Juanjo Cáceres
¿Lo escuchan? Es el silencio. El silencio que deja la marcha de Pablo Iglesias. Pero la voz que ahora se vuelve silente no es aquella que alertaba del fascismo, fácilmente sustituible por cualquier otra en un contexto de expansión del mensaje de la ultraderecha, sino aquella otra capaz de arrastrar millones de votos hasta convertir la democracia española en un sistema realmente pluripartidista. O aquella que advertía que la moción de censura y un gobierno de coalición de izquierdas eran el único camino para satisfacer los anhelos y necesidades de millones de personas tras una década de austeridad. Y sobre todo, lo que diferenciaba fundamentalmente esa voz de cualquier otra voz, era su efectividad, la capacidad de hacer realidad lo que se verbaliza y que no se quede solo un simple discurso o relato.
Afrontar los problemas que nos afligen sin esa voz va a ser mucho más complicado, más aun después de que el martes 4 de mayo el bloque de izquierdas sufriera en Madrid una derrota sin paliativos. Las consecuencias a largo plazo de esa derrota en esta fase aparentemente final de afectación de la pandemia -a la que quedarían tan solo 100 días más en nuestro país según el presidente del Gobierno- bien pueden ser inconmensurables. Sus efectos a corto plazo, en cambio, son fácilmente contrastables en experiencias como las vividas la noche del sábado al domingo en tantos rincones del país. No se explica solo por esta, pero esa secuencia que empieza con una gran victoria electoral de Isabel Díaz Ayuso y que prosigue cinco días después con un desparrame festivo, proclamando el rechazo frontal a seguir manteniendo las medidas de prevención de contagios, ilustra, con la misma intensidad que la marcha de Pablo Iglesias, el punto de inflexión en que el país entró el 4 de mayo.
Y aún hay más cosas que lo dibujan. Las primeras encuestas posteriores empiezan a visibilizar una posible mayor intención de voto al PP que al PSOE en unas futuras elecciones generales. Tiempo habrá para ver cómo evolucionan esos indicios y para revisar otras informaciones contenidas en esos cuestionarios, pero en esta época de negacionismos varios también sería bueno no descalificar el poder predictivo de los estudios demoscópicos, que tan eficaces se vienen mostrando últimamente, al menos, para predecir tendencias de fondo.
El panorama viene complicado y da para muchos análisis e inquietudes, pero ante todo obliga a contestar tres preguntas: cómo hemos llegado hasta aquí, qué va a pasar a partir de ahora y qué podemos hacer al respecto. Es especialmente importante respetar el orden y rechazar la tentación de responder la última sin haber hecho un examen suficientemente ponderado de la primera y de la segunda. A día de hoy, no obstante, está pasando lo contrario y casi siempre por parte de gente que poco ha hecho antes para anticipar o prevenir tan funesto escenario. Cuidado, pues, porque ni los heurísticos habituales ni las nuevas abstracciones improvisadas (como esa de la nueva identidad madrileña ayusista) nos darán probablemente las claves relevantes.
Desgranar los factores que han propiciado este nuevo escenario que empieza a dibujarse ante nosotros es tarea ardua. Unos días atrás yo intentaba exponer con cierta sutilidad que probablemente las estrategias adoptadas nos hacían caminar hacia el abismo. Recordaba que había una identificación superior del electorado de Madrid con posiciones conservadoras y que ese no era el mejor terreno para poner a Pablo Iglesias al frente de la resistencia. Advertía, con cierta claridad, que polarizar la campaña era un error, puesto que, como ha acabado pasando, existían amplios sectores en Madrid que si se movilizaban con intensidad apostarían por opciones conservadoras. Temía que esa polarización lastrase las opciones de las otras dos candidaturas de izquierdas, pero no esperaba un retroceso tan alto de la candidatura socialista, pese a que ya describía a su cabeza de lista como alguien con innumerables carencias. Al final, la candidata de Más País demostró ser la mejor adaptada a unas condiciones claramente adversas, cosa que tampoco resultó demasiado sorprendente.
La batalla de Madrid ha acabado siendo el recurso táctico que buscaba toda la derecha para avanzar en su estrategia de acoso y derribo al Gobierno de España. Toda la resistencia que con razonable éxito se había planteado en el primer año de pandemia y que había mantenido a los atacantes con escaso eco más allá de sus escaños del Congreso, se ha venido abajo con un encadenamiento de malas decisiones. Unas malas decisiones que empiezan con el intento de desestabilización de los gobiernos autonómicos, que tiene a Murcia en el epicentro. Prosigue con una réplica, que se ha revelado brillante, en forma de adelantamiento electoral en Madrid, que conduce a uno de los bastiones del gobierno de coalición a la arena electoral, su vicepresidente segundo. De ahí pasamos a una campaña pasada de vueltas en la que las medidas restrictivas contra la Covid19 se ponen en el foco con mucho mayor éxito que las reivindicaciones antifascistas y donde fluyen todos los relatos ayusistas sobre una población mejor predispuesta ideológicamente que en otros lugares y sobre todo muy agotada por la pandemia.
Es frecuente que se infravaloren los efectos políticos de una derrota electoral o incluso que se confundan. La dimisión de Pablo Iglesias de todas sus responsabilidades es uno de ellos, aunque colateral. Su marcha es ante todo una muestra de fidelidad a sus propias convicciones y una prueba más de los parámetros éticos que lo caracterizan: haya sido o no acertado su aterrizaje en campaña, sus logros todos estos años y la manera de conseguirlos merecen la mayor admiración, al menos, para cualquier persona que se identifique con los derechos y políticas que defiende.
Los efectos a los que yo me refiero tienen más que ver con el hecho de que los dos actores del Gobierno de España sufren la derrota de forma especialmente intensa, ya que ni el uno ni el otro serán la primera o segunda fuerza en la Asamblea de Madrid. Los resultados electorales también fluyen sobre el cuerpo electoral, pero no el de la Comunidad, sino en el de todo el país, porque la campaña se ha estatalizado de forma excesiva. En parte es inevitable, porque Madrid es Madrid y es lógico que un proceso electoral anticipado gane mucho peso en la agenda política e informativa del país, pero en parte ha sido una apuesta buscada y una forma de conducir la campaña por parte de ciertas fuerzas políticas. La consecuencia será que la decisión individual de voto en futuros comicios se tomará teniendo en cuenta este resultado y ello descartará algunas opciones entre algunos votantes.
La renovación en la presidencia de la vilipendiada Ayuso, el abandono del vicepresidente segundo del Gobierno, la caída del PSOE de Madrid bajo mínimos históricos, el sorpasso de Más Madrid… ¿Quién se iba a imaginar todo esto el 14 de febrero, cuando en Catalunya se resolvía también un duelo político marcado por la guerra en torno a la fecha electoral, el efecto Illa y la pugna por la presidencia entre ERC y Junts? Una pugna esta última que sigue abierta en canal, que transita por caminos inciertos y que bien podría culminar en una repetición electoral. Otro síntoma, por cierto, de descolocación de las fuerzas políticas y de problemas de comprensión lectora de ese libro que llamamos la realidad.
Es prematuro hacer demasiados pronósticos y habría que hablar de muchas más cosas, pero baste lo dicho hasta aquí para concluir que hay muchos motivos para el pesimismo, al menos entre los que pensamos que la composición actual del Gobierno de España es el bien más preciado a proteger y que es mucho más importante que cualquier ciclo político imaginario o teórico. Porque es allí, al fin y al cabo, donde se toman las decisiones que afectan a la vida de la gente y donde hay que intentar seguir tomándolas durante el mayor tiempo posible con un intensa sensibilidad social y progresista. Pero ahora ese gobierno tiene un frente de ataque abierto y conociendo a las fuerzas de la derecha, cabe esperar un intenso acoso con la voluntad de forzar un adelantamiento electoral.