The Grand Budapest Hotel

 Frans van den Broek

Europa del Este, desde el siglo diecinueve hasta los años de entreguerras, fue un foco de producción cultural tan o más importante que los más conocidos centros del oeste, como París o Londres. Los nazis y luego el imperio soviético llevaron la energía cultural del este casi hasta la extinción. No pocos de los artistas, científicos, escritores, filósofos o escritores activos en aquella época y región eran de origen judío o de tendencias liberales, por lo que su suerte estuvo echada incluso antes de que la historia los condenara al exilio o a la muerte. El escritor que inspira la película que queremos comentar fue una de sus víctimas, Stefan Zweig, suicidándose en Brasil en desesperación por la situación europea durante la segunda guerra mundial y, de seguro, por la segura desaparición del mundo en el que había vivido, el de la Europa finisecular.

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Rwanda: veinte años después

Frans van den Broek

En lo que se suele llamar el patio trasero de Europa –no sin condescendencia o arrogancia- seguían silbando las balas, tronando los cañones y fluyendo la sangre, cuando tres meses de espanto en África hicieron incluso de aquella guerra fratricida en la ex – Yugoslavia un paseo dominical. En tres meses, que comenzaron justo hace veinte años, se llevó a cabo uno de los más horribles genocidios de la historia reciente: alrededor de 800,000 personas fueron masacradas durante aquellos meses, sin que la comunidad internacional hiciera nada al respecto. O mejor dicho, sí que hizo algo, evacuar a sus propios connacionales y dejar a los rwandeses a su suerte. Y hablar mucho, por supuesto, a través de los canales pertinentes, sin que tanta palabrería tuviera efecto alguno.

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El loco Vera

Frans van den Broek

Solía pasar frente a nuestra casa en el pueblo de mi madre, de bajada del cerro o quizá después de uno de aquellos viajes que lo llevaban de Celendín a Balsas, en el río Marañón, y de vuelta, caminando por las montañas y valles interandinos de la rama central de los Andes del Norte del Perú. Es terreno peligroso, de abismos y quebradas y cáctuses y alimañas, pero contaban los otros niños del barrio con los que jugaba que al loco Vera no lo mordían las víboras ni las migalas, y que los pumas y osos se apartaban de su camino al verlo venir. No faltaron historias, me parece recordar, en los que se afirmaba que podía hablar con los animales e hipnotizarlos, y algunas veces se hacía acompañar por algún perro vagabundo. Pero casi siempre estaba solo, hablando consigo mismo, ocupado en sabe Dios qué pensamientos o recuerdos, y los rapaces del pueblo le teníamos un poco de miedo, aunque dijeran que era inofensivo y amable, y que le gustaba conversar y contar historias si alguien se avenía a buscarle la palabra. Serían su aspecto desaliñado y sucio, vestido con una camisa vieja y un saco de sus años mozos, y su mirada seria y fija lo que nos asustaba. Su edad me es imposible saberla, ya que bien podía tener 50 años como 30, a la manera de muchos mestizos de la zona a los que olvidan las canas y las arrugas, y mueren tal como llegaron a la adultez. De extrema delgadez, enhiesto como un eucalipto y barbado, tenía algo de quijotesco y de místico, y no solo en apariencia, huelga decirlo, aunque su cruzada personal no sería para deshacer entuertos sino para enfrentarse a lo invisible que lo había llevado al enajenamiento, según decían.

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El fardo de la historia

Frans van den Broek

Una de las teorías psicológicas que explican el origen de los prejuicios postula que la representación que nos hacemos de la historia puede contribuir a originar o mantener las ideas preconcebidas que nos hacemos de otros pueblos. Hace falta enfatizar aquí el concepto de representación, ya que no se trata tanto de lo que haya ocurrido de verdad en el pasado, sino de la manera en que nos lo figuramos, guiados por diversas fuentes e influencias. El pasado, incluso el personal, es a menudo objeto de interpretación, y más aún si este pasado se alía con la tendencia cuasi-religiosa del nacionalismo. Si en nuestra vida personal muchas veces recordamos el recuerdo de un recuerdo, en las historias nacionales obramos con mitos, fabricaciones, estereotipos, simplificaciones y narraciones sesgadas. No es pues sorpresivo que dichas narraciones den origen a prejuicios y que dichos prejuicios, en el peor de los casos, lleguen a la discriminación o a la guerra.

