Frans van den Broek
Desde que escuchara hablar por primera vez, allá en la lejana adolescencia, de aquellos barbudos que se encaminaban al ágora para ponerse a charlar y debatir sobre lo divino y lo humano, y sobre todo de aquel tábano de Atenas que, con impertinencia sin precedentes, se dedicaba a poner en entredicho las creencias y convicciones de sus conciudadanos con la simple estrategia de la inquisición desprejuiciada, sentí deseos de ir a conocer aquel país que, me decían con arrobo mis educadores, era la cuna de la civilización occidental y fuente de la filosofía y las ciencias. Mis ganas se atizaron aún más cuando, años más tarde, se cruzó en mi camino la filosofía, pues estaba obligado a llevar asignaturas de letras como parte de mis estudios de biología y nuestra facultad de ciencias, cosa curiosa, tenía un pequeño departamento de filosofía al que asistían a enseñar luminarias del panorama intelectual limeño, como Francisco Miró Quesada o David Sobrevilla, y decidí entonces inscribirme en algunos de sus cursos más por necesidad práctica que por vocación. Pero no pude resistirme a la pasión de don Francisco al enseñar filosofía, la que conseguía transmitir como quien cuenta la trama de una novela policial, pues seguíamos sus palabras magnetizados por la narrativa con la que lograba hilar los más áridos argumentos, los que adquirían en su boca los atributos de personajes literarios y la dinámica de las leyendas y los mitos. Recuerdo con emoción nostálgica su exposición de La República de Platón –sin nota alguna, sabiéndose los capítulos de memoria, hasta los detalles más ínfimos-, tras la cual me sentí griego y quise ir a luchar contra Troya para recuperar a Helena y lavar el honor mancillado. Si alguna vez iba a Europa, me dije, tenía que pisar suelo griego, como no fuera más que para agradecer las sentencias de Heráclito y las ironías de Sócrates con el simbólico gesto de musitar algún pasaje de Aristóteles enfrente del Partenón.
Más tarde aún, las clases de filosofía antigua fueron de las que más incitaron mi curiosidad intelectual en España, adonde la pasión de don Francisco me había llevado a estudiar filosofía de manera académica –o pretender que lo hacía, al menos- y no sé a quién regalé un mapa de Grecia que de alguna manera había llegado a mis manos por intermedio del profesor de aquella asignatura, si mal no recuerdo, en el cual estaban señaladas todas las localidades importantes para la historia de la filosofía antigua, desde Éfeso en la actual Turquía hasta Samos o Esparta. Pasaron los años, sin embargo, y luego las décadas, y Grecia se fue diluyendo en mi horizonte de deseos tramontanos hasta la desaparición. Los deseos, empero, tienen a veces la maña y hasta la burlonería de satisfacerse cuando uno menos los espera, o cuando es imposible que uno disfrute de ellos como lo había imaginado. Y así llegó la ocasión para el que escribe de ir a un congreso a Corfú, dedicado a un tema que me interesa tanto como saber cuántos lunares tiene en la nariz la duquesa de Alba (si es que los tiene) y a presentar un trabajo cercenado por la intromisión de mi jefe, cuyo conocimiento de filosofía se equipara a mi sabiduría en temas de marketing o de gestión de ingresos. Y huelga decir que el que habla quiso, infructuosamente, introducir algo de filosofía en la reflexión sobre la hospitalidad que teníamos entre manos, con mayor razón si iba a ser presentado en la tierra de Anaxágoras y de Sócrates, a la que honraría finalmente con algo de lo que ellos inventaron en Occidente. Pero no, los deseos tienen espíritu irónico, y buena falta que les hace.
