Joseph Anton

Barañain

La vida de Salman Rushdie cambió radicalmente el día de San Valentín de 1989, cuando el déspota Jomeini leyó su edicto religioso (fatwa) instando a la ejecución del escritor por considerar blasfemo contra el islam su libro “Los versos satánicos” y al autor un apóstata al haber abandonado la fe islámica.  Jomeini ofrecía al asesino tres millones de dólares, cantidad que unos años más tarde sería doblada, y hacía extensiva la condena a quienes fueran responsables de la distribución del libro blasfemo.

La historia es conocida aunque no tanto la vida clandestina y de paria que -¡durante once años!-,  se vio obligado a llevar Rushdie, y de eso trata su autobiográfica “Joseph Anton”, ahora en las librerías. La característica e irónica mirada del escritor anglo-indio tras sus párpados caídos –  como la de “un halcón que observa tras una persiana veneciana”, según la describió Martin Amis-, fue haciéndose cada vez más lánguida y melancólica.  A ello contribuyeron las decepcionantes reacciones del mundillo literario e intelectual en el que se movía el infortunado escritor. De eso se habló menos y conviene recordarlo.

 Seguramente, Salman Rushdie esperaba algo más de sus colegas. La ocasión bien valía un esfuerzo de intervención de los intelectuales: el líder de un despotismo teocrático ofrecía dinero para recompensar el asesinato de un ciudadano de otro país por escribir una obra de ficción. Pero pronto se vio que a izquierda y a derecha había quienes preferían pensar que el escritor merecía ese castigo de un modo u otro o que, al menos, se lo había buscado mientras otros estaban demasiado asustados ante la posibilidad de atraer las iras de Jomeini. Ya fuera por miedo o, peor aún, por convicción, fueron muchos, demasiados, los que se inhibieron en aquel trascendental combate entre la libertad y la barbarie, poniendo de manifiesto la distancia entre su aureola y su auténtica levedad ideológica.

 Se regodeaban con la suerte de Rushdie destacados conservadores de EEUU, gentes que por lo demás odiaban al ayatollah, en los que prevaleció su inquina a Rushdie, a quien seguramente no perdonaban que hubiera escrito  “La sonrisa del jaguar”, sobre la Nicaragua acosada por Reagan. En el Reino Unido, Paul Johnson y otros  acusaron a Rushdie de provocar deliberadamente a una gran  religión. Para el arzobispo de Canterbury -como para el Papa de Roma-, lo peor no era la oferta de pago por asesinar a un escritor sino el delito de blasfemia. Para el rabino jefe de Gran Bretaña“tanto Rushdie como el ayatollah habían abusado de la libertad de expresión” equiparando así la escritura de una ficción con el llamamiento al asesinato de su autor. Esta estúpida o desvergonzada  confusión tuvo más éxito del que ahora nos gustaría reconocer. Su eco se advierte – aún hoy en día -, cuando uno lee en la popular wikipedia, por ejemplo,  que “la publicación de Los versos satánicos… provocó una controversia inmediata en el mundo musulmán”. No hubo tal “controversia”. India primero y Sudáfrica a continuación prohibieron  la difusión del libro y enseguida les siguieron los países islámicos, mientras proliferaban disturbios violentos a cargo  de fanáticos analfabetos que desconocían todo sobre el libro supuestamente blasfemo.

A Rushdie, un hombre de izquierda, no debió de sorprender la reacción que mostraron tantos conservadores. Si le dolió, en cambio, la falta de solidaridad efectiva mostrada por muchos nombres de la intelectualidad progresista: John Uddike, Gore Vidal, Arthur Miller, Roald Dahl, John Le Carré y otros se pusieron de perfil cuando no criticaron al escritor. Algunos abajo-firmantes habituales confesaban abiertamente su miedo físico y la cobardía es muy contagiosa.  Pudo haber sido peor; afortunadamente Susan Sontag ocupaba entonces la presidencia del PEN. Desde ese pedestal y con el coraje que le caracterizaba no escatimó esfuerzos en defensa de Rushdie, denunció a los mercenarios de Jomeini, llamó y presionó lo que pudo y no les puso las cosas fáciles a los que se escaqueaban.  Pero ni siquiera ella consiguió que alguien tan significado como Arthur Miller (¡el de “Las brujas de Salem”!) aceptara su invitación para leer en público partes de la novela de Rushdie en el centro de Nueva York.

