La suciedad de un pasado oscuro

Arthur Mulligan

«Una de las manzanas preferidas por el diablo para envenenar las peleas entre los humanos son las palabras confusas. Pocas cosas dificultan más la comprensión de los problemas que los términos y discursos con significado distinto, o incluso opuesto, para los individuos o grupos envueltos en ellos.»

Así comienza el interesante libro (Qué hacer con un pasado sucio, Editorial Galaxia Gutenberg, Barcelona 2022, 326 págs.) de José Alvarez Junco, uno de nuestros más prestigiosos historiadores y colaborador habitual del diario El País quien reflexiona sobre el peso de los pasados traumáticos en las sociedades humanas, su posible utilización política y su manipulación al servicio de objetivos actuales.

Cualquier español cultivado, incluidos aquellos que reniegan de tal condición, se ha aproximado a nuestro pasado más convulso para formarse una opinión que de algún modo refrenda, excita o modera sus inclinaciones políticas, dando por hecho que su negación es algo muy improbable.

La represión de la historia y otras humanidades (incluidas las religiones) en los planes de Educación no ayuda precisamente a que el conocimiento de nuestra historia inmediata no sea sustituido por la vulgaridad interesada de extremistas polígrafos de varia intención.

El autor de un ensayo de historia siempre es interpelado por sus intenciones y las fuentes que avalan sus conclusiones; su originalidad y los movimientos que resultan de sus opiniones en el apacible estanque de nuestras evidencias, sobre todo tratándose de procesos largos como son los que atañen al conocimiento del pasado, incluyendo al más íntimo de todos ellos, el que modela nuestros sentimientos, no pueden sino moverse en la duda.

Una exacta imagen de lo que tratamos de decir son los dibujos animados que se ofrecen en Cuba a los niños con frases del tipo «Señores imperialistas…» dirigidas por sus icónicas representaciones a soldados imperiales de Carlos V.

El repaso del autor que nos ocupa sobre los hechos que condicionan la promulgación de la ley de Memoria Democrática, una ley que determina una memoria colectiva, inclusiva e igual para todos, caso de que algo así sea posible, tiene un interés indudable.

Y para ello no trata de afirmar equidistancia alguna sobre la interpretación de los hechos; además, sus opiniones siempre revelan la enorme fuerza de una verdad. En lo que sigue se reúne una selección de textos dispersos en el libro pero que tratan de reconstruir mínimamente el sentido último que mueve sus reflexiones finales. Espero no desvirtuar el propósito de su obra y ofrecer una viva impresión que haga honor a la calidad de su autor.

Así, cuando dice que «no comprendieron los políticos republicanos -deslumbrados quizás por el poder que les otorgaba el dominio de La Gaceta de Madrid, actual Boletín Oficial del Estado (BOE)- la limitada capacidad de influencia de la maquinaria política y administrativa encargada de convertir en realidad sus disposiciones» y también que «las medidas adoptadas fueron, en algún caso, demasiado sectarias, y en otros demasiado lentas y legalistas», y «en Abril de 1931 se abrió un periodo de cinco años de vida política intensa, participativa, pero que no calificaríamos hoy de pacífica, porque España carecía de experiencia democrática y le sobraban, en cambio, tradiciones insurgentes y expectativas milenarias, disparadas estas últimas por la propia llegada del nuevo régimen» o que «a pesar de la crisis de 1929 y los picos de crecimiento de 1935, España poseía unos niveles de bienestar que no se recuperarían hasta dos decenios más tarde a principios de los 50; por no hablar de los salarios que debieron esperar otros decenio más. Es decir, los problemas de los años 30 no fueron económicos, sino políticos».

Un primer problema derivado quizás de la grandiosa misión regeneradora que se atribuía el nuevo régimen, pero también de la escasa cultura liberal heredada, es que los gobernantes del primer bienio identificaron el régimen con su programa de gobierno y confundieron su revolución política con una transmutación cultural y social. Redactaron una constitución que no se limitaba a separar a la iglesia del Estado, sino que incluía normas abiertamente anticlericales, muy amenazadoras para la opinión católica, como la prescripción de la Compañía de Jesús, la prohibición del ejercicio de la enseñanza a todas las órdenes religiosas o la posibilidad de nacionalizar sus bienes. Con lo cual, incluso las medidas con mayor apoyo inicial, como el empeño por crear escuelas y formar maestros como palanca de la transformación del país, acababan creando problemas.