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La guerra de nunca acabar

Frans van den Broek

Algunos de los pasajes más emotivos y hermosos en la larga obra de Doris Lessing se refieren a su padre, un veterano de la primera guerra mundial. Como tantos en aquel entonces, su padre fue a la guerra con espíritu patriótico y juvenil, tal vez llevado por cierto sentido de aventura, influido por la propaganda nacionalista y los ideales del Imperio Británico. Volvió roto y desmoralizado, habiendo perdido una pierna desde la rodilla en la inmolación absurda que fue la guerra del 14. Lessing recuerda que jamás le abandonó la amargura de dicha experiencia, que afectó su espíritu de modo profundo, acercándole al cinismo y el descreimiento. Se sentía engañado, traicionado por su propia nación, por sus gobernantes, por sus políticos. ¿De qué había servido aquella matanza espantosa, realizada por primera vez en la historia, según nos cuentan los entendidos, a escala industrial? Lessing reflexiona entonces que la guerra mundial no solo afectó a su padre, sino a ella misma y a quienes heredaron de los combatientes sus memorias y su persistente dolor. La guerra, de muchas maneras, sigue su curso mucho más allá del armisticio, rendición o catástrofe que le pone fin. La historia no se detiene en fechas, sino que reverbera en el espíritu de los hombres y las generaciones, a veces por los siglos de los siglos. Pero no hay amén que las consagre o bendiga.

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Los de la escondida senda

Frans van den Broek

¿Ha llegado alguna vez a una fiesta llena de gente extraña y sentido imperioso deseos de largarse de allí o de arrumarse en un rincón? ¿Se ha encontrado alguna vez en casa como León en jaula y llamado al primer amigo de su lista, aburrido o no, con tal de salir de casa y meterse a algún bar lleno de gente? Si responde afirmativamente a la primera pregunta es usted, con buena probabilidad, un introvertido. Si dice que sí a la segunda, lo más probable es que sea usted un extrovertido. Pues resulta que desde que el mundo es mundo y el homo sapiens, homo sapiens, la población está dividida en tipos humanos más o menos identificables, a los que conocemos, desde Jung, por los nombres recién mencionados. Existe, eso sí, en esta era de clasificaciones sin fin, una categoría mixta, llamada ambivertidos, aquellos que combinan rasgos de ambas categorías, o que estuvieron distraídos a la hora de hacer el test, vaya uno a saber. En todo caso, lo anterior ha ocupado mi mollera debido a la lectura del libro de Susan Cain, aptamente titulado “Quiet”, en el que aboga por el reconocimiento de la contribución que han hecho y hacen los introvertidos a la humanidad, en todos los terrenos, en unos tiempos en que el tipo del extrovertido es visto como el modelo a seguir.

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Policía moral andina

Frans van den Broek

Desde muy niños a los peruanos se nos adoctrina en las maravillas del imperio incaico, el cual fue llamado alguna vez –por un francés, para más señas- un imperio socialista, por su combinación de regencia vertical con comunismo plebeyo. Si bien la última autoridad residía en el Inca, hijo directo del Sol, de Inti, los bienes del reino se repartían de acuerdo con la necesidad de cada quien. Así, cada pareja casada recibía su pedazo de tierra para labrar, y además trabajaba la tierra del Inca por un tiempo asignado de tal modo que le permitiera trabajar su propia tierra, quienes no podían trabajar eran protegidos por la comunidad o Ayllu, las decisiones eran democráticas, en lo que concernía a los intereses locales, y se permitía a las otras etnias adorar a sus dioses, con tal que también incluyeran al dios supremo Inca, Viracocha. En pocas palabras, una dictadura benévola y con espíritu ilustrado.

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De ritos y fuegos artificiales

