Alfonso Salmerón
Hay una colosal nostalgia en la languidez de los días de finales de agosto. Un tiempo que se arrastra, como aquellas olas que parecen no llegar nunca a la orilla de septiembre. Un tiempo que siempre tiene algo de irreal, se acaba.
Cuando empieza el curso a menudo me asalta la duda sobre si agosto realmente existió. Un mes que le debemos sin duda a un animal casi mitológico como es el movimiento obrero. Acaso las vacaciones pagadas sean la última trinchera de un mundo en descomposición.
En esta última semana de vacaciones, el tiempo se te engancha a la piel como la arena fina de la playa. ¿Cómo querer desprenderse de un tiempo que al fin fue plenamente tuyo? La libertad es un espejismo de treinta días naturales para aquellos quienes todavía tienen un puesto de trabajo a jornada completa y contrato indefinido. Un columpio en el jardín cuyo balanceo te conecta directamente al ritmo apócrifo de los días felices de la infancia. Una atalaya hasta donde los ecos de la sucia realidad llegan amortiguados por un filtro invisible.
Desde esa atalaya particular hemos visto pasar este verano una actualidad inusual para estas fechas. Desde la ampliación del aeropuerto del Prat a la victoria de los talibanes en Afganistán pasando por la salida de Messi y acabando con la subida del precio de la electricidad, con el telón de fondo del COVID, que ha seguido cobrándose vidas durante las vacaciones. Agosto se acabó y la realidad nos espera, ahora sí, sin dilaciones ni treguas. El lunes, el despertador volverá a sonar a las seis de la mañana y el filtro que amortiguaba su impacto, caerá con él. No, no fue un mal sueño.
Vayamos por partes, sobre el aeropuerto, parece que hay acuerdo entre AENA y el Gobierno autonómico de Catalunya para ampliar el aeropuerto destruyendo unos espacios naturales de un gran valor ecológico. Sí, en plena pandemia. Sí, con la actividad de los vuelos comerciales bajo mínimos. A pesar de los informes que advierten sobre la necesidad de reducir drásticamente las emisiones, desgraciadamente. Contraviniendo las directivas europeas de preservación del Medio Ambiente, increíblemente. Con premeditación y alevosía, la Generalitat de Catalunya y el Gobierno de España, se ponen de acuerdo sin buscar el más mínimo consenso ni dentro de sus ejecutivos, ni fuera de los mismos, con la comunidad científica ni con el tejido asociativo del territorio.
En lo deportivo, la salida de Messi fue para los barcelonistas como una de esas pesadillas que te dejan al día siguiente una sensación de irrealidad que no consigues quitarte de encima. Más allá de la nefasta gestión económica y deportiva del club catalán, la salida del mejor jugador de todos los tiempos hacia la liga francesa es también una imagen que simboliza la crisis del fútbol tras la pandemia. Los contratos multimillonarios de las grandes estrellas sólo parecen poder ser financiados ya por los dólares que provienen de los emiratos árabes que han encontrado en el balompié un excelente cobijo para el blanqueo de sus negocios y de sus más que dudosas políticas de derechos humanos.
Duele ver a Messi con otra camiseta, sin embargo, nada duele tanto como Afganistán, que simboliza el fracaso de las políticas del inexistente nuevo orden internacional. Veinte años de intervención militar de Estados Unidos y sus aliados que no han servido absolutamente para nada. La sobreactuación del a administración Bush tras el 11-S que inspiró la intervención militar en Afganistán y finaliza ahora con la retirada de las tropas por parte de Biden ante el silencio internacional, han significado la restauración del régimen talibán y vuelven a abrir una nueva crisis de refugiados que pone en jaque a la Unión Europea ante la pasividad de la ONU. Las imágenes que nos llegan de Kabul nos recuerdan a Siria, el otro avispero del mundo al que hace tiempo que Europa dejó de mirar. “Los afganos somos parte del mundo, no nos olviden” clamaba una periodista afgana estos días. Los cientos de miles de afganos que han marchado de su país en las últimas semanas y los otros tantos que intentan hacerlo, no son meros inmigrantes, son refugiados políticos con derecho de asilo, conviene no olvidarlo.
Duele Afganistán, como antes nos dolió Siria y nos avergüenza nuestra capacidad para el olvido. Occidente se asemeja cada vez más a una de esas exclusivas urbanizaciones donde residen las élites económicas atrincheradas en sofisticados sistemas de seguridad para impedir que la lucha de clases no se cuele en sus jardines en forma de delincuencia. La distribución de los recursos siempre es el telón de fondo de un orden mundial en descomposición que corre el riesgo de perder sus últimas referencias éticas, como vimos en Siria y estamos viendo en Afganistán. Ante los grandes dilemas que plantea la multilateralidad que surgió de la de la economía globalizada, la vieja Europa no puede responder cerrándose al mundo, sino, todo lo contrario, abriéndose a él. No hay nada que se eche más en falta estos días que la esperanza. La cultura hegemónica del nuevo orden que liquidó las viejas utopías del siglo pasado no ha sido capaz de construir nuevos imaginarios colectivos a nivel planetario. El nuevo individualismo que encarnó Trump y los populismos de extrema derecha en Europa abogan precisamente por un mundo cada vez más estrecho y llama a la movilización silenciosa que defienda esos privilegios de clase. Una respuesta que funciona como mecanismo de defensa ante el caos. Frente a ello, es más importante que nunca recoger el testimonio fundacional de la Europa que surgió de la segunda guerra mundial y refundar instituciones de cooperación a nivel mundial.
