Juana y Dolores

Alfonso Salmerón

Son algo más de las nueve de la noche. Juana y Dolores se disponen a cenar. Sobre la pequeña mesa de fórmica de la cocina, el papel abierto de la charcutería muestra media libra de mortadela que las dos comensales van cogiendo con las manos y poniendo sobre pedacitos de pan del que van dando cuenta muy despacio. Hay un completo silencio, apenas roto por el tintinear de los vasos cuando se acercan a la botella de agua del grifo para ser llenados.

Hace una noche fría de invierno en la cocina amarillo fluorescente de Dolores. Una cocina llena de vida antaño a estas horas. Esa alacena vivió durante más de tres décadas un trajín de abrir y cerrar de puertas ahora inimaginable, tres servicios al día para seis personas. En su interior, todavía resiste la vajilla verde de duralex, el pequeño bol de cristal que la abuela llenaba cada día con las aceitunas negras que tanto gustaban a la sobrina pequeña, y el recipiente de latón donde siempre hay café recién molido. Pero de eso hace ya demasiados años, cuando en la casa vivían los padres de Dolores, su hermano José y su marido Ángel, y los fines de semana se llenaba de sobrinos que venían de visita. Tardes de sábado de risas y televisión, cola-cao para los pequeños y el cubata de Larios para los mayores. Ahora apenas hay visitas, salvo su hermano Manuel, que se quedó a vivir en el mismo bloque tres pisos más arriba cuando se casó con la hija pequeña de la familia del segundo cuarta, su tutor, como a ella le gusta llamarle, el mismo que se encarga de los bancos, las compras, la compleja agenda de los médicos y la paga semanal de las cuidadoras.

Las dos mujeres cenan en silencio y uno se pregunta qué estará pasando por sus mentes en este momento. Tienen la mirada fija en la mortadela. Se echa de menos la voz sorda de un televisor que les acompañe. A Dolores no le gusta. No la ha vuelto a encender desde que hace tres años murió Ángel, su compañero de toda la vida.

—No lo hago por luto, yo no creo en esas cosas, no pongo la tele porque no me da la gana, y punto. Hoy en día solo salen charlatanes y fascistas en esos programas, no como antes que podías ver películas, el programa de Íñigo, o el n, dos, tres —es su respuesta cuando alguien le pregunta—Yo no necesito televisión, me asomo por la ventana y veo todo lo que necesito– entonces ríe como una niña traviesa— Será que no pasan cosas en esta calle, para qué quiero yo la televisión.

Dolores lleva años sin salir a la calle. Cuando tenía apenas dos años sufrió una poliomielitis que la dejó coja de ambas piernas. Ella siempre ha negado que estuviera discapacitada y necesitara ayuda. Camina con las piernas arqueadas a la altura de los tobillos que tuvieron que reconstruirle en una dolorosa operación cuando todavía era muy niña. En un medio rural de la España de postguerra, ser mujer y discapacitada significaba poco menos que una sentencia. La condenaba al cuidado familiar de por vida. A Dolores lograron casarla con un familiar lejano, un buen hombre. No tuvieron hijos. Los dos vivieron toda al vida al cuidado de los padres de ella. Ahora se desplaza por la casa arrastrando una silla. Terca como una mula, se niega a utilizar la silla de ruedas que le compró Manuel.

Con Ángel formaban un curioso equipo. Él estaba hecho para trabajar como un animal. Desde bien pequeño, de sol a sol, en el campo y ya en Barcelona, durante cincuenta años en la misma fábrica, acarreando balas de papel. Jamás cayó enfermo. Nunca nadie le oyó quejarse. Apenas hablaba, salvo cuando en las comidas familiares tomaba una copa de más y se arrancaba a cantar por fandangos. El vino y el Real Madrid fueron sus únicas dos pasiones conocidas. Ángel trabajaba y Dolores administraba a la manera estajanovista su salario. Los fines de semana le daba cuarenta duros para que se tomara unos vinos en la bodeguilla de la esquina con Avenida Miraflores. Una vez jubilado, siguió trabajando a las órdenes de ella. Él se encargaba de las compras de la casa, de la limpieza, de pintar y encalar el patio cada dos años y de todas aquellas tareas que Dolores no podía realizar. Retirado ya del vino y del Real Madrid, nunca más se lo oyó cantar. Su escaso contacto con el mundo exterior consistía en sentarse cada tarde frente al televisor que veía a un volumen tan bajito que apenas nadie más podía escuchar. Desde que llegara a aquel piso de la calle Jardín, el año de la nevada, jamás se movería de allí. Por allí vio desfilar siempre la vida de los demás, desde el silencio helado de la suya propia.