Mi primera impresión fue constatar los efectos de la crisis y de su manejo por Europa a través de una conversación casual con el taxista que nos llevaba del aeropuerto al hotel donde tenía lugar la conferencia. Siempre me gusta charlar algo con los taxistas, porque suelen ser quienes acceden a distintos tipos de información y no faltan los tipos pintorescos o conmovedores. Nos tocó un griego recio, que en otros tiempos hubiera sido guerrero o peleador de lucha libre (y quizá lo haya sido, vaya uno a saber), muy amable, como han de ser los habitantes de esa tierra, y discreto al inicio. Pero toda discreción se disipó a la primera palabra que entablamos. Le pregunté por el turismo o algo así, y no hubo quien lo pare. De la conversación, que debía haber grabado, me quedan solo imágenes inconexas, pues a la vez que lo escuchaba contemplaba el paisaje de la Grecia que siempre quise conocer y al que veía emocionado, lleno de recuerdos y de recuerdos de recuerdos de mis propias fantasías e imaginaciones, pero de la intensidad afectiva con que la llevó a cabo no me cabe la menor duda: el hombre hubiera podido quebrar huesos de dinosaurios en aquel momento, si el dinosaurio hubiera sido alemán y, mejor aún, la propia Merkel. Nos dijo, como era de esperarse, que el turismo había decrecido mucho, pero añadió, para que estuviéramos seguros, que le importaba un bledo que así fuera, con tal que los alemanes se quedaran en su casa y no pisaran nunca más tierra helénica. Dijo, literalmente, en el inglés que masticaba con dificultad, que los griegos odiaban a los alemanes y no los querían en su patria, y que lo mejor que podía hacer Grecia era no pagar nada de lo que les debía a los mismos, quienes, según él, se habían beneficiado de Grecia a su antojo, incluso con tratos ilegales y sobornos, como el que perpetró Siemens, afirmó con seguridad temeraria, al vender las cámaras para las Olimpiadas, las que funcionaron mal y ahora habían dejado de hacerlo, después de haber cebado las manos de varios políticos y organizadores. Es de notarse el hecho de que el taxista había vivido en Alemania por 27 años, según nos contó, y por eso “los conocía bien”, y que ahora su hijo mayor vivía en Stuttgart, porque a pesar de ser uno de los mejores médicos de la región, no conseguía trabajo. “¿Ven ese edificio azul, al otro lado de la bahía? Completamente nuevo, construido con sabe uno qué dinero. Vacío. No tiene personal y no sirve de nada”. La verdad, lamento que el viaje al hotel no durara más. Me hubiera gustado tomarme un par de Uzos con aquel taxista, a quien es probable que no veré jamás de nuevo. Por esas cosas de la memoria, me recordó a Zorba el Griego, pero después de una enfermedad cuasi-mortal y de haber perdido alguna batalla con los turcos. Dejó claro, vale decirlo, que el odio griego se orientaba hacia los alemanes, que no tenían problemas con los holandeses o los ingleses, sino con quienes los trataban como si fueran todos criminales u ociosos (lo dijo, me imagino, porque sabía que éramos holandeses, porque imagino que Holanda tampoco aparecerá en su lista de exonerados del odio, dada la actitud del gobierno holandés, si acaso más denigrante y paternalista que la alemana). Añadió que los problemas habían comenzado con las Olimpiadas, las que costaron un dineral y reportaron poco o nada. Le deseé suerte, de veras. Aunque sospecho que no la necesita. Alguien poseído de tal vehemencia emocional no puede perderlo todo sin luchar. Además, seguro que tenía más dinero que el que habla. Como fuera, confieso que en estos momentos siento cierta simpatía para con quien expresa disensión con la burocracia europea, aunque fuera de forma diferida.
La isla de Corfú es, a todas luces y hasta donde pude visitarla entre presentaciones y palabrerías, muy hermosa, y tuvimos la suerte de que nos dieran alojamiento en una especia de chalet tres veces más grande que mi piso en Ámsterdam, con una pequeña piscina propia y muelle al mar Egeo, donde, casi con lágrimas en los ojos, tuve la oportunidad de nadar por un rato. Ahora puedo decir, con toda la historia antigua en mi memoria, que he podido bañarme en las aguas del Egeo y ya solo por eso el congreso valió la pena. Pues por lo demás los congresos son lo que son, una oportunidad para la socialización, los contactos y el aburrimiento colectivo, además de la verborrea y la irrelevancia arrogante. Pero como toda experiencia donde se juntan gentes de distintas procedencias, estas ocasiones son oportunidad no solo para honrar a admirados griegos de antaño y ganarse un viaje gratis, sino para observar las reacciones de los asistentes y de los locales. La crisis fue prominente en los discursos y conversaciones de los griegos, claro está, pero no menos prominente fueron los estereotipos y prejuicios de los europeos del norte para con los locales. La gente que asiste a estos congresos es, en principio, gente educada, con formación científica, pero la educación no es garantía contra la fijación mental o la categorización. Al venir de Holanda la gente asume, de manera natural, que soy holandés, por lo que me confiesan sus pensamientos y emociones sobre los mediterráneos con soltura y presupuesta complicidad. No saben, por supuesto, que con ello solo refuerzan mis prejuicios y estereotipos sobre los europeos norteños, con lo que el congreso se me figuró una especie de carrusel cómico donde nadie sabe a quién le dice qué y con qué consecuencias. Mi propio jefe recibió con espíritu mucho menos receptivo que el mío el monólogo del taxista o la conferencia del académico griego o de la ex-ministra de cultura y turismo, pues donde yo veía comprensible indignación de los habitantes de un país asolado por la crisis económica y medidas de austeridad draconianas, él veía sinvergüencería y ganas de nadar sin mojarse. Todo lo cual me llevó a reflexionar sobre la prevalencia del prejuicio y el estereotipo en los asuntos mundanos, al punto de que no me extrañaría que buena parte de las medidas tomadas por Europa es consecuencia de estos prejuicios más que de clínicos análisis económicos o valientes intervenciones políticas. Por la razón que fuera, el pueblo griego, criado en un ambiente nacionalista desde su liberación del imperio Otomano, se siente ofendido y maltratado, y se va a seguir sintiendo así mientras dure la actitud estereotipada de los demás.
