Alfonso Salmerón
He estado viendo estos días el documental “La vida en el filo”. Dirigido por Charlie Arnaiz y Alberto Ortega y bajo la producción de Dadá films & entertainment, narra la historia del cantante y polifacético artista José Ramón Martínez, Ramoncín. Creo que merece la pena. El repaso de la carrera del cantante es también un repaso a nuestra historia más reciente desde finales de los 70 hasta nuestros días. A mí me ha removido cosas. Canciones y recuerdos de una época, finales de los ochenta en plena efervescencia vital. Me ha llevado a mi barrio, La Florida, en L’Hospitalet, donde los chavales escuchábamos a Ramoncín, Rosendo o a Los Burning porque Legazpi, Carabanchel o Vallecas siempre nos quedaban mucho más cerca que la Diagonal de Barcelona, aunque ésta estuviera a tan sólo dos kilómetros de casa.
Ramoncín hablaba de nosotros cuando nadie lo hacía. Chavales de barrio a los que “nadie les iba a regalar nunca nada”. Es así. El rock que se hacía por entonces mayoritariamente en Madrid, era nuestra cultura. La chupa y la litrona (aquí le llamábamos xibeca tomando el nombre de la marca) los discos que mirábamos una y otra vez todas las semanas en la tienda Discomanía del barrio pero que sólo podíamos comprar muy de vez en cuando si nos llegaban los ahorros o con motivo de algún cumpleaños. Recuerdos de aquellos vinilos que escuchábamos en mi pequeña habitación de un piso de cincuenta metros cuadrados donde vivíamos seis personas, con las paredes forradas de pósters: Led Zeppelin, Iron Maiden, Barón Rojo, Leño, El Último de la Fila… Tocar la portada, la liturgia de abrirlo, ponerlo en el tocadiscos y sentarte a escuchar mientras leías las letras de las canciones sin enterarte de nada. También crecimos con la revista Popular1 y escuchábamos el programa Tarda Tardà en Catalunya Radio, del tristemente desaparecido Jordi Tardà, gran amigo de Ramoncín, además de uno de los privilegiados a los que los Jagger, Richards y compañía le descolgaban el teléfono para hablar de su última gira. Todo eso era nuestra cultura, nos dio un sentido de pertenencia, una identidad, “es tu cultura, es tu identidad” que cantara unos años antes el gigante Miguel Ríos en su Rocanrol bumerang.
“Me siento orgulloso de ser un barriobajero” decía Ramoncín en una de sus canciones, arrastrando la jota hasta la exageración. Aprendimos a hablar como ellos lo hacían, copiando el deje cañí y usando la jerga cheli que nos llegaba a través de las canciones: la pasma, el buga, la queli, las birras, el talego… Eran años en los que la heroína había causado estragos en la generación anterior a la nuestra, hermanos mayores de nuestros amigos.
Nosotros también empezamos a sentirnos orgullosos de ser de barrio gracias a esas canciones. Los personajes de sus canciones eran una carta de presentación para nosotros. Ya éramos algo, teníamos con quién identificarnos en un mundo que nos era del todo ajeno y hostil. Nos sentíamos orgullosos de ser quienes éramos, hijos de obreros, nietos de campesinos venidos de todos los puntos cardinales del país, perdedores de una guerra a los que la burguesía del momento nos miraba todavía muy por encima del hombro. Para ellos éramos los charnegos, los garrulos, los hijos del Pijoaparte de Marsé. Recuerdo cómo nos miraban en la Universidad cuando decías que eras de L’Hospitalet, de Santa Coloma o de Cornellà, esos compañeros que iban a la facultad en el GTI que papá les había regalado para su cumpleaños. Ser de barrio imprime carácter. Trabajábamos para poder ayudar a la familia a pagarnos los estudios – la primera generación de hijos de obreros que fuimos a la Universidad – comprarnos algún disco y quemar la ciudad los fines de semana en los locales del rock del emergente Poblenou en aquellos años: Ceferino, Zeleste, Dixi… Veranos enteros trabajando duro, cada uno donde podía, en la construcción, en la fábrica, de camareros en algún bar del barrio, repartiendo pizzas o en el Corte Inglés.
Pensaba en todo esto mientras veía al documental. Ascenso y caída a los infiernos de un personaje controvertido, amado y odiado a partes iguales. “La vida en el filo” que dio título a una de sus canciones. Cuánto ha llovido desde entonces. Para bien y para mal. Cuánto ha cambiado la vida para las personas que vivían en el filo entonces y cómo es para las personas que lo hacen ahora.