Cuando murió, a Dolores le costó asumir que a partir de entonces iba a necesitar ayuda. Aceptó a regañadientes la trabajadora familiar que le puso el Ayuntamiento. Al principio refunfuñaba, decía que ella no necesitaba que nadie viniera a ayudarla, pero poco a poco se fue acostumbrando. Se ponía de muy mal humor cuando el servicio de atención domiciliaria le cambiaba la persona, cosa que ocurría muy a menudo.

—Ahora que le había cogido cariño, van y me la cambian. Qué lista, la alcaldesa. Yo sé lo que pasa, que son unos estafadores, les pagan cuatro duros a las muchachas, con eso cómo van a vivir, después de pagar la habitación y de enviar todos los meses un dinerillo a su madre, qué le queda para ella. Cuando les sale algo mejor, se van. La de ahora no me gusta tanto, es más rancia la tía, pero bueno, ¿qué le vamos a hacer?

Cada cierto tiempo, la historia se repite, la empresa que gestiona el servicio municipal, una cooperativa social si nos atenemos a lo que rezan sus estatutos, establece una política de rotación de personal para evitarse las contrataciones indefinidas, sin importarle demasiado las condiciones laborales de sus empleadas ni mucho menos, el vínculo afectivo que establecen con las personas a las que cuidan.

La última chica que puso el ayuntamiento le dio a Manuel el teléfono de su hermana. —Si la llama usted directamente, le saldrá más barato y ella ganará más dinero que si viene por la empresa. Necesita mucho el dinero, el padre de sus hijos está en paro y no le pasa pensión. Por entonces, Dolores empezaba a necesitar alguien que cuidara con ella las veinticuatro horas del día.

Últimamente habían comprobado que se desorientaba mucho por la noche y tenían serias sospechas de que se empezaba a saltar comidas. Sin pensarlo demasiado, el hermano llamó a Juana, que compartía piso en los bloques con dos de sus hermanas, su madre y su hija adolescente.

Los ochocientos euros que cobraría todos los meses, no solamente le ayudarían a la supervivencia económica, si no que el hecho de pernoctar en casa de la anciana, le iba a permitir liberar una habitación en el piso familiar que podían alquilar a su vez a una prima que acababa de llegar de Cochabamba.

Ahora Juana se ha levantado de la mesa, con cuidado va recogiendo las lonchas que han sobrado de mortadela con olivas, limpia las migas de pan de la vieja mesa de fórmica verde y lleva los dos vasos al fregadero. Después, ayuda a Dolores a levantarse y la acompaña hasta el baño. A Dolores, siempre tan suya, le gusta asearse sola, aunque la cuidadora deja la puerta entreabierta y se queda cerca por si la anciana necesitara su ayuda. En silencio, la oye hacer sus necesidades y abrir el grifo del lavabo para lavarse las manos y quitarse la dentadura. Cuando sale del baño, la acompaña del brazo hasta el comedor. Esta noche Dolores le pide que la acerque directamente a la cama, no tiene ganas de quedarse un rato en la silla del rincón del pequeño comedor desde el que mira por la ventana. Así lo hace, la ayuda, lo que ella le permite, a meterse en la cama y le da las buenas noches para volver a la cocina a acabar de recoger los restos de la frugal cena de la que han dado cuenta hace un rato.

Sus manos de mujer de cuarenta y tantos están cansadas después de un día muy largo, y al entrar en contacto con el agua helada de la fregadera, la hacen regresar de sus pensamientos. Con suerte, el año que viene podrá juntar el dinero suficiente para viajar a su país. El mes pasado su hija mayor, que vive sola con sus dos hijos en un barrio muy pobre de su ciudad y a la que no ve desde hace más de cinco años, tuvo una pelea importante con su marido. Estaba cansada de sus borracheras e infidelidades. Esta tarde, cuando habló con ella desde el locutorio, le contó que él había vuelto a casa. Le iba a dar una segunda oportunidad. La notó más triste que nunca pero no supo qué decirle. Ahora, mientras se desviste para meterse en la cama, resuenan en su cabeza las palabras que le dijo:

—Haces bien, mi amor, todas hemos pasado por eso. Los hombres, ya sabes, son como niños chicos.

Como hace cada noche, enciende el viejo televisor del cuarto que heredó del hermano soltero de Dolores. Hoy es catorce de febrero, día de los enamorados, pero en ningún canal ponen películas de amor. En todos se habla de política. Hoy se han celebrado elecciones, dicen.

(Publicado en el diario digital Districte 7)

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