Es difícil negar en los gobernantes republicanos un genuino impulso patriótico, pues su objetivo era hacer progresar al país, poner a España en condiciones de competir con sus vecinos europeos.

Pero se enfrentaron con el clásico problema de las élites modernizadoras, obligadas a realizar cambios que atentaban contra sentimientos y tradiciones seculares, en particular el catolicismo, por lo que atraía de inmediato sobre sí sospechas de antipatriotismo. Sospechas que ellos mismos alimentaban con medidas sectarias y carentes de prudencia que restaban capacidad integradora a sus gobiernos. Decretaban pues una serie de clásicos cambios, en muchos casos necesarios o muy convenientes.

Pero añadirían otros perfectamente prescindibles, y hasta meramente simbólicos, como las alteraciones en la bandera, el himno o la fiesta nacional, lo que para muchos convertía su régimen, desde el primer día, en sectario.

Sacaron a la luz su viejo jacobinismo, su desprecio a sus oponentes y a los sectores sociales que representaban, su convicción de que solo ellos sabían por donde debía transitar el nuevo régimen.

La nueva República lanzó, desde sus inicios, una amplia serie de reformas que respondían sin duda a los problemas heredados.

Tanto el gobierno provisional a base de decretos, como el de coalición republicano socialista, una vez ganadas las elecciones en junio de 1931, se lanzaron con fuerza a la realización de un programa no revolucionario, pero si reformista radical. Comenzaron por implantar una legislación laboral moderna, extenderla sobre todo al mundo agrario, aún sometido a un paternalismo sin normas.

Tomaron igualmente medidas para modernizar y extender el sistema educativo público.

Se tomaron en serio la modernización del ejército y la eliminación del pretorianismo, lo que exigió medidas firmes.

Anunciaron una reforma agraria profunda, para la que comenzaron a elaborar proyectos nada fáciles de concordar. Visto con distancia, casi todo lo propuesto era razonable y necesario, pero imposible, a todas luces, de llevar a cabo de la noche a la mañana.

La República tuvo que convivir con una bien nutrida organización sindical, la CNT, que le declaraba la guerra abierta, y un importante partido, el PSOE, en el que una de sus dos mitades no pasaba de tener una lealtad condicional al régimen. Algo muy semejante a lo que ocurría por la derecha con los monárquicos y la emergente Falange, enemigos declarados de la nueva situación y con la también joven CEDA, organización que no terminaba de reconocer su legitimidad. Todos estos problemas ayudan a entender el rápido deterioro de la situación y el desgaste del gobierno republicano socialista del primer bienio.

Empezaron por salirse del gobierno los radicales de Alejandro Lerroux, que podían haber sido el eje estabilizador de la situación. Más tarde, los socialistas rompieron también con el Gobierno. Para las elecciones de 1933 los partidos hasta entonces gobernantes se presentaron divididos y fueron derrotados.

Y consecuentes con su visión del régimen los republicanos hasta entonces en el poder no supieron aceptar esa derrota ni analizar sus causas.

Descalificaron los dos años siguientes como bienio negro. Decidieron, sin más, que los enemigos de la República se habían apoderado de ella y que era legítimo desplazarlos, cualquiera que fuera el medio.

No era exactamente así. Los gobiernos radicales no repudiaron globalmente las reformas del bienio anterior.

En el terreno educativo, sobre todo, mantuvieron e incluso incrementaron, el esfuerzo inversor, ampliando las escuelas públicas, los maestros, alumnos e inspectores; únicamente dieron marcha atrás en las medidas anticlericales, como el cierre de colegios religiosos, previsto por la ley de congregaciones para 1934, que, además de muy ofensivo para los católicos, era materialmente imposible de llevar a cabo. En cuanto a la reforma agraria, tampoco anularon los asentamientos realizados por el Instituto de Reforma agraria de modo que en los nueve primeros meses de 1934 las hectáreas transferidas pasaron de 24.000 a más de 80.000. Tampoco se anularon las reformas militares de Azaña, aunque se frenaron, intentando aplacar el malestar del ejército.

