Imágenes

Arthur Mulligan

Siempre me ha gustado la ciudad de Barcelona
La primera vez llegué en barco desde Ibiza junto a unos compañeros de la universidad en donde, desde una acelerada adhesión que crecía a medida que nos poníamos morenos y solo por unos días castamente nudistas -a pesar de las alargadas sombras que proyectaban unos tricornios acharolados sobre la arena luminosa, o tal vez por eso mismo- soñábamos con vivir en Europa, que éramos daneses o más sofisticados hiperbóreos, y si la isla había sido nuestra costa azul a falta de otra edad, pasaportes y dinero, Barcelona habría de ser París y las calles de Gracia nuestros boulevares favoritos. Una auténtica revolución para la mirada.

Éramos jóvenes viajeros procedentes de una ciudad castigada y consumida por Altos Hornos y Astilleros, levítica e influida tanto por inquietantes memorias unamunianas como por los reverendos padres jesuitas, fanáticos nacionalistas adoradores de Mammón; un Bilbao que de espaldas al mar y aterrado por la suciedad del Nervión concentraba su ocio en el paseo por calles repletas de droguerías de esas que vendían perfumes a granel o por pequeños locales repletos de lámparas de flexo, en donde se recogían puntos a las medias junto a ropa interior femenina penitencial y mayormente de una aspereza tan poco sensual como la uralita .

Al contraste de sabores que siempre ofrece una ensalada urbana, se unía en esta ocasión, el aporte mental de cada cual con imágenes picantes que van desde lecturas incipientes de la historia social del país -desde una perspectiva marxista, claro está- hasta el empaste con las excelentes fotografías de Colom o Centelles de la vida popular en las calles que terminan en el puerto. También había sus notas de angostura española en el estilo neomudéjar de su plaza de Toros, en los olores de la Boquería y en la rumba flamenca que sonaba en las voluminosas vitrolas.

Pero sin duda, era el Eixample y su maravilloso diseño el lugar de la utopía, de lo mejor que puede dar de sí una ciudad. Uno sentía (y siente) la combinación de tránsito y descanso que la burguesía asignaba a las grandes ciudades en donde expresa su voluntad de reinar, con las claras y ordenadas reglas de un deporte tan distinguido como el tenis, de los pocos en que se permitía sudar un poco, contrario a su permanente inclinación por deportes con cierta comodidad como la vela, la hípica o el esquí.

Una ciudad rica y habitada por personas cultivadas, cuna de numerosas editoriales. Una ciudad que hasta ayer gustaba de la vida privada y la prensa seria. Una ciudad que invita al paseo, al antiguo comercio Mediterráneo y a la conversación entre poetas.

Entonces ¿qué ha ocurrido?, ¿por qué estas periódicas convulsiones bárbaras que siempre terminan mal?, ¿son esos personajes que dirigen sus instituciones el resultado de lo que se cuece entre sus muros?

Pues bien, como nunca te abandona la primera impresión de una ciudad, he querido comprobar si los enemigos de la vida republicana (algo que se mantiene como verdadera tradición en las monarquías constitucionales del Norte) han socavado los muros de esta Bizancio de mi juventud y por eso he vuelto al comienzo de este 2020 para renovar la fe en sus valores.

Antes hemos visitado Vich y Gerona, dos bellas ciudades de cuyas fachadas medievales cuelgan oriflamas, dazibaos, efigies y caricaturas de los próceres modernos que no logran convencer de la opresión que ocasiona la riqueza antigua y sí de lo bien que volverán a encontrarse esas paredes desprovistas de tanta lona patriotera.

Parece un suicidio moral, una locura colectiva en infame resonancia; un ansía de gloria desde torres restauradas para mejor observar su destrucción. El olor de múltiples charcuterías rebosantes de butifarras nos llena de la esperanza que propicia la resurrección de la carne y que como un buen chubasco disuelve las manifestaciones hostiles al simple arte de vivir, común a la península.

La gente es educada, convive con sus costumbres que nadie ni nada cuestiona, como todo hijo de su tierra, y acepta los numerosos estudiantes extranjeros que disfrutan de paisaje y paisanaje. Es la nueva identidad de los europeos, la convivencia en la diversidad ¿dónde está el problema?

Para cuando llegamos a Barcelona todos nuestros temores han desaparecido: amplias avenidas, contenedores ignífugos, ausencia de jóvenes con túnicas esteladas y también pequeñas calles en el Gòtico con minúsculas librerías de cultura pop, esoterismos varios y horribles dibujos de manga con héroes aniñados.

Se ha retirado el engendro diabólico del belén de 98.000 € ofrecido por la secta municipal «Satán es mi Seño » y por lo demás encontramos ciudad y habitantes en su estado natural, amable y acogedor, pero en la prensa no aparece la fiebre cultural de otro tiempo.

Las galerías de arte han menguado por la fiebre alta de los alquileres y también las librerías; fuera de la restauración y el Liceu, el ambiente se torna escaso e insípido.
Por eso volvemos a Casa Leopoldo en plena temporada de alcachofas sintiendo la mirada serena de Vázquez Montalbàn.

Algo tiene que ocurrir para que todas esta buenas gentes se exciten; no sé qué podría ser. Tal vez que alguien salga de un soportal y con cara de taumaturgo les diga: «La Masía no se toca» y entonces, en lugar de preguntar quién quiere hacer semejante cosa, se inflamen sus peores instintos y despierte el denominado efecto Mateo, por la frase (Mt 13, 11-13), «al que tiene se le dará más y tendrá en abundancia, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que no tiene». Tal y como señala el profesor Martín Alonso en su libro No tenemos sueños baratos, «una vez que se acepta la tesis de que una mayoría aplastante de catalanes es favorable a la consulta, no hay manera de oponerse sin coste heroico: el mecanismo multiplicador desempeña aquí un rol mayor». O también, es un suponer, decir que «España nos roba» permite victimizar a quienes no están de acuerdo con la descripción de una situación colonial.

Fomentar la ignorancia es parte de la lógica del reparto no igualitario del poder y si hay hombres con capacidad de apoderarse del gobierno, lo harán. Para ello es esencial el control del discurso y éste aparece estrechamente relacionado con la capacidad organizativa. Un empleo relevante lo constituye ese microcosmos de organizaciones como Omnium y las distintas asambleas operantes mediante una estrategia que golpea al unísono. Sugerir la impotencia de cualquier tipo de reacción lo emparenta con la sumisión voluntaria. El mayor éxito del nacionalismo es negar la autonomía civil.

La Boetie había desvelado la almendra del efecto Mateo: «los tiranos cuanto más se quedan más exigen; cuanto más depredan y destruyen tanto más se les da, se les sirve; y tanto más se refuerza y se vuelven cada vez más poderosos y más en forma para aniquilar y destruir todo». Piensen por un momento en la situación en el País Vasco y podrán comprobar cómo lo tienen todo, lo administran todo, influyen en todo y además todavía quieren más: la caja de las pensiones y un poder judicial autónomo.

Pero, en fin, esto nos aleja un poco de esta vuelta a Cataluña en la que, como siempre, nos hemos encontrado estupendamente.

Emotiva escena en el Parlamento Europeo con los brazos entrelazados de los amigos británicos junto a otros parlamentarios unionistas.

Yo también he llorado un poco delante del televisor.

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