Keynes y Roosevelt: precursores del Estado de Bienestar

Magallanes

El capitalismo sufrió muchas crisis antes de la Gran Depresión de 1929, pero ninguna tan terrible como esta última. Roosevelt fue nombrado presidente después de las primeras consecuencias de destrucción del tejido normal de funcionamiento de una economía capitalista. Hasta entonces se consideraba que el gobierno de un Estado debería, como cualquier empresa privada, mantener sus gastos en equilibrio con sus ingresos. Otra cosa eran las guerras, pero aquí la solución era la emisión de impuestos extraordinarios y empréstitos a los bancos para mantener con dificultades ese equilibrio. El patriotismo justificaba el endeudamiento a largo plazo.

Pero la gran depresión puso al borde de la destrucción total el funcionamiento de la economía con sus consecuencias de desórdenes públicos, hambre, guerras civiles y, sobre todo, una revolución comunista, como la que intentaron los espartaquistas alemanes que fracasó, y como la que triunfó en Rusia en 1917. La idea de que el capitalismo era funesto y que, al igual que sustituyó al feudalismo, tenía que ser sustituido por el socialismo, prendió en muchos intelectuales del mundo occidental que se afiliaban a los partidos comunistas de sus respectivos países.

En 1933, Roosevelt accede a la presidencia de EE.UU. y consciente de que el país no podía aguantar el famoso “hay que esperar hasta la salida del túnel” del anterior presidente, Hoover, proclamó el “New Deal”, un ambicioso programa de intervención gubernamental en la dirección de la economía. Lo que más se recuerda de este programa es la creación de amplios subsidios para los desempleados, pero su intervención fue mucho más profunda: créditos subsidiados por el gobierno, garantías para los préstamos hipotecarios de viviendas y reducción de impuestos para las empresas. Consiguió así que surgieran nuevas expectativas de crecimiento y que de inmediato los bancos redujeran sus tipos de interés y, en consecuencia, que los empresarios volviesen a elevar la inversión privada y aumentara el gasto de los consumidores.

De mayor trascendencia para liquidar la depresión fue la creación de la Corporación Financiera de Reconstrucción dirigida por un empresario y banquero ajeno a la conservadora élite de Wall Street. De esta corporación surgieron la Agencia Federal de Créditos para Viviendas, la Agencia de Electrificación Rural y la Corporación de Infraestructura de la Defensa. Estas instituciones no se financiaban con el presupuesto público sino con empréstitos de la banca privada. Los bancos con un exceso de dinero ocioso aceptaron esta misión.

Estas agencias concedían créditos baratos y avalados por el gobierno para la consecución de sus planes de inversión. El aval gubernamental de créditos fue un hecho sin precedentes en Estados Unidos. En pocos años la Agencia Federal de Créditos para Vivienda provocó un boom inmobiliario. La Agencia de Electrificación Rural creó una red eléctrica que permitió que las viviendas rurales con electricidad pasaran de ser solo el 10% del total de viviendas rurales a convertirse en 1950 en el 90% de las mismas. La Corporación de Infraestructura de la Defensa consiguió incentivar fuertemente el crecimiento de las industrias de electrónica y navegación aérea. Estas instituciones financiadoras estimularon la rápida expansión de la clase media y permitieron con holgura ganar la carrera armamentista, una de las claves para el éxito en la II Guerra Mundial.

Gran parte de estos éxitos de las agencias gubernamentales creadas por el New Deal, se fueron atribuyendo posteriormente a la evolución natural del crecimiento económico, olvidándose la audacia que fue su creación y eficaz desarrollo frente a las fuertes críticas tanto de banqueros como teóricos de la macroeconomía clásica, que se oponían a un aumento del déficit público. Pero la intervención del Estado en la economía que impuso Roosevelt demostró su gran virtud no solo por conseguir transformar la depresión en crecimiento, sino también en que a lo largo de su intervención, las agencias gubernamentales citadas no incurrieron en déficit alguno. Demostrándose que la separación estricta entre sector público, que se ocupa de defensa, justicia e infraestructuras, y sector privado, que se ocupa de la banca, el comercio, la industria, servicios y agricultura mediante empresas de capital privado, no es la mejor combinación para sostener un capitalismo viable. Sobre todo, para superar las graves crisis que surgen de cuando en cuando, muchas veces por culpa del famoso “laisser faire, laisser paser” del liberalismo tan vanagloriado por Adam Smith, Ricardo y demás grandes economistas que les sucedieron que, precisamente, criticaban como funesto al mercantilismo, es decir, la excesiva intervención de las monarquías absolutas en la economía.