De las leyes laborales de Largo Caballero, pese a las presiones de la patronal por eliminarlas, únicamente se derogó la impopular Ley de Términos Municipales y se redujo el excesivo poder de los socialistas en los jurados mixtos.

En resumen, en palabras de Malefakis, los primeros gobiernos del segundo bienio no fueron “ciegamente reaccionarios”; “la situación no resultaba tan amenazadora como para que los socialistas se sintieran obligados a emprender una vía revolucionaria”.

En consecuencia “la revisión de la legislación de 1931-1933 no fue tan anti republicana como se hizo ver, sino moderada y conciliadora; el objetivo del partido radical de atraerse a las clases medias y a la España rural, añade este autor, no era insensato y hubiera estabilizado el régimen”.

La izquierda, por su parte, no cejó en su hostilidad hacia los gobiernos radicales durante todo el bienio, no solo ya quienes abrazaban el ideal libertario, que en teoría no pretendían alcanzar el poder, pero ponían constantes obstáculos a quienes lo ejercían, sino también la fracción socialista que dominaba la Federación Nacional de los Trabajadores de la Tierra, organización agraria de la UGT que vivía una fase de explosivo crecimiento y que comenzó a aclamar a Largo Caballero como el Lenin español. Y esta FNTT fue la que lanzó un desafío frontal con una huelga general en junio de 1934 al inicio de la cosecha.

Lo perdió, pero dio un argumento más a la CEDA para forzar su entrada en el gobierno, cosa que acabaría ocurriendo en octubre de 1934.

Y fue la señal para que la izquierda socialista proclamara, como había advertido, una huelga general revolucionaria. Se encontró, sin embargo, con una FNTT agotada por la huelga de junio y una C.N.T. no menos exhausta por sus insurrecciones de los dos años anteriores.

Solo triunfó en Cataluña, brevemente y con otros objetivos, y en Asturias, por el apoyo de los mineros.

La insurrección asturiana y su aplastamiento se convirtieron así en el episodio más trágico que vivió la segunda República, con una secuela de al menos mil muertos entre los sublevados y trescientos entre las fuerzas del orden.

Octubre de 1934 fue la prueba definitiva de que había sectores de gran peso tanto entre las derechas como entre las izquierdas que no aceptaban la alternancia democrática, parte esencial de la legalidad institucional.

Cualquiera que sea su gravedad, el estallido de octubre de 1934 fue aplastado y de ningún modo inició la guerra civil. Con la izquierda vencida, los supuestos criptofascistas podrían haber intentado establecer una dictadura. No lo hicieron.

Contra los ominosos avisos de sus adversarios, la entrada de Gil Robles en el gobierno no significó la implantación del fascismo. Por el contrario, la vida parlamentaria regresó a la normalidad durante otro año y medio. Pero su incorporación al gobierno tampoco convirtió a la CEDA, al revés de lo previsto por los radicales, en leal a la República. La organización nunca llegó a reconocer formalmente la legitimidad del régimen y hubo sectores que siempre se negaron a aceptar la reformas, hasta las más moderadas, del gobierno anterior. La CEDA no trajo, en definitiva, más estabilidad a la República, sino menos. No supo apoyar una República conservadora, o de orden, como la tercera República francesa tras la Comuna.

En ese periodo se acumularon 269 muertes por motivos políticos. A lo que debían añadirse, los números citados por Gil Robles ante las Cortes, 160 iglesias destruidas, 113 huelgas generales, 83 periódicos asaltados, 146 bombas y artefactos explosivos… aunque hoy sabemos que se quedaba corto en esas cifras.

Y podría haber referido también los miles de fincas -más de medio millón de hectáreas- ocupadas por campesinos andaluces, manchegos y extremeños, incitados por la FNTT lo que provocó el pánico entre los propietarios y no solo los grandes terratenientes.

La situación no era desde luego pacífica pero la violencia que aumentó y decreció en varias ocasiones, en ningún momento llegó a ser comparable a lo que vendría a continuación. Ni la guerra civil había comenzado ya ni la situación conducía irremediablemente a ella.

La guerra comenzó el 18 de julio de 1936 y sus promotores fueron quienes ese día se levantaron contra la legalidad vigente.