La belleza de la Isla y del palacio adonde nos llevaron a cenar para despedirnos, la reciedumbre olorosa del uzo y el sabor de las carnes especiadas, la claridad de las aguas y la intensidad del cielo mediterráneo, la sensualidad helénica de las mujeres y su sonrisa solar, el recuerdo de Ésopo y de Platón, debieron competir con la palpable amargura del momento y la insustancialidad de tantas palabras académicas, con el odio anti-teutónico y el resurgir nacionalista, con la cortedad de la visita y de la vida; me quedo, sin embargo, con aquel breve momento en que mi cuerpo fue acogido por las aguas del Egeo, debajo la profundidad clara del mar y encima el cielo fulgente del Mediterráneo, el mismo que vio nacer, pasar y morirse a Homero y Herodoto, a Aristóteles y a Esquilo, a Kazantzakis y a Elytis, y en que solo, rodeado de mar y verdes colinas, me dije que esto también pasará, pues todo pasa, hasta los deseos y las crisis, en este mundo de sombras y de cavernas.
Muchas gracias Frans!!! Corfú siempre me recordará a ‘Mi familia y otros animales’ 🙂
Saludos!
Entretenido artículo el de Frans quien, con su brillante narrativa, nos traslada a la Grecia actual, intervenida y aturdida, al tiempo que le trae nostálgicos recuerdos de la antigua.
Oye Sarah, ¿sabes si tenemos algún parentesco? …. lo digo por la similitud de nuestras dentaduras.
Artículo exaltado del amigo van den Broek. Sí, allí en Grecia nació Platón, pero muchos años después Demis Roussos, o como se llamara aquel señor barbudo que cantaba el «trikitrikitriki» e «If I were a rich man, dubidubidubidubidubida…» Confieso que hace muchos años estuve en Corfú, también en un congreso académico, cuando no había crisis. Mis recuerdos son parecidos: a nadie le importaba un pimiento lo que se decía durante interminables horas, todo el mundo esperaba la hora de las actividades sociales. Una de las cenas fue en un sitio turístico, el restaurante «Tripas» (juro que así se llamaba), atestado de alemanes borrachos que intentaban bailar el sirtaki con su gracia teutona característica y un pañuelo de cuatro nudos en la cabeza. Me dio la impresión de que Corfú era un parque temático para los alemanes.
Un tabloide alemán exigía en grandes titulares que Grecía vendiera sus islas y la Acrópolis para saldar sus deudas. A mi se me ocurrió que nosotros podríamos cancelar nuestra deuda externa dándoles Mallorca, que ya está colonizada por los alemanes. Y de paso meter en el lote a Montoro y Guindos, para que se jodan los acreedores.
En cualquier caso, van den Broek olvida que los alemanes dieron filósofos de la talla de los griegos, como Kant, Hegel y todos aquellos. Lo que obliga a dudar del valor de la filosofía.
Acabo de leer tu artículo, Frans, y me ha encantado. Un artículo maravilloso. Hubiera querido hacer ese viaje en taxi.
Don Cicuta, yo creo que en lugar de darles Mallorca con darles a Matas para empezar está bien, y luego les vamos mandando de 1 en 1…
Fernando es verdad! pero si te fijas mi boca está abierta para asustarte, y tú la tienes abierta de asustarte…. jejeje