Carlos Hidalgo
Cuando me han llamado para decirme que nos había dejado Gonzalo López Alba, vino a mi cabeza su voz, entre socarrona y triste, saludándome al teléfono: “hola, Glauco”. Y es que Gonzalo estaba tan bien informado que sabía cómo me apodaba mi amigo Julio Embid. Hablé con él la semana pasada. Me avisaba de un posible trabajo para mí y es que, desde que salí de Ferraz por segunda vez, Gonzalo trataba de devolverme a una redacción. Porque Gonzalo, que era de esa clase de periodistas que crees que sólo existe en las películas, quería que yo volviera a escribir y que volviera a ser periodista. Porque además me había leído y creía en mí. Y que un tipo como Gonzalo crea en ti te anima a ser mejor de lo que eres.
Gonzalo ha pasado por la mayor parte de los diarios respetables de este país, online y offline. Algunos, además, dejaron de ser respetables poco tiempo después de que Gonzalo saliera de ellos. Gonzalo conocía muy bien la profesión y no tenía reparos en compartir lo que sabía. Nunca quiso ser objetivo, pero tampoco quería engañar a nadie. Y mucho menos dejar que otros engañaran a los demás a través de él, que es una situación en la que todo corresponsal político se ve alguna vez, ya sea por accidente o por falta de escrúpulos. También sabía que ésta era una profesión precaria y bastante ingrata. En una época de cierre de medios no le faltaron sitios donde escribir, pero también ha vivido largas épocas sufriendo una precariedad indigna de su experiencia y con sueldo por debajo de los mil euros.
Su columna sobre los entresijos del PSOE, llamada “I nteriores”, ha sido uno de los más fieles relatos de la intrahistoria del Partido Socialista. Su afán por contar la verdad de las cosas le granjeó animadversiones y hasta enemistades. Más de un ego herido le ha querido secar las fuentes en el PSOE como castigo por sus columnas. A Gonzalo eso no sólo no le importaba, sino que realmente nunca le llegó a afectar en la manera en la que se pretendía. Pero cuando falló en su análisis -pensando en que Pedro Sánchez no ganaría de nuevo unas primarias-, admitió públicamente su equívoco y dejó su columna sin que nadie se lo pidiera. Por pura coherencia personal y sabiendo que renunciaba a una fuente de ingresos que necesitaba. Resumía su actitud con una frase de Jesús Maraña: “yo me equivoco pero nunca miento”.
También recuerdo su escepticismo y sus choques de viejo periodista con las redes sociales. Yo le predicaba convencido la buena nueva de las nuevas tecnologías, pero Gonzalo se resistía y no sin razón. Cada una de sus columnas era contestada con un tsunami de insultos y descalificaciones en los comentarios y en las redes. Gonzalo los afrontaba con una mezcla de aversión y de perplejidad. Yo trataba de quitarle importancia y bromeaba con él, diciendo que en Internet todo el mundo se comporta como si estuviera borracho y que nada hace quedar peor a un líder que el más entregado de sus fieles. Gonzalo me miraba fijamente y sonreía de medio lado, sin decir nada.
Y es que las redes no dejaban de ser una cosa poco seria. Mientras en los corrillos de periodistas hablábamos de chismes y de series de televisión, Gonzalo se concentraba siempre en alguna lectura complicada. Desde ciencia política a filosofía. Desde Tocqueville a Byung-Chul Hal. Pero nunca le vi presumir de lecturas, ni mirar por encima del hombro a nadie.
Gonzalo tenía ese afán por hacer felices a los demás que tiene mucha gente triste. Él se daba por imposible y se encargaba de querer evitar sufrimiento a los demás. Nunca le conocí optimista, pero nunca dejó de ayudar. Ni a mí, ni al resto de periodistas que tuvimos la suerte de poder pasar tiempo con él. Y la verdad es que no nos debía nada a ninguno de nosotros.
Cuando salí de Ferraz el julio pasado, lamentando haber tirado por la borda una vez más mi carrera de periodista, Gonzalo me llamó y me tuvo una hora al teléfono. “Glauco, la cosa está muy mal pero tú escribes bien y le tienes que sacar provecho”, me dijo. Repasó conmigo todos los sitios donde pudieran necesitar redactores, me dio todos los números de teléfono a los que llamar y sé que habló a la gente de mí. No colgamos hasta que no estuvo seguro de que me pondría manos a la obra de nuevo. No podía dar ninguna de las excusas de parado deprimido porque me pillaba en todas. “Tú sabes escribir y te tienes que poder ganar la vida haciéndolo, aunque te la ganes mal”.
La semana pasada me llamó. Que había una cosa a la vista, que no perdiese el tiempo y que llamase ya mismo. Es una sustitución y no será más de un mes. Y si al final sale, me dejaré la piel. Qué menos. Hasta siempre, Gonzalo, compañero. Estoy en deuda contigo y ahora no voy a tener manera de pagarte.
Impresionan los testimonios de quienes le conocieron. Que lástima de pérdida.
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Les doy las gracias a Julio Embid y Carlos Hidalgo por plasmar sus sentimientos de pérdida de un amigo como Gonzalo.
Uno que participa en este lugar de encuentro y debate democrático siempre ha sentido el respeto por los que de alguna manera formamos parte de este universo propio en manos de Mr Alguien..
Al fin y al cabo somos el recuerdo que dejamos.