El negocio global de la vivienda para “pobres”

Albert Sales

 A principios de septiembre, varios medios de comunicación se hicieron eco del proyecto de una empresa que pretendía comercializar habitáculos de 1,2 metros de alto y ancho por 2,2 de largo, a 250 euros al mes, para “dar la posibilidad de acceder a una vivienda a las personas con recursos económicos restringidos”. Se presenta así un negocio que aprovecha la escasez de vivienda asequible como solución innovadora a los problemas de “los pobres”. ¿Quién desearía vivir en una habitación en la que la mayor parte de personas adultas no pueden ni ponerse de pie? ¿Quién estaría dispuesto a pagar 250 euros al mes por un agujero de colmena en el que dormir? Alguien que necesite permanecer en la ciudad para subsistir y que no pueda permitirse pagar los desorbitados precios de un piso convencional o de una habitación.  

La ciudad atrae y atrapa. En los últimos años hemos visto cómo la mejora de los indicadores macroeconómicos ha generado una reactivación del sector inmobiliario que está excluyendo del acceso a la vivienda a cada vez más gente en las ciudades europeas. En Berlín se registraron el año pasado 30.000 personas durmiendo en residencias temporales y de acogida, 10.000 más que en 2016. En el último recuento de personas sin hogar realizado en París en febrero del 2018, se anotaron 3.624 personas sin techo en una sola noche. Si añadimos a las alojadas en los albergues de la ciudad abiertos en invierno, la cifra asciende a más de 5.000 personas. En Bruselas, el número de personas durmiendo en la calle se duplicó entre 2014 y 2016, llegando a 707 personas. Desde el 2010, el número de personas que duermen en la calle en el Reino Unido ha crecido un 135%.  

La actividad económica hace que en las grandes ciudades haya más posibilidades de ganarse la vida pero, al mismo tiempo, es en las metrópolis donde es más complicado acceder a una vivienda. Esta paradoja del proceso de modernización abre grandes oportunidades de inversión. En las últimas décadas, la adquisición de viviendas y de suelo urbano ha sido un imán para inversores grandes y pequeños en todas la grandes urbes del mundo. En su libro Planeta de Ciudades Miseria, Mike Davis aporta infinidad de datos sobre el negocio de la infravivienda en conurbaciones como Ankara, El Cairo, Accra, Dacca, Sao Paulo, Quito o Nairobi. Los expulsados del campo por las transformaciones de la producción agraria y por la acumulación de tierras en manos de grandes terratenientes emigran a las ciudades donde sólo pueden permitirse pagar el alquiler de infraviviendas o de pequeños terrenos para edificar sus chabolas.  

Sobrevivir de las migajas de las ciudades globales requiere encontrar un lugar donde vivir. Los salarios de explotación o los ingresos inestables de actividades económicas marginales no permiten acceder a una vivienda propia ni en las ciudades miseria del sur, ni en las ciudades marca globales del norte. En estas últimas, la oferta de alojamientos insalubres ha crecido en paralelo al incremento de personas sin techo y de la exclusión residencial en todas sus formas. En Barcelona o en Madrid, bajo el nombre de “estudio” se ofrecen agujeros en los que disponer de una mesa para comer es un auténtico lujo.  

Proporcionar nichos para dormir, viviendas insalubres o habitaciones sobreocupadas a precios desorbitados no es ninguna solución a la exclusión residencial. Por mucho que se vista de innovación social de diseño, cobrar 250 euros por un agujero hexagonal donde dormir es someter a los inquilinos a una doble explotación: la de unos empleadores que pagan salarios que no permiten escapar de la pobreza y la de unos propietarios que aprovechan la necesidad para aumentar la rentabilidad de cada metro cuadrado de ciudad.

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