Los conspiradores que prepararon y decidieron el levantamiento de julio, por mucho que recibieran promesas de Italia, fueron españoles. No obstante, hay que matizar de inmediato esta afirmación porque sin intervención extranjera no habría habido guerra; hubiera sido mucho más corta y menos devastadora. Y es que el golpe militar del 18 de julio no triunfó.

Como mínimo, hubo tres bandos, según la autorizada opinión de Enrique Moradiellos: el nacionalista autoritario de los rebeldes; el liberal democrático, defendido por quienes de verdad creían en una república parlamentaria; y la revolución social que exigían los anarquistas, los trotskistas o el sector socialista que seguía a Francisco Largo Caballero aunque, desde luego, este esquema tripartito podría a su vez subdividirse de cien maneras, pues los rebeldes también agrupaban todo un abanico de propuestas y la revolución incluía diversos modelos, algunos incompatibles entre sí.

Al día siguiente del aplastamiento de la rebelión, el presidente Lluís Companys saludó a los dirigentes libertarios como «dueños de la ciudad y de Cataluña», ofreciéndose, si lo aceptaban, como «un soldado más en la lucha contra el fascismo». Realizaron al margen de la Generalitat sus colectivizaciones y su depuración, y como tuvo como blancos principales al clero y los propietarios en algunos casos bien documentados hoy, con los motivos políticos se mezcló y hasta se impuso el puro afán de saqueo.

Lo mismo ocurrió con las matanzas de Paracuellos, en los que una fatal cadena de mando unía la jerarquía civil y militar. Como es sabido los franquistas no necesitaron disimular sus intenciones ni absolver a los mandos. De ningún modo puede hablarse, como quisiera la leyenda nacionalista, de una Cataluña unida, en pos de un autogobierno que le ofrecía la República, frente a una España fascista. Porque no fue el pueblo, el conjunto de la comunidad, transmutado de repente en turba enfurecida, quien mató al cura o al alcalde o incendió la iglesia, aunque ésta haya sido la imagen romántica que reproduce también Ernest Hemingway en “Por quién doblan las campanas”. Fueron patrullas a veces de vecinos, a veces venidas de fuera, en busca sobre todo de los fascistas de la localidad.

Hubo justificaciones abiertas de la violencia emanadas de dirigentes, como la de Andreu Nin en La Vanguardia de agosto de 1936: «La clase obrera ha resuelto el problema de la Iglesia, sencillamente hemos suprimido sus sacerdotes, las iglesias y el culto. Habían resuelto el problema de manera drástica, no con medias tintas como las republicanas.»

Y de nuevo «lo que marcó la crueldad del conflicto español fue la cantidad de asesinatos, o acusaciones sumarias en la retaguardia, al margen de los combates»

Aunque su cifra es muy debatida no parece demasiado errado situarla en algo menos de 100.000, entre los atribuibles a quienes se llamaban nacionales, y en unas 50.000 las causadas por los leales.

Las brutalidades de Franco, su falta de piedad, las ejecuciones sumarias y las humillaciones causadas a los vencidos que se extendieron en el tiempo, junto a las prebendas y privilegios concedidas a los del bando vencedor, en modo alguno convierten en víctimas a los victimarios de los vencedores.

Los culpables directos de aquellas violaciones de derechos -denuncias, detenciones, interrogatorios, torturas, participación en tribunales que dictan un penas de muerte o de privación de libertad, ejecución de aquella sentencias- han desaparecido, como lo han hecho las víctimas, en cuyo nombre solo puede reclamar a sus herederos, ni siquiera inmediatos muchas veces.

El tiempo se ha convertido así en un muro insuperable para las demandas penales contra quienes protagonizaron los crímenes cometidos durante la guerra civil o incluso los actos de represión durante los primeros tiempos de la dictadura.

En cuanto a la posibilidad de exigir purgas o sanciones de tipo colectivo contra cuerpos que pudieran ser ejecutores o colaboradores en la comisión de aquellos delitos (jueces, militares, policías), la renuncia a hacerlas fue un pacto básico de la transición, cuyo replanteamiento es impensable en este momento.