Pero lo que faltaba para desmontar la ideología liberal prevalente era el desarrollo de una nueva teoría macroeconómica. Esto lo logró Keynes con su publicación en 1936 de su Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero. Curiosamente había sido alumno destacado del profesor Pigou, gran teórico de la macroeconomía neoclásica. En su Teoría General, Keynes destaca que los promotores de la inversión privada no actúan por motivos racionales, es decir, calcular los rendimientos futuros de su inversión frente a los costes de los intereses del préstamo necesario para llevar a cabo la inversión. No es que no lo hicieran pero en la decisión final del inversor priman el entusiasmo y optimismo sobre los grandes beneficios que deparará la inversión. Es lo que él denominó los “animal spirits”. Esto ya fue una gran herejía para la teoría económica clásica. Para conseguir que los empresarios inviertan no basta con que los bancos, guiados por el Banco Central, bajen los tipos de interés como enseñaba la teoría económica neoclásica. Sobre todo cuando la economía está experimentando una grave depresión, es necesario que el Estado se convierta en inversor para suplir la debilidad de la inversión privada. Por tanto, es necesario tirar del déficit público si se quiere salir de la depresión. Como decía Keynes, incluso pagar a operarios para que hagan agujeros en la tierra y luego los vuelvan a llenar puede ser una inversión útil para salir de la crisis.

NI Roosevelt ni Keynes llegaron a propugnar la creación de una Sanidad Pública gratuita abierta a todos los ciudadanos que, conviviendo con una sanidad privada, se convirtió en el factor fundamental de la creación del Estado de Bienestar. Para eso hizo falta que los partidos socialistas europeos alcanzaran el poder. Acabada la II Guerra Mundial, Clement Atlee ganó las elecciones a Winston Churchill y lo puso en práctica por vez primera.

2 comentarios en “Keynes y Roosevelt: precursores del Estado de Bienestar

  1. Hay una frase en que falta una palabry queda sin sentido. La frase como estás ahora es: «Pero la intervención del Estado en la economía que impuso Roosevelt demostró su gran virtud no solo por conseguir la depresión en crecimiento, sino también en que a lo largo de su intervención, las agencias gubernamentales citadas no incurrieron en déficit alguno. Demostrándose que la separación estricta entre sector público, que se….. »
    Entre conseguir y la depresión hay que intercalar «transformar».

    El artículo no intenta explicar como puede resolverse la enorme dificultad para los paises en vias de desarrollo de conseguir implantar un estado de bienestar. Para ellos la intervención del Estado en la economía es casi imposible dado que su escasez de recursos les obliga a enfrentarse a una deuda exterior pública que el FMI les obliga a reducir y esta reducción muchas veces, es causa de desordenes y, muchas veces, implantación de dictaduras. El artículo tiene como objetivo alabar la acción de la UE de superar la tendencia de las fuerzas vivas centroeuropeas a vetar la concesión de fondos garantizados directamente por la CE para los paises más afectados por la pandemía.

  2. Muy interesante. Leí hace pocos años un estudio sobre el «New deal» que afirmaba que el resultado, lo que hoy conocemos y resume Magallanes, fue lo que quedó tras un cribado muy fuerte de muchísimas medidas fuertemente improvisadas que, en su mayoría, resultaron desastrosas. Es decir, que no es tanto que Roosevelt fuera clarividente sino que el desastre fue tal que tiró para delante con lo primero que le ponían a firmar, teniendo el acierto de anular lo que no funcionaba y quedándose con lo que sí. Lo cual no resta nada a su audacia – al contrario – y no vicia en modo alguno la tesis defendida en el artículo.

Deja una respuesta