Frans van den Broek

En uno de los libros más famosos de la antropología, ‘La Rama Dorada’, Frazer nos recuerda que las formas que se nos presentan hoy en día como pertenecientes a determinada tradición, dígase el cristianismo, son en realidad comunes a formas mucho más primitivas de religiosidad, y solo hace falta escarbar la superficie para encontrar los elementos comunes. En el fondo, los viejos mitos de fertilidad se repiten a lo largo de la historia, asumiendo otros nombres y bajo otras circunstancias, pero esencialmente iguales a mitos cuyo origen se pierde en la memoria de la humanidad. Lo que no pudo predecir, aunque está implicado en su obra, es que la tendencia ritual de la humanidad persistiría incluso en sociedades en principio seculares, en las que el estado está separado de la religión en cualquiera de sus manifestaciones, pues dicha ritualidad se incorpora a las costumbres mismas de las sociedades en cuestión, incluso de manera institucional. Y es así que los seres humanos celebramos el paso de los años organizando grandes fiestas de noche vieja o de año nuevo, y que el día primero de nuestro medio torcido calendario es día festivo, que seguimos recordando a un Cristo en cuya divinidad no creemos, que no nos podemos librar de los cumpleaños y que las naciones escogen un día para celebrarse a sí mismas cantando himnos y marchando por las calles agitando banderitas. Según la antropología, dichas banderitas no se diferencian en esencia de los telúricos diseños con que algunas tribus se pintan el cuerpo para indicar ciertos pasajes iniciáticos, los himnos no han sobrepasado el nivel de los cantos pastoriles, y los ritos seculares las celebraciones de fertilidad de hace milenios de milenios.

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Veneración de la oscuridad

Frans van den Broek

La filosofía nos procura al menos dos grandes placeres: el entregarse a su lectura con detenimiento y ardor (de ser posible, ya que poco ardor se hallará en las páginas de Kant o de Husserl), y, quizá con más fruición y deleite, el abandonarla. Por esto último no entiendo el renunciar a su lectura o evitar la reflexión racional, todo lo contrario, sino a un necesario movimiento del espíritu, orientado hacia el desapego, que nos protege de las consecuencias más nefastas de la veneración. Tal vez la manera más simple de expresar a lo que me refiero sea decir que cierta dosis de escepticismo es siempre necesaria en toda empresa intelectual, desde la ciencia a la literatura o la política, habiéndose comprendido que no hay manera de aprehender la realidad con medios verbales o simbólicos sin coartarla o forzarla de algún modo. En alguna parte he leído que el camino de la verdad es estrecho y sinuoso, y transcurre entre la fe y el escepticismo. El conocimiento científico ha incorporado la precaución lógica y experimental a su metodología, pero no puede decirse lo mismo de la filosofía, la cual es dada a la verborrea y el exceso, al menos en algunas de sus vertientes. Por ello la necesidad de alejarse a ratos de su influencia, para mejor juzgar sus verdaderos contornos y límites.

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La miseria de la tradición

Frans van den Broek

Imagine que usted está durmiendo y, en medio de la noche, escucha un ruido indefinible pero vagamente familiar en la habitación de al lado. El ruido persiste, con cierta morosidad, y suscita su inquietud. Se levanta, se asegura de no despertar a quien duerme a su lado, y va a indagar el origen de esos rumores quedos y débiles fricciones. Abre la puerta con parsimonia y al tener la cama a la vista comprueba que un hombre está encaramado sobre una joven muchacha, ocupado en el rítmico quehacer del comercio sexual. El hecho provoca su ira, obnubila su juicio por unos instantes, pero esta turbadora corriente emocional desemboca en una conclusión clara e inequívoca que se presta a ejecutar. Deja a los amantes donde están, va en busca de un palo de golf, y vuelve a la habitación, abre la puerta sin precauciones y enciende la luz: los amantes se alarman, se separan, y el hombre voltea a ver qué ha pasado, con un rostro en el que el pavor ha diseñado un diagrama de fatalidad y usted aprovecha dicho instante para propinarle el primer golpe en la frente, que lo echa de la cama, y luego el segundo, que lo deja inconsciente. La joven muchacha, una adolescente en verdad, no sabe qué hacer, se cubre, balbucea y eleva sus brazos como implorando, y usted le golpea la cabeza también con el palo ensangrentado, lo que la deja inerme sobre la cama. La golpea de nuevo para asegurarse de que no se moverá y siguiendo el curso que han labrado la ira y el destino, piensa. Pero en realidad no piensa, siente, actúa, obedece. Luego, va a su despacho y saca un bisturí de un anaquel con olor a medicinas. Se dirige al hombre primero, lo examina por un rato y procede a cortarle la yugular. Mientras se desangra, hace lo mismo con la muchacha, cuya rozagante belleza no han mermado del todo el golpe o la inconsciencia. Ve como la sangre emana del cuello, se le nublan los ojos y va a la sala, se sirve un whisky y llora por un tiempo que le parece una eternidad. Para entonces su mujer se ha despertado y está sentada a su lado también, llorando y tratando de llamar su atención, diciéndole algo que no entiende, que solo de a pocos alcanza su conciencia. Había que limpiar la escena del crimen, que fabricar una historia, que coordinar los hechos.

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