“Yo me fui del barrio, pero el barrio nunca se fue de mi” dice Ramón en otro momento del documental. Los que nos fuimos del barrio nunca dejaremos de serlo. A mucha honra. Ahora todo ha cambiado y otros chicos de la calle siguen buscando su identidad donde la ciudad sigue perdiendo su nombre. Ellos escuchan trap, que es a la cultura del suburbio ahora lo que fue el rock para nosotros, con la única diferencia que en nuestra época el rock todavía sonaba de vez en cuando en los mismos cuarenta principales en los que ahora sólo hay sitio para la música comercial.
Siempre hay un punto de inevitable nostalgia cuando nos juntamos para hablar del barrio los colegas de entonces. Siempre hay quien se queja de lo mucho que todo ha cambiado. Intentamos no caer en la tentación del “ya nada es lo que era” y tratamos de no responder al estereotipo que responde al perfil de boomers acomodados en el que nos hemos convertido. Es difícil comprender los códigos actuales. Los chavales, nuestros hijos, no sólo hablan un lenguaje diferente al nuestro si no que además lo hacen en otros canales.
Sin embargo, cuando vuelvo al barrio para visitar a mis padres, que son de los que resistieron la tentación de vender el piso para marcharse a otras zonas urbanísticamente más confortables del área metropolitana cuando todo el mundo lo hacía, alimentando de paso la espiral depredadora de la especulación inmobiliaria, veo que el barrio está tan vivo como siempre. Su paisaje ha cambiado radicalmente, al ritmo de los cambios demográficos que se han producido en las últimas décadas. Un verdadero proceso de sustitución de población. Gente que ha venido de fuera para pagar a precio de oro la compra o el alquiler de las viviendas que nosotros ya no queremos.
La Avenida Miraflores sigue siendo un hervidero a las seis de la tarde, niños que salen de la escuela, trabajadores que vuelven del curro, familias que salen a comprar. Adolescentes que van en grupo de aquí para allá buscando su lugar en el mundo. Centenares de vidas en el filo en uno de los barrios más densamente poblados del mundo con uno de las peores ratios de espacio verde por metro cuadrado del planeta. Suena reggaetón o trap en cada esquina y se escuchan conversaciones en diferentes lenguas.
Sigue siendo muy dura la lucha por la supervivencia en el barrio, y mucho más incierta en estos tiempos líquidos de capitalismo especulativo y pandemia. Nunca fue tan incierto el futuro como ahora en la periferia, donde la renta per cápita está sostenida por los trabajadores que pasaron a la reserva, restos de una época. Los últimos ejemplares de una especie en extinción, el trabajador con derechos. Los jubilados son hoy los ricos del barrio, los que todavía pueden comprar regularmente en las paradas del mercado, los que tienen algo de ahorro en la cuenta y pueden sostener las derramas que hay que hacer de vez en cuando para el mantenimiento de la finca. Sus escuálidas pensiones crean empleo, precario. Con ellas y con los ahorros de toda una vida contratarán a mujeres jóvenes del barrio que se harán cargo de sus cuidados cuando el sistema se desentienda de ellos. Limpiadoras y cuidadoras en negro, a jornada completa con derecho a pernocta por 700 euros mensuales. La clase trabajadora ha descubierto que existe un peldaño más abajo. Los nuevos pobres, sin derechos. Sin voz. Familias jóvenes, con terribles dificultades para pagar el alquiler sus viviendas de los cincuenta. Vidas en el filo. Son el contrapunto de dos realidades que se dan la espalda muchas veces. Unas, asomadas al abismo del final de sus vidas desde la ventana de sus casas solitarias; las otras, en el filo de la pobreza y la desesperación cubiertas por el sucio velo de la invisibilidad.
Es lunes por la tarde. Un hombre de 75 años está intentando abrir la puerta del edificio en el que reside desde que llegó al barrio con 16. Ha dejado su Volkswagen en el garaje al regresar de su segunda residencia, una vivienda que ha construido con sus manos durante treinta años. A su espalda nota una presencia, un joven de apenas unos 25. La mascarilla no le permite comprender lo que le está diciendo, se acerca más a él y nota algo que le roza el bolsillo trasero del pantalón. Ese hombre que es mi padre, se toca el bolsillo y no tiene la cartera, reacciona rápidamente. A pesar de su edad, está fuerte y ágil. Le agarra el brazo al joven y se lo retuerce en la espalda —“o me devuelves la cartera, o te parto el brazo, tú eliges”. Él mismo se sorprende de su enérgica respuesta. El joven emite un grito de dolor