Homenaje al higienismo sanitario

Juanjo Cáceres

La toma de conciencia de la importancia de las medidas higiénicas en la prevención de enfermedades transmisibles ha sido una de las claves fundamentales en el descenso en la mortalidad causada por las mismas. Es importante recordarlo en estos tiempos en que se nos insiste en la importancia de lavarnos constantemente las manos para intentar no ser transmisores del covid19 y para intentar evitar enfermar por causa del mismo.Dichas medidas han sido históricamente importantes cuando no se ha dispuesto de mecanismos efectivos para prevenir una afección (mediante vacunas, por ejemplo) o cuando el abordaje médico de la misma no ha sido lo bastante eficaz, como en el caso que nos ocupa actualmente. Esa ha sido precisamente la situación durante muchos siglos en lo que a enfermedades infecciosas se refiere. Por ejemplo, no fue hasta acabada la Segunda Guerra Mundial que la población occidental dispuso, por ejemplo, de vacunas accesibles y eficaces contra enfermedades como el tifus. Hasta entonces el tifus fue un terrible flagelo, especialmente en escenarios bélicos: el sitio de Baza durante la Guerra de Granada entre los Reyes Católicos y el reino Nazarí, la retirada napoleónica de Moscú, los ejércitos del frente oriental durante la Primera Guerra Mundial, la Guerra Civil Rusa… En esos, entre muchos otros escenarios, se produjeron muchos miles de muertes por el tifus. También en los guetos y en los campos de concentración nazi.

Pero más allá de las vacunas, la normalización del aseo y la higiene personal ha sido una barrera efectiva de difusión de este tipo de epidemias. Hoy se nos reclama una mayor atención a las medidas de higiene: el lavado frecuente, por un lado, en especial de manos, y por el otro, el uso de medidas preventivas de contagio, particularmente mascarillas y guantes. Pero los llamamientos a la población para prevenir contagios mediante el lavado frecuente también se daban reiteradamente un siglo atrás, para prevenir por ejemplo el contagio de fiebre tifoidea.

Fiebre tifoidea y tifus, por cierto, son dos enfermedades infecciosas que a menudo se confunden. La primera está causada por la bacteria Salmonella typhi y se transmite a través del agua y alimentos contaminados. El tifus, en cambio, causado por bacterias Rickettsia, se transmite principalmente a través de parásitos: pulgas, piojos, ácaros o garrapatas. Así, aunque tengan canales de transmisión distintos, las medidas higiénicas tienen efecto en ambas para frenar la propagación.

Actualmente, para un correcto lavado de manos, se nos sugieren una serie de pautas específicas. Cien años atrás los consejos higiénicos se centraban en lavarse con agua caliente y cepillo el conjunto del cuerpo. También el distanciamiento social se practicaba con las personas enfermas: se evitaba el contacto de pacientes internados más allá del personal sanitario, se protocolizaba la vestimenta de dicho personal y se sugería mantener a la persona enferma lo más aislada posible mientras duraba su convalecencia. Ello era especialmente importante ante la inexistencia de equipos de protección individual dignos de tal nombre, que hacían especialmente vulnerables a las enfermedades transmisibles a médicos, enfermeras y monjas, pero también a profesiones no sanitarias especialmente expuestas a contagio: lavanderas, trabajadores del textil, trabajadores del alcantarillado…

Pero lo que era clave en la prevención de la transmisión de la fiebre tifoidea era la higienización de los suministros de agua y de los productos alimentarios. Ello resultaba especialmente complicado cien años atrás en las ciudades, donde una deficiente gestión de los residuos y animales muertos y la convivencia con animales de todo tipo (gallinas y conejos en jaulas colocadas en balcones, cerdos criados en patios, lecherías con establos de vacas…) generaba periódicamente un gran número de infecciones.

En ese marco, la ciudadanía no solo debía cuidar su aseo personal sino aplicar medidas sistemáticas para minimizar riesgos de transmisión. En el caso de productos frágiles como la leche, que un siglo atrás ya se encontraba muy extendida en los hábitos de consumo urbano, un lavado deficiente de recipientes, una manipulación descuidada o la introducción de sustancias fraudulentas podía favorecer el contagio, por lo que se recomendaba necesariamente hervirla siempre antes de consumirla. Legumbres, frutas o verduras también podían verse afectadas por haberse regado por agua contaminada, pero también los productos de origen animal podían contaminarse fácilmente en las zonas de producción o en la manipulación posterior.

El principal foco de atención, no obstante, era el suministro de agua, cuya salubridad no estaba ni mucho menos resuelta cien años atrás. Era a menudo con la aparición de picos de infectados de fiebres tifoideas o tras incrementos súbitos de la mortalidad cuando se llevaban a cabo análisis microbiológicos específicos y se intensificaba la prohibición de usar pozos y otras instalaciones sospechosas para el consumo de agua.

Solo un mejor conocimiento de las formas de transmisión bacteriológica, la mejora de las canalizaciones y depósitos y del control del agua en origen, así como en los sistemas de suministro, hizo posible alcanzar un control efectivo de estas epidemias. Pero hasta entonces, las únicas medidas efectivas de contención y prevención dependían de las medidas higiénicas individuales. Como ahora.

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