Para el crítico marxista John Berger “el caso Rushdie ha costado varias vidas humanas y amenaza con costar muchas más”; otros sostenían que “ha hecho un daño indecible porque ha intensificado la alienación de los musulmanes que viven aquí…se ha inflamado la hostilidad racista contra ellos”. Este argumento tuvo éxito. Y ello pese a la evidencia de que todos los muertos y heridos -todos, sin excepción- habían sido causados directamente por los enemigos de Rushdie. Pero la táctica de desplazar la responsabilidad ya estaba en marcha y la izquierda multiculturalista en vez de identificar el mal, con nombre y apellidos, optaba por culpar a un ente abstracto: “el caso Rushdie”. Para estos sectores, diría luego el escritor, el Pueblo nunca puede estar equivocado, y la causa de los oprimidos, una categoría en la que caían los opositores islamistas de mi novela, estaba doblemente justificada”.  Para ellos era más fácil vestir a la víctima de la persecución como un arrogante colonialista que combatir a sus perseguidores.

Ciertamente fueron pocos los que entendieron que “se había desatado un nuevo peligro sobre la tierra, que una nueva ideología totalitaria se había puesto los desgastados zapatos del comunismo soviético”. A iniciativa de Christopher Hitchens se presentó una declaración que denunciaba la amenaza sobre el escritor en la que todos los que lo apoyaban se declaraban “corresponsables de la publicación”;  un excitado Norman Mailer incluso pretendía recaudar fondos para financiar un “golpe” de represalia contra Jomeini. Tal vez a Mailer le vino a la mente el recuerdo de una iniciativa de Ernest Hemingway, cuatro décadas atrás, en plena “guerra fría”, cuando la caza de brujas impulsada por el senador  Joseph McCarthy había extendido el miedo y la delación por todo el país y especialmente entre sus intelectuales y artistas. Fue en aquel «tiempo de canallas» (como lo definió Lillian Hellman), cuando Hemingway, dejando el miedo a un lado,  escribió una retadora carta al poderoso senador McCarthy:

 «Honorable Senador Joe McCarthy. Querido Senador: Mucha gente empieza a estar cansada de usted y a considerarlo un extraño (…) Usted ya nos tiene podridos y esta carta es para invitarlo a pelear. Puede usted venir a pelear gratis, sin publicidad, con un viejo de cincuenta años que pesa 209 libras, que piensa que usted es una basura y está dispuesto a romperle la cara como nadie lo hizo antes (…) Cuando quiera, viejo; y en caso de que tenga sangre de perro, como sospecho, no recurra a viáticos, yo pago todo (…) Tendrá  ocasión de un hermoso combate y después podrá contárselo a todos. Cordialmente. Ernest Hemingway».

 Pero en los años noventa no había espacio para esa épica.  Para cuando el manifiesto solidario con Rushdie se publicó en el Times Literary Suplement alguien (“alguna mano temblorosa” diría Hitchens) había insertado en su preámbulo una frase cobarde: “…aunque lamentamos cualquier ofensa que se pueda haber causado”, que desvirtuaba el espíritu con el que había sido concebido.

 John Le Carré quedó especialmente retratado (y más tarde coprotagonizó con Rushdire un agresivo intercambio epistolar) cuando declaró que, en su opinión, las grandes religiones no pueden ser insultadas con impunidad” y que “no existe  un estándar absoluto sobre la libertad de expresión”. Este relativismo es el mismo que hemos escuchado en las  sucesivas ocasiones en que esa libertad ha sido puesta en la picota por el fanatismo islamista. Recientemente, a propósito del asalto a una sede diplomática americana en Libia –con el pretexto de una peliculilla sobre Mahoma-, voces ilustradas defendían sin pudor la autocensura, en estos tiempos de globalización e Internet, para no excitar  a la bestia.

Salman Rushdie/Joseph Anton  les diría que están en lo correcto al creer que la libertad de expresión no es absoluta, pero no por lo que ellos piensan, sino porque “tenemos la libertad por la que luchamos, y perdemos las que no defendemos”.

14 comentarios en “Joseph Anton

  1. “tenemos la libertad por la que luchamos, y perdemos las que no defendemos”.

