Senyor_J
La situación política en Cataluña ha entrado en un callejón del que resulta difícil apreciar las salidas. No porque no las haya, sino porque resultan poco transitables y porque los últimos acontecimientos no están ayudando a ello. La conducta implacable del juez Llarena y su voluntad de encausar por rebelión un amplio número de políticos catalanes se ha concretado la última semana en el retorno a la prisión de Turull, Rull, Bassa, Romeva i Forcadell, a lo que ha seguido la detención del expresident el pasado domingo por la policia alemana y la de Clara Posantí en Escocia. Todo ello, en medio de un proceso de investidura sin posibilidades de Jordi Turull, que quedó interrumpido por su encarcelamiento y que ya ha puesto en marcha el reloj de la investidura. Se cumplen así cinco meses de aplicación del artículo 155 y de suspensión del autogobierno, con un Parlament convertido en un órgano figurativo por su incapacidad de formar un Gobierno viable.
Paradójicamente, la situación de intensa crisis institucional que vivimos es muy diferente de la que se anunciaba unos meses atrás. El pasado mes de septiembre asistíamos al embrión de desarrollo de una nueva legalidad catalana que decía pretender establecer las bases de una nueva institucionalidad y con ella de un nuevo Estado. Hoy, las pretensiones de constituir una republica han derivado en la pérdida de control de las instituciones autonómicas y el encausamiento penal de gran parte de sus promotores. Como resultado de todo ello, a lo largo de las últimas semanas hemos asistido a un proceso de retroceso en la credibilidad del espacio soberanista, que sin embargo no es lo bastante intenso como para abordar con todas las consecuencias la formación de un nuevo Gobierno. Desde el 21 de diciembre pasado, las carencias políticas y de relato de los dos partidos soberanistas ganadores de las elecciones se han hecho más que evidentes. Se ha revelado que las promesas de resistencia y de despliegue republicano estaban vacías de contenido, que la épica de la resistencia no va acompañada de las incomodidades y voluntad de sacrificio que toda resistencia real impone. Por el contrario, la historia del Procés ha sido un relato de héroes con escasas competencias heroicas, que han acabado siendo mártires contra su voluntad, mientras el resto de timoneles intenta navegar en medio de una tormenta política y judicial que les impide concretar un rumbo.
Así las cosas, la clave del punto muerto son los dilemas superpuestos que afectan al soberanismo. El primero y más obvio es el del retorno a la normalidad institucional. Hacerlo es una obligación evidente para todo el mundo, por esa necesidad de recuperar un Govern que retome la gestión de sus competencias y que permita poner punto y final a la intervención vía artículo 155, no solo por lo indecorosa políticamente que resulta para un territorio que lleva siglos predicando que el autogobierno es su razón de ser, sino por las evidentes dificultades de gestión y decisión que implica dirigir esta autonomía desde los Ministerios. Pero ese retorno a la normalidad tiene un alto coste en forma de obligación de poner fin a la crisis institucional y a la reivindicación, entre republicana y antijudicial, centrada en proponer presidenciables encausados, sin ninguna posibilidad de ser elegidos. Con encarcelamientos calientes encima de la mesa, la profundidad de este dilema no hace más que crecer.
El otro gran dilema entronca con el anterior y tiene que ver con la cohesión del soberanismo. Que en el soberanismo existen hojas de ruta y propuestas estratégicas claramente contrapuestas es un hecho, pero la dinámica de los bloques sigue estando vigente. Junts y ERC han seguido apostando hasta la fecha por un gobierno formado por ellos al que diera apoyo la CUP, sin decidirse a explorar otras opciones de amplio espectro. La CUP ha dejado claro que formalmente su estrategia es de ruptura, de profundización de la crisis institucional y de desarrollo republicano, lo cual seguramente no tenga demasiadas implicaciones prácticas, pero resulta muy útil para su objetivo de hacer quedar como traidores a aquellos que osen desmarcarse de la estrategia rupturista. ERC parece ser el partido más decantado a transitar caminos más posibilistas, lo mismo que el PDECat, pero el núcleo más puigdemontista de Junts no está por la labor. Todo ello se mezcla con la voluntad irrenunciable de Junts de ser ellos los que designen al presidente, mientras que la posibilidad de formar Gobierno sin pagar el peaje de la CUP pasa por unos Comunes que no están nada dispuestos a firmar eso. Más lejos se sitúa aun la posibilidad de ampliar el espectro de la colaboración gubernamental hacia el PSC, puesto que su condición de partido del 155 lo hace imposible excepto si los bloques vuelan completamente por los aires, cosa de la que andamos lejos.
Así las cosas, la última oleada de detenciones abunda en el punto muerto, en tanto que la aplicación de la prisión provisional genera, a pesar de las voluntades individuales que puedan haber, un enorme efecto cohesionador alrededor de un «más de lo mismo», sellado por la presión social de las base soberanistas. Y ello, a pesar de todas la promesas incumplidas y de todos los resultados no alcanzados. Es importante subrayar el peso del contexto y hay que insistir en las limitaciones de las voluntades personales. Aunque hoy sea ya una obviedad que hay que formar Govern, las condiciones atmosféricas lo pueden hacer imposible. Aunque nadie quiera ir a unas cada vez menos descartables nuevas elecciones, especialmente por su incierto resultado y por su inutilidad para superar la situación, la incapacidad de poner la realidad por encima de los relatos, de las ilusiones y de la ficciones épicas puede no dejar otra alternativa.
Teniendo en cuenta todo ello, los llamamientos al diálogo y al acuerdo son hoy más necesarios que nunca, pero no llamamientos formales y vacíos de contenido, sino propulsores de un profundo cambio en el marco de lo que discutimos, para salir de una vez del punto muerto en dos simples pasos. Primer paso: diálogo y acuerdo entre las fuerzas catalanistas para recuperar el autogobierno, mediante una propuesta de Govern y President que pueda ser apoyada por todas las partes que tengan que implicarse. Con ello, renuncia implícita a la unilateralidad, sin que ello implique renunciar también a la legitimidad de defender proyecto independentistas dentro de vías políticas transitables. Segundo paso: diálogo entre las fuerzas parlamentarias catalanas y españolas contrarias al uso excesivo de la prisión provisional y a la judicialización de la política, para establecer un marco político que permita, por una vía u otra, evitar la privación de libertad a corto, medio y largo plazo de las personas en prisión.
Ambos pasos implican renuncias importantes para los dos principales actores del soberanismo, pero son mucho más fructíferos a largo plazo que el obstruccionismo de corto recorrido y la procastinación política en que parece encontrarse el oasis catalán. Es la hora de dejar de lado la competición interna soberanista y la dinámica de bloques para empezar a gozar de alguna victoria colectiva.
No veo diálogo posible para evitar la privación de libertad. Lo judicializado no se puede ya desjudicializar. No hay marcha atrás. Los procesos judiciales son largos, y para los indultos hace falta sentencias firmes, voluntad política, consenso social… hubo la posibilidad de una solución política, pero el 30 de octubre de 2017 se dinamitó y se decidió cerrar esa puerta. El independentismo catalán está acorralado. Pese a que intentó recular, sólo le han dejando como salida una huida hacia adelante.