Aída dos Santos
Nací en 1992 y llevo toda la vida considerándome joven. He sido la cuota joven, la cara joven, la nueva y la pequeña tanto tiempo que se me olvida que pronto cumpliré mis últimos veinte. Una de las escenas con las que más mayor me siento es cada vez que abro Telegram. Yo abro Telegram y el reflejo de la pantalla del móvil me devuelve la imagen de una señora con el pelo cardado, los labios pintados de rosa, la raya del ojo de color azul y fumando Ducados.
No entiendo nada de esos chats, no acabo de pillarle la gracia a los mensajes editados ni entiendo porque hay que borrar mensajes enviados. El infierno tiene un lugar especial reservado para la gente que tarda en contestar por tocar los cojones. Del mismo modo, hay una ración de oreja perfectamente cocinada a la plancha en el cielo aguardando a esos seres de luz que te responden a los ja, ja, ja, acaban las frases con un interrogante o se despiden antes de dar la conversación por finalizada.
Pienso que con los sms éramos más educados, todos acababan con Bs.Cntxfa. y el otro, contestaba. O al menos, identificábamos mejor la falta de interés, si no era capaz de dedicarte quince céntimos, le tarifabas rápido. El WhatsApp es gratis y aún excusamos a los crápulas.
La posmodernidad se me está haciendo muy larga.
Me gustan los canales de periodistas que te enlazan a sus artículos sin anuncios. Me mosquea bastante la continua necesidad de Telegram de alertarnos sobre quien se ha instalado la aplicación… personalmente solo me sirve para recordarme que tengo números aún guardados de compañeros de instituto que me parecían gilipollas.
Entre esas alertas innecesarias, el otro día recibí una de una amiga, mi amiga Consuelo, que estudió conmigo en un sótano de Somosaguas y nos sacamos Ciencias Políticas compartiendo apuntes. Encontrarme con aquella alerta podría haber sido una fiesta, podría haber cogido el móvil y, entre el humo del tabaco negro que no fumo, pero con el que imagino cuando la tecnología me supera, haberle puesto un mensaje sobre las ganas que tengo de darle un abrazo y lo mucho que la echo de menos.
No lo hice. No lo hice porque Consuelo murió en octubre de 2017 cuando un conductor de rally encocado se salió de la carretera y se llevó por delante al público que jaleaba desde la horquilla.
Encontrarme con el número de teléfono de Consuelo, en mi agenda Conau, ya no recuerdo ni el motivo del chiste, junto a la foto de perfil de un hombre de mediana edad, calvo y en bermudas, me hizo reflexionar sobre qué pasará con nuestros perfiles cuando nos dé el apechusque y piquemos billete por última vez.
Yo recuerdo perfectamente la última actualización de mi amiga porque he ido sobre ella mil veces: sigue abierto su perfil de Facebook, de Instagram, de Twitter y su blog de instafood. Las últimas stories que compartió en Instagram fueron capturas del propio rallye, con ruedas patinando, rugidos de motor de fondo y los filtros de moda. Algunas noches, cómo esta en la que escribo, la echo tanto de menos que me voy a su blog a leer entradas antiquísimas sobre bares que seguramente ya no estén abiertos, leo y su voz me atrapa, leo y escucho sus uñas contra las teclas con la misma ímpetu y prisa con la que cogíamos apuntes en clase. Confieso que alguna noche le envié WhatsApps, como a un crush cuando vas borrachísima, pero con dudas sobre si quieres o no que te hagan ghosting. Porque quizá, literalmente un ghosting sería recibir respuesta.
Si mañana yo picase billete por última vez, también se quedarían abiertos un perfil de Facebook, un perfil de Instagram, de Twitter, de TickTok, un blog en wordpress, una página en academia.edu, un perfil de LinkedIn y de InfoJobs, suscripción en Netflix, FlixOlé y Deezer, un canal de Twitch y otro de YouTube, WhatsApp y Telegram, así como tropecientos artículos en media docena de medios digitales, como este que ahora leen sin saber muy bien de qué va, y yo les agradezco su paciencia.
Nos preocupamos, y con razón, por el contenido de nuestras publicaciones cuando estamos buscando trabajo. Mis experiencias en esas lindes han sido diversas y darían para otra crónica. Cuando aún moqueamos una ruptura somos conscientes y capaces de eliminar todo rastro de nuestras exparejas de las redes sociales.
Cada vez que visito los perfiles de Consuelo pienso en que eso fue lo último que quiso compartir y compartió. Pienso en que tendría mil fotos en la reflex preparadas para Instagram, pero que el algoritmo le decía que con una cada dos días le reportaba más visitas. Pienso en que iría a bares con unas tapas cojonudas pero con platos baratos del Makro que no encajan bien en su blog de foodie, imagino que aquel día el novio le despertó con un beso, o viceversa, y que el resto del mundo nos lo hemos perdido. Pienso en que tendría algún ensayo a medias en el ordenador, algún power point pendiente de maquetar y algún WhatsApp con el doble queck que no había querido contestar.