    Durante la mañana del lunes El País entregó la carta de despido a 129 trabajadores en dos notarías de Madrid. Al acto no acudieron ni representantes de la dirección del periódico ni de recursos humanos. La única persona ligada a Prisa que hizo acto de presencia fue una directora financiera del grupo a quien el comité de empresa tacha como la “responsable” de los términos del Expediente de regulación. Una despedida fría y dolorosa que cierra un mes de negociaciones, huelgas y protestas. Sin embargo, Manuel González, presidente del comité de empresa, advierte de que la lucha de los trabajadores no ha terminado. Los despedidos y el comité ya han iniciado los trámites para interponer una demanda colectiva ante los tribunales para el Expediente de regulación de empleo sea declarado nulo.

    http://www.publico.es/televisionygente/445408/manuel-gonzalez-presidente-del-comite-de-empresa-de-el-pais-cebrian-se-ha-burlado-de-nosotros

  2. Me ha gustado mucho el articulo de hoy, Barañain, Desconocía los pormenores del caso Rusdie, sobre todo ese ponerse un poco de perfil de gente que no deberia haberse puesto. Me ha parecido especialmente sangrante la equipración de la novela y la fatwa, por haber oido disparates parecidos antes aqui referidos a otros temas.

    Saludos de viernes

  3. Pepe Bono, de campaña por C’s.

    http://www.lavozdegalicia.es/noticia/espana/2012/11/16/bono-campana-ciutadans/0003_201211G16P21991.htm

    La Trujillo (la de las kely-finder), afirmando en Twitter, sobre los desahucios, que el que se endeude, que pague.

    Mientras, Oscar López presentando su proyecto «PASOK 2015», reconociendo que ha perdido 25.000 militantes y el 60% de la financiación, queriendo obligar a los que quedamos a que le llevemos un par de nuevos, y a echarnos a la calle en plan Testigos de Jehová, mientras deja para más adelante el tema del estatus de los nuevos miembros de las bases (simpatizantes) y la cuestión de ls primarias, verdaderas madres del cordero de la modernización del Partido.

    Lo raro es, a día de hoy, encontrar alguien que vote al PSOE. Ruby, vete ya.

    Posdatilla: el tonto de López buscando nuevos militantes, y resulta que mi a mi santa, que tras muchos años de votante y simpatizante decide afiliarse en la primavera de 2011 ante la hecatombe, en todos los procesos congresuales de este año no la han dejado votar ¡¡¡ a pesar de que la Federal le certificó que era militante de pleno derecho en censo desde octubre de 2011 ¡¡¡

    Oscar López, como diría El Cansino Histórico: ¡¡ Vaste usté a la mierda ¡¡

  4. Definitivamente a Bono le sigue perdiendo la vanidad. Todo por salir en prensa, incluida la comparación, luego desmentida absurdamente en plan «le podría llamar gilipollas pero no lo voy a hacer».
    Lo del gordito López apuntando a 2015 es de traca. No sabe todavía que él ya no será secretario de organización para entonces? Quieren cargarse las primarias abiertas y, si llegan a conseguirlo, el PSOE se convertirá en un PASOK hispano. En fin, esperemos que no puedan.
    Por cierto, Antonio Quero ha publicado una versión resumida pero mucho más clara que la que yo transmitía el otro día sobre su propuesta para evitar los desahucios:
    http://www.fronterad.com/?q=desahucios-rescate-familias
    Lo cierto es que el Decreto aprobado hoy es un desastre, como ilustra que no habría evitado el suicidio de la ex concejala vasca por no ser suficientemente pobre. La propuesta de Antonio, además de más justa y menos confusa, tendría un efecto positivo en la economía. El Decreto con el que el PP pretende salir apresuradamente de la conmoción social provocada por los suicidios, no y tampoco sobre mucha gente que está en una situación tremendamente angustiosa sin llegar a ser pobre de solemnidad, y cuyos pisos quedan vacíos buscando comprador indefinidamente.

  5. Sobre Rushdie. Noto con asombro como el autor se atreve a criticar a un rabino. Eso no me lo esperaba yo 🙂
    Coincido con gran parte de las cosas pero la imagen es un poquito exagerada. Participé o asistí a múltiples iniciativas oficiales para conseguir que Irán desistiera de la fatwa, como finalmente ocurrió. No es cierto que todo el «oficialismo» le diera la espalda. Y siendo cierto que una condena a muerte por escribir u opinar es completamente inaceptable, ello no convierte en héroe a cualquiera que ofenda a una gran religión, por atrasada que sea. No es el caso de Rushdie pero sí el del productor del grotesco documental al que alude Barañaín. No soporto el integrismo musulmán pero tampoco a los islamófobos.

