Como en España no se vive en ninguna parte

Ignacio Sánchez-Cuenca 

Aunque es jueves y el blogmaster anda un poco espeso últimamente, créanme: soy el tal ISC, no Jelloun. El nombre que aparece arriba no es un error, es auténtico. De todos los lugares comunes que circulan en nuestro país, el que encabeza este artículo es con diferencia el más absurdo de todos ellos, y sin duda también el más nocivo. Se oye por igual a personas de la tercera edad que hacen un viaje de quince días a Dinamarca y descubren con pasmo e indignación que allí las lentejas no llevan morcilla, que a jóvenes que tras pasar un verano en Inglaterra afirman tan panchos que los ingleses son muy fríos. Por no hablar de los gafosos (algún día explicaré con calma qué es un gafoso), que se ríen de los Estados Unidos porque allí no tienen poetas de la penuria.

El dicho refleja ese orgullo del pobre acomplejado: los extranjeros tendrán autopistas, pero se aburren como ostras; tendrán buenas universidades, pero desconocen la tuna. De hecho, todavía hoy, cuando los españoles viajan al extranjero, se sienten obligados a hacer ver a los ciudadanos del resto del orbe que en materia de animación y juerga nadie nos iguala. Si alguien se decide a visitar la torre Eiffel, que no se sorprenda si descubre a un grupo patrio dando palmas y cantando aquello de que cuando un amigo se va, algo se muere en el alma. O si se acomoda en un hotel en Manhattan, que no se asuste si se encuentra a unos cuantos enseñando al cocinero cómo se prepara una tortilla de patatas con aceite de oliva, con mucho aceite de oliva.

¿Hay algo de verdad en el dicho de que como en España no se vive en ninguna parte? Si uno tiene mucho dinero, está sano, no tiene hijos, ni líos con la justicia, posee una casa, tiene un primo en el Gobierno, un hermano médico, no le molesta el ruido ni la mala educación, no tiene que renovar el carnet de conducir, fuma, disfruta torturando animales o viendo cómo otros los torturan, no le interesa la política, y es aficionado a las películas de Pajares y Esteso, este es un país que se puede disfrutar razonablemente. Pero, ay, como falle alguna de estas condiciones, la vida puede volverse un infierno.

Tener relación con la justicia puede ser letal. Años de retraso, jueces que no conocen la sintaxis castellana, sentencias obtusas, y un trato en el mejor de los casos displicente. ¿Y coger una infección y que te manden al hospital Clínico de Madrid entre cucarachas y restos de excremento humano por la habitación? No se les ocurra tener hijos. Si los tienen, no los verán, porque las jornadas de trabajo se alargan sin cuento ni provecho, a veces porque los jefes vuelven de comer a las 17:45 de la tarde y a veces porque el primero que se marcha se queda sin ascenso. Algunos incautos se creen que la solución consiste en tener a la parienta en casa cuidando de la prole, pero pronto la parienta se vuelve más insoportable que el niño de tres meses cuando tenía gases, así que nuestro hombre decidirá quedarse a la salida del trabajo a tomar unas cañas, porque locales en los que tomar cañas no faltan (ya saben que en no sé que barrio de Madrid hay más bares que en toda Finlandia, y que en Villajoyosa hay más prostitutas por metro cuadrado que en todo el resto de Europa occidental, así somos de cachondos), y regresará a casa con los niños y la mujer soñando con los angelitos.

Y si, por lo que sea, ha tenido hijos, tendrá que enviarlos a un colegio. Las opciones son las siguientes: o lo manda a un colegio extranjero y la broma le sale por más de 600 euros mensuales, con comedor, ruta y clases de gong chino, o lo manda con los salesianos y el niño sale desgraciado, o se empeña en mandarlo a un colegio público, lo que requiere, para conseguir los puntos necesarios, llamar al hermano médico para que firme un papel diciendo que el niño es alérgico, disléxico, hiperactivo y descontrola los esfínteres, así como hacer una declaración fiscal parcial para engañar al centro y que le den todavía más puntos por pobre. Incluso así puede ser necesario dar un toque al primo en el Gobierno para conseguir el acceso.

Por supuesto que la juerga no puede faltar. Los vecinos de abajo, estudiantes que comparten piso, tienen la fenomenal ocurrencia todos los jueves de encender la mesa de mezclas que cubre casi por entero la mesa de estudio y poner el bacalao a tope a las 6:30am, cuando regresan de una noche de dispersión. No se le ocurra decirles nada, porque encima puede acabar volviendo al Clínico, con las cucarachas y la caca.

Si llegados a cierta edad pierde la movilidad, olvídese de salir de casa en silla de ruedas. Coches aparcados en pasos de cebra y bordillos le impedirán ir a comprar el periódico. Y si llega hasta el kiosco, ¿se leerá la basura del periodismo español? ¿Tendrá la santa paciencia de leer los artículos de opinión del País? ¿U optará por el periodismo de investigación sobre el 11M?

¿Es que no hay entonces nada de cierto en el tópico de que en España no se vive como en ninguna parte? No es cuestión de ponerse negativos, que este país tiene también sus cosas buenas. ¿Acaso no compensa todos los sinsabores a los que me he referido nuestra galería patria de locos, pícaros y malvados? Lo mejor de ser español es poder ver en el mismo programa de televisión a Rosa Díez y Hermann Terstch, saber que al frente de la CNMV puede estar Conthe, leer el blog de Carlos Martínez Gorriarán, confiar en el juez Garzón, y tener la tranquilidad de que por muy mal que lo haga Zapatero, Rajoy, Acebes y Zaplana salvarán el país.

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