Una narración uniforme del pasado, avalada por el poder público, suscita de inmediato el temor de que caiga en el terreno de las verdades oficiales, tan propio, como sabemos, de los regímenes totalitarios. La tentación que ronda a las actuales democracias es otra.

Es limitar la libertad en nombre de la corrección política. Es establecer por ley lo que se debe y no se debe recordar, y de qué forma debe recordarse, no en nombre del poder, sino en el de la libertad, el progreso o incluso la condena de los genocidios.

Por muy buena que sea la intención de tales medidas, es fácil que conduzcan igualmente a absurdos.

Un historiador actual, como ha observado Timothy Garton Ash, puede ser procesado en Turquía por defender la existencia de un genocidio armenio bajo los otomanos, y puede serlo en Suiza por negar ese mismo hecho.

Los deberes del Estado deben incluir en los planes de estudio una versión del pasado que condene de forma clara los hechos violentos o delictivos cometidos o sufridos por generaciones anteriores, defendiendo la libertad para la investigación histórica solo restringida por unas leyes muy precisas contra la calumnia y la difamación, elaboradas para proteger a las personas vivas, pero no a los gobiernos, los estados, ni el orgullo nacional. Exactamente los límites son la calumnia y la difamación-los mismos que los de la libertad de expresión-, y no contra ideas etéreas o entes colectivos, sino contra personas concretas.

Lo cual dista mucho de imponer unos libros de historia cuyo contenido se tenga por verdades o consignas oficiales, y por supuesto, de intervenir en la actividad de los historiadores, de decidir a que datos pueden o no acceder, qué interpretaciones pueden o deben defender o combatir, cuanta complejidad o cuantos matices sean tolerables en sus conclusiones. Habría que plantearse, como mínimo, algunas sutilezas y distingos en relación con la categorización como víctima, pues no lo es igualmente quien fue mero objeto de violencias que quien, aunque finalmente cayera como resultado de actos criminales, había previamente defendido y practicado él mismo la violencia sobre otros.

El poder está obligado a inculcar civismo a sus ciudadanos, pero no a darles lecciones de historia. Y se trata de reflexionar fundamentalmente sobre cómo llegan las sociedades a tomar medidas tan terribles como el exterminio físico del adversario político.

En la actualidad, los libros de historia dependen del punto de vista de cada editorial y sobre todo del profesor; así, un mismo hecho, la revolución asturiana de octubre, tiende a ser tratada en tono menor, como una “revuelta”, y sin apenas referencias a la represión posterior. La violencia de la retaguardia suele presentarse como organizada en el lado de los sublevados y espontánea o incontrolada en el republicano. Como reconocen muchos docentes, ciertos temas son conflictivos, se sienten incómodos, no saben qué actitudes adoptar para no ofender a los alumnos o a sus familias.

Eso explicaría el amplio desconocimiento de aquella etapa histórica y la aceptación generalizada de las denuncias del pacto de silencio que supuestamente dominó la transición. Posiblemente no pueda pedirse más, lo cual no es sino una manifestación de impotencia y de que todavía no ha llegado el momento en que la sensibilidad general admita enfrentarse con todas las consecuencias a la verdad para ser más libres.

Y no es posible tener deudas con los muertos, ni menos aún pagárselas. Si tenemos deudas serán de tipo moral y no material ni penal. Y la culpabilidad moral, al igual que la responsabilidad penal, no es transmisible por herencia.

¿Cómo resolver por último todas las injusticias que han podido cometer los nuestros, nuestra comunidad en el pasado? ¿Hasta dónde deberíamos remontarnos? ¿Los franceses actuales deberían pagar por los desmanes cometidos por las tropas napoleónicas en Alemania, España o Rusia? ¿Los españoles por la violenta conquista de América o los egipcios por las campañas de Ramsés II? En este punto de nuevo hay que preguntarse también sobre el significado del nosotros, de nuestra comunidad.

¿Es la misma de entonces, como un ente constante, idéntico siempre a sí mismo? Porque tal vez en esto se distraen los melancólicos nacionalistas.

Y esta comunidad es necesariamente la nación y no el género, la clase social, etc. ¿Hay una herencia nacional de la culpabilidad? Existe, además, un deber de recordar en qué se basa y cuáles son sus límites.