  6. LBNL

    Me he referido expresamente al mundo intelectual y literario -el propio de Rushdie-, y especialmente a la falta de respuesta de mucho de lo más granado de la izquierda, de sus grandes nombres, en ese ámbito. Y no hay exageración alguna. Podría haber citado más nombres y también algunos más de los que sí supieron estar a la altura de las circunstancias (por ejemplo, Doris Lessing). En realidad, lo que asomó en ese momentp fue algo que luego se ha ido generalizando, en años posteriores, y que refleja su gran despiste (y, en mi opinión, ruina ideológica y moral, y por tanto política) del fin de siglo XX…y de lo que llevamos de este XXI.

    Respecto al «oficialismo» la respuesta hay que calibrarla en el el contexto de lo que supuso el desafio de Jomeini. El hecho de que todo un lider supremo de un país incitara al asesinato en otro pais de un escritor porque no le había gustado su novela y que en otros países se avalara esa barbarie era algo sin precedentes. Como escribió Hitchens, visto desde Europa no cabía imaginar un desafío mayor a los valores de la Ilustración (coincidía con el bicentenario de la caída de la Bastilla) y visto desde EEUU era una afrenta enorme al significado de la primera enmienda de su Constitución-

    Ante ese atropello -y el precedente que sentó- las democracias no estuvieron a la altura exigible. Cuando pidieron un comentario a George H. W. Bush (Bush padre), presidente de EEUU cuando se dictó la fatwa criminal, sólo acertó a decir con desgana que no parecía que eso afectase a los intereses estadounidenses. Antes se había negado a recibir a Rushdie en un viaje que hizo a EEUU (según su portavoz, se trataba sólo de “otro escritor en gira promocional”). Unos años más tarde, Bill Clinton sí accedió -tras muchos esfuerzos-, a reunirse con el perseguido Rushdie (como lo habían hecho en Europa, sólo, el checo Vaclav Havel y la irlandesa Mary Robinson) pero sin dejar de insistir en que el encuentro era extraoficial, accidental y off-the-record, sin fotógrafos.

    «Ofender a una gran religión» -signfique eso lo que signifique, que vaya usted a saber…-, como ofender a una «pequeña» (¿acaso menos respetable por eso?) no convierte a nadie en héroe, pero no es de eso de lo que se trata y esa confusión sólo suele ser habitual en los discursos maniqueos de los fanáticos. Lo que está en juego es la libertad de expresión y su defensa a ultranza, no el contenido (opinable) de esa expresión. Cuando más se realza el sentido de defender la libertad de expresión es cuando el defendido expresa algo que quienes le defendemos no compartimos. Lo otro tiene menos mérito.

    Por lo demás, no me incluyo -como ya habrá adivinado LBNL-, entre los que consideran al islam una «gran religión» y creo un error monumental pensar que sólo se trata de eso, pero esa es otra cuestión. Además, el asunto de la libertad de expresión se plantearía igual si la ofendida -con venganza organizada -, hubiera sido otra religión, aunque es improbable tal cosa. Hay «privilegios» que sólo se arroga el islám.

  7. Esa alusión de Bono a la Alemania nazi, en la que lo primero fue hacer sospechosos a quienes tenian dos identidades para concluir que en Cataluña «se puede ser catalán y español; hay algunos que se sienten solo catalanes», etc.. es de traca.

    Todavía no se ha enterado de que el antecedente cercano de esta crisis actual es la negativa del estado español (a través de su Tribunal Constitucional) a que los catalanes pudieran hacer valer precisamente esa doble identidad, impidiendo incluso que constara en el preámbulo del Estatut que ellos se sentían y definían como una nación, sin perjuicio de la soberanía de la nación española.

  8. Al respecto del aspecto físico del Monarca en Cádiz, podría comentarles varias cosas, por experiencia profesional. Pero no seré yo quien me apunte al morbo. Me quedo con la más prudente, pero clara, conclusión de Polonio. A buen entendedor …

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