Lo que más pienso mientras me paso las noches en vela llorando su ausencia es lo poco que hablábamos antes de que pasara aquello. Me arrepiento todas esas veces de no haberle escrito aquel fin de semana. Porque yo estaba de vacaciones y me aburría mucho. Porque podría haberle dicho que aunque no podíamos quedar porque yo estaba en Madrid y ella en León, quería saber qué tal estaba, qué tal le iba el curro, el máster, el novio y la vida rural.
No me duelen las fotos sin publicar, las tapas sin recomendar o los capítulos que se dejó en Netflix a medias. Me duelen todas las veces que nos vimos, que nos sentamos en la terraza de un bar y apenas nos miramos a los ojos porque teníamos el móvil en la mano y el post de la copa de balón a medio publicar con la etiqueta definitiva, hashtagfeliz.
“La vida de los muertos perdura en la memoria de los vivos”, sostenía Cicerón.
La inmortalidad digital es el signo de los tiempos..
Debo de haberme perdido algo por el camino pero el dolor privado por la pérdida de un ser querido es recurrente en la literatura y no es sujeto de debate , al menos desde Homero : nos reconocemos humanos en todo , en el amor y en la indiferencia o en términos del refranero popular, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
El problema surge cuando hay alguien que intenta que su dolor sea especial , que su sensibilidad trasciende lo común y reviste honores de estado ; yo te entiendo , pero no conocía a tu prima , hermana , amigo , etc.
Lo privado , no una boda , no un bautismo , no las casullas y botafumeiros catedralicios , importa en los ritos de paso ; lo voy a decir claramente : al común de los mortales, ni siquiera digitalmente, nos importa una higa sus asuntos personales , sino su duelo , si acaso así fuera , por el hecho de formar parte de nuestra comunidad , por formar parte de un colectivo señalado , por haber mantenido la entereza ante la adversidad que el estado no pudo proteger o aliviar o porque la pandemia sigue su movimiento de guadaña .
No has entendido nada,Mr Mulligan.
Tienes unas cataratas del Niágara que te impiden ver más allá..
El Más Allá…jeje.
Pues a mí me ha encantado y si, cuánto mejor estaríamos disfrutando de los otros cuando los tenemos a mano en vez de desdeñar su compañía para entretenernos con el móvil. Para empezar, desactivar las alertas. A mí me funciona 🙂
Y bienvenida a la nueva articulista!
Oigan , es muy fuerte la sensibilidad y el dolor después de tres años ; una de dos , o nos conocíamos poco , en cuyo caso caso es difícil la intensidad de esas líneas o nos conocíamos mucho , y es difícil estar tres años sin contacto.
En cualquier caso hay que venir llorado y nunca descargar la culpa de nuestra indiferencia , si la hubiere , en las nuevas tecnologías, en correos , en la distancia o en lo bien que lo hubiéramos pasado tomando unos gin tónics verdaderos en vez de lo bien que estábamos haciendo otra cosa , algo perfectamente normal.
Hoy en dia los niños ,no juegan a las canicas .
Los jóvenes se comunican telepaticamente usando el móvil …ejem.
Los adultos se miran unos a otros y se preguntan por qué tienen que trabajar.
Los más inteligente se tocan las canicas mientras el humo se va ,tumbados a la bartola….ejem.
Pues a mí me parece que el dolor es personal y libre y que merece respeto con independencia de la opinión que a cada uno le merezca lo relatado.
Nada en la vida es más privado y menos libre que el dolor ; tan es así que solo termina con la cirugía , las drogas o en los casos extremos , con el suicidio.
La introducción del dolor en el mundo ha dado lugar a una rama de la teología , la teodicea, o còmo es posible que Dios , siendo infinitamente bueno , permite que un niño – símbolo universal de la inocencia – yazga inerme , solo y tendido sobre la arena de una playa , tras la asfixia de un naufragio , para la mirada conmovida del universo que lo contempla.
La Iglesia , que llega magníficamente con su inteligencia secular al principio de contradicción inherente al caso , tiene la capacidad -que no la razón – de poder refugiarse en el misterio de la providencia .
Solo nos tenemos a nosotros , perfectos seres humanos , para atemperar el dolor de los días y las horas terribles .
Yo defiendo la privacidad de las horas felices que procura el placer de nuestra existencia y la comunicación de nuestras almas que intiman como lágrimas de vino que se deslizan sobre un cristal de Bohemia y que no son compartidas con nadie más que con nuestro amor , y también sin cristales y broncas compartiendo enamorados la turgencia de una tortilla de patatas.
La vida fluye intensa en la privacidad ; no vivimos inmersos en la excitaciòn de un transvase entre dos ríos colosales, porque todo su exterior ,la vida pública , es sencillamente lo exterior al arte de vivir.
Dicho lo cual , querida Aida Dos Santos , le pido sinceras disculpas , si acaso puede deducir de mis palabras animadversión o indeferencia hacia su legítimo dolor.
Bienvenida
Bienvenida a la nueva articulista. Como les decían a los emperadores romanos «Que seas mejor que Trajano». (Es una cosa en plan bien)