Ni las víctimas ni nuestro sentimiento de culpa o de deuda hacia ellas deben dictar la política a seguir hoy. Todos debemos tener siempre presente que el respeto a los derechos y libertades de los demás es la base de la convivencia en libertad. Este argumento tiene la ventaja de que evita problemas espinosos, como la personalidad colectiva o la transmisión de la culpabilidad.

El sujeto al que se dirige está perfectamente delimitado: son nuestros conciudadanos actuales, vivos, con quienes debemos compartir valores si queremos convivir en libertad.

Tampoco fija responsabilidades para siempre, sino que las considera cambiantes y superables cuando la confianza esté restablecida. Y no concentra los deberes y los aspectos materiales, sino de los políticos y simbólicos; la memoria solo es aconsejable si sirve a la resolución y no a la perpetuación del conflicto.

Puede incluso dar lugar a “dictaduras de nostalgia”, como lo ocurrido entre balcánicos, irlandeses, armenios o judíos; la sacralización de la memoria es poco recomendable en sí misma, se convierte incluso en peligrosa cuando es el victimismo la conciencia de un pasado doliente, porque quien justifica sus acciones o su condición de oprimido se convierte fácilmente en opresor.

Una memoria que acumula odios antiguos impulsa a la guerra, a la justificación de nuevos actos violentos.

Consignas como “ni perdón ni olvido” pueden muy bien no conducir a la resolución de los problemas existentes sino a su agravamiento.

Por último, cabe señalar que un pasado conflictivo es una realidad que no es la nuestra; nosotros no vivimos aquello, no fuimos ni somos responsables de lo ocurrido.

Los protagonistas, como las víctimas o culpables de aquellos hechos traumáticos no fuimos nosotros, sino unos antepasados a los que quizás sería discutible llamar nuestros, en sentido estricto. Unos seres humanos que vivían, no lo olvidemos, un mundo material y mental distinto-muy distinto, radicalmente distinto-al nuestro. El pasado no es el presente.

La historia, tal y como aparece en la narrativa nacionalista, consiste en la retroproyección de un ente colectivo, el Estado nación actual, que se supone habría vivido a lo largo de siglos o milenios y protagonizado todo lo ocurrido en una determinada parte del mundo.

Verse solo como descendiente de víctimas puras con manos limpias de sangre, conduce a la intolerancia, la carencia de complejidad, el revisionismo, la nostalgia y hasta el fascismo.

Dicho de otro modo, una visión compleja y no maniquea del pasado llega a formar personalidades multiculturales, abiertas, que no interpretan como debilidad la aceptación del otro.

Por el contrario, la amnesia, la simplificación, lleva a una aparente fortaleza que incluye el odio, y la exclusión del otro. Aceptar honradamente el pasado le hace a uno más responsable, más libre, con más sentido crítico, más independiente y capaz de oponerse a autoritarismos y abusos.

3 comentarios en “La suciedad de un pasado oscuro

  1. A Pedro Sánchez le están maquillando un día sí y otro también para una superproducción que trata sobre el trabajo que se realiza en Moncloa , una especie de todos los hombres del Presidente en el que el protagonista principal es el Presidente y que en este caso es Pedro Sánchez .
    Si Hitler tuvo su Leni Riefhenstal , Franco su Sáez de Heredia e Iglesias su Fernando Leon de Aranoa ¿ por qué no va a poder este Vivaldi redivivo darnos la plasta gratis con sus “ Cuatro estaciones” ?
    Es mejor que se concentre en su reparto , abandone el gobierno y desayune con su mujer leyendo prensa extranjera a la vista de todos ¿ o no era para esto por lo que habría luchado toda su vida de resiliencia resistente ?

  2. Sabía que existían «Las serpientes de verano,pero hoy me he encontrado una nueva especie «Las anacondas de otoño».
    A la mitad de la Anaconda he dejado de seguir el articulo por pereza intelectual ,pero al leer a LBNL me quedo asombrado de que Mr Mulligan no mencionara a Pedro Sánchez en su articulo,pero a renglon seguido Mr Mulligan ha hecho lo que nos tiene acostumbrado.
    Leña al mono….Pos Vale.

    Ante ni doy fe.
    AC/DC
    firmado…JAJAJA…que nervios.

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