creían que la independencia sería un hecho al cabo de pocas semanas.Seis meses después, aquí estamos. Tanto unos como otros se atrevieron a hacer lo que dijeron que iban a hacer: por un lado proclamar la independencia con la boca pequeña, por el otro aplicar el artículo 155 con la boca bastante más abierta. Se cumplen así tres meses y medio desde que la Presidencia de la Generalitat es una institución suspendida y transferida al Gobierno central, en el mejor estilo del año 1934, año al cual aludíamos en un artículo anterior. Lo que para muchos era un auténtico atentado contra el autogobierno, no solo se ha aplicado sin ninguna dificultad política ni de otro tipo, más allá de las que se derivan de no disponer de un Gobierno efectivo, sino que además su aplicación se sigue tolerando desde el Parlament de Catalunya. Frente a la urgencia teórica de poner en suspenso el 155, prima la incapacidad de los partidos soberanistas de acordar una investidura viable y poner en marcha de nuevo un Govern formado en el Parlament y no en la Moncloa.
Alguno dirá que las circunstancias penales y procesales que afectan al anterior Govern y a posibles miembros del nuevo constituyen atenuantes suficientes para no apresurarse con la formación de un Gobierno. En efecto no son pocas las variables que se manejan, pero el precio que se está pagando empieza a ser alto. Si la derrota judicial del Procés a base de 155 ya se pudo constatar nada más proclamarse la DUI, la agonía posterior está poniendo en evidencia cosas que rompen con claridad con la magia institucional de que se había dotado la Generalitat de Catalunya. Desde su aureola de institución superviviente al periodo preconstitucional (al igual que la Corona, por cierto), Jordi Pujol supo construir una imagen de semiestado que Pasqual Maragall supo alargar hasta el fiasco del Estatut. Si bien ello tenía mucho de retórica y mucho de alimentar metafísicamente y literalmente la propia parroquia, los éxitos políticos del pujolismo y su influencia sobre la gobernabilidad de España fueron méritos que dieron credibilidad a una retórica llena de excesos narrativos en tiempos en que apenas se utilizaba la palabra «argumentario».
Por el contrario, el legado que está dejando el President Puigdemont está siendo tremendo. A medida que lo vamos conociendo, lo vamos viendo claramente como un personaje con brotes ciclotímicos (ahora convoco elecciones, ahora me rajo; ahora comento por mensajería que me han abandonado, ahora me monto un Gobierno de la República en Waterloo…). En un artículo del verano pasado señalábamos que con el Procés nada era impensable porque la legión processista estaba compuesta en buena medida por personajes muy particulares. Sin eso no se entiende el gusto por el martirologio que a veces muestra Oriol Junqueras, identificado claramente con alguna las vidas de santos seguramente leídas en su estancia en el Vaticano, ni tampoco la trayectoria del President Puigdemont, cuyas ocurrencias son calificadas por sus excompañeros de ERC, según afirma un conocido periodista, como «jaimitadas». Y es que jaimitada es una palabra que describe perfectamente la indigencia intelectual con que se formulan propuestas para intentar burlas leyes y normativas que impiden tanto la investidura de Puigdemont, como el ejercicio del poder desde un lejano país a través de un testaferro. Leyes, por otra parte, perfectamente lógicas y plausibles y que solo pueden sorprender a alguien que habita en una realidad paralela desde hace bastante tiempo.
Por eso podemos coincidir con todos los que aseguran que Puigdemont es un gran estorbo y de difícil solución para la política catalana. Su situación judicial, que solo puede empeorar en los próximos meses, le obliga a intentar improvisar cosas que le permitan escapar de un cada vez más cercano encarcelamiento. Su voluntad de atrincherarse en la reivindicación de la República junto a sus correligionarios de Junts per Catalunya y los visionarios de la CUP, a pesar de que es un elemento teórico en el que nadie cree, denota en definitiva el contraste entre unas fantasías políticas que no conducen a ninguna parte y una durísima realidad, que no solo convierte a la autonomía territorial en un chiste, sino que aleja cualquier posibilidad de situar el soberanismo como una perspectiva política solvente y creíble a ojos de seres racionales.
Es por ello que parece del todo necesario pasar página cuanto antes y cerrar de una vez el capítulo del President Puigdemont, en este momento presidente de la república independiente fantasiosa de su casa. La política catalana y el soberanismo en particular deben volver al terreno de la realidad, hacer una lectura racional de cuál ha sido el resultado de su batalla contra el Estado y hacer una propuesta de Govern que, de acuerdo con las posibilidades legitimadas por las urnas, reactive el autogobierno en Cataluña. Solo así será posible, además, empezar a deshacer las consecuencias funestas que para algunas de las personas implicadas en el Procés han tenido las decisiones tomadas hasta ahora. Nada se extinguirá con la formación de un Govern y esperan años duros de batallas judiciales, pero no es posible afrontarlas sin empezar a desenredar el ovillo que nos ha llevado hasta aquí. Para ello no es imprescindible convocar de nuevo elecciones catalanas, pero si no hay más remedio, paguemos ese precio y que sea el último que tengamos que pagar.