Y para acabar, el recibo de la luz. Mucho hemos leído estos días sobre la cuestión. Más allá de cuestiones técnicas referentes al cálculo del precio y al funcionamiento del mercado libre, cabe preguntarse por qué ahora. Resulta curioso cómo desde el Partido Popular y desde determinados grupos de comunicación afines a la derecha más rancia, defensores a ultranza del neoliberalismo económico, se atiza a estos días al gobierno por la tarifa eléctrica, llamando a la vez a la rebelión social al respecto. En ese sentido, conviene no olvidar los nombres apellidos de algunos ilustres que se sienten en los consejos de administración de las principales eléctricas del país. Mientras el Banco de España alertaba sobre los potenciales riesgos que supuestamente pudiera tener para la competitividad de nuestra economía la subida del salario mínimo, todavía no hemos escuchado a sus directivos, ni a ningún miembro de la Patronal, opinar sobre el impacto que el precio de la electricidad pueda tener sobre la economía. Curioso, ¿verdad?
La subida del precio de la electricidad encierra varios debates de cuyo correcto enfoque va a depender la gobernabilidad del país y la viabilidad del gobierno de coalición. Conviene atender a todos y cada uno de ellos, atendiendo a dos cuestiones de fondo. Por una parte, el deber constitucional de garantizar el acceso universal a los bienes básicos de consumo y por otra parte, el papel que debe tener la sociedad en su conjunto, y la administración pública en particular, en el diseño del nuevo modelo energético. ¿Queremos ser meros espectadores de la irrupción de un nuevo modelo energético en el cual el capital privado se encargue de la producción y la distribución de la energía sin atender a criterios de sostenibilidad social y ambiental? O por el contrario, ¿queremos ser protagonistas y por tanto, aprovechamos la oportunidad para hacer de la energía verde un sector estratégico que, explorando diferentes formas de colaboración público-privadas con criterios de sostenibilidad social y ambiental evita la fuga del valor generado y lo ponga al servicio colectivo? Ése es a mi juicio el debate de fondo que debe emprender el gobierno haciendo partícipe a la sociedad en su conjunto y eso implica tanto a la producción como a la distribución. Se trata de preguntarnos sobre qué empresas deben hacerlo, qué participación debe tener la sociedad (empresas públicas, cooperativas energéticas, autoconsumo…), y qué rol deben jugar las administraciones públicas para garantizar que el valor generado no se disocie del territorio.
Empezaba el artículo recordando el papel del movimiento obrero en la consecución de los derechos laborales y me gustaría concluirlo apelando a la esperanza, porque los proyectos de futuro a los que nos atrevamos a imaginar desde su inspiración, serán sin duda, nuestros derechos del mañana. Sería bonito ponerse a ello. Feliz inicio de curso.
La actualidad va tan deprisa que lo del Prat ya no es.
A primera vista se conlleva mal querer reducir las emisiones un 50% en nueve años o el principio de «no dañar significativamente el entorno» con ir ampliando por ahi aeropuertos ya grandes. Estos recursos europeos para inversiones no se han hecho tanto par ampliar infraestructuras como para otras cosas.
Como el mundo se ha movido tan deprisa en apenas un par de años, y en unas circunstancias tan particulares, no hemos vivido en su intensidad real el conflicto que se produce cuando se quiere adoptar una agenda «verde» realmente ambiciosa. En mi opinión el planteamiento que se ha hecho es un poco ingenuo o diciendolo de otra forma, no nos hemos puesto realmente a pensar y exponer los costes reales de este proceso. Vaya por delante que el que les escribe está -o eso le gusta creer- listo para cualquier cosa.Pero tenmos por delante cosas como precios de varios bienes o servicios que consieramos indespensables y son relativamente baratas con mas que posibles trayectorais al alza a medio plazo (electricidad, combustibles, viajes en avion, por ende gasto turistico, posiblmente carne, posiblmente todo lo que no sea produccion local ect). También tenemos por delante posibles regulaciones sobre elementos que consideramos consustanciales a una vida acomodada (determinados tipo de automóviles, quien sabe si restricciones al uso de aires acondicionados, etc). también que determinadas actividades economicos, o proyectos economicos dejen de ser operativos por razones mediambientales (vease Prat, pero puede haber más, por ejemplo, todo lo que esté relacioando con el gas) y encima tenemos por delante tanto vivir los efectos perjudiciales de haber hecho poco en treinta años, como llevar a cabo todos los sacrificios y/o pequeñas molestias de volvernos sostenibles.
Ojo, y eso remando todos en la misma dirección. Si a todo esto le pones encima lo facil que es jugar a la contra de esta agenda: (vease por ejemplo lo facil qeu es decir «salgamos de cañas» cuando te tienes que quedar en casa pq hay una pandemia), que sencillo es capitalizar el descontento, o a la bruto (practicando el negacionismo) o a lo suave (jugando a la rebaja, al matiz al escamoteo) te das cuenta de todo lo que nos queda por delante,
De como convertir este mundo en otro que se base en que el hombre del hombre es hermano y que así la tierra sea un paraíso, patria de la humanidad, pues ya iremos hablando.
La ambición de control social , de comprensión total de los procesos que encajen en una teoría unitaria es propia de las utopias con sesgos más inhumanos , siendo la utopía tan humana como el enamoramiento y sus reflejos.
El último párrafo del rapsoda Laertes produce rubor.
Pero si hablamos de aeropuertos y sus ampliaciones , me conmueve la petición del presidente de Foment llamando al combate para lograr algo importante para Cataluña y su futuro y la desidia de este gobierno en descomposición.
Pues sí, las vacaciones de verano parecen lejanas y como apunta también Laertes los cambios necesarios en la forma económica se hacen muy complicados. Me parece que lo superfluo se ha convertido en barato y lo necesario muy caro y lo confiamos todo a la magia de las tecnologías verdes para las que no habrá suficiente material (hierro, aluminio..) para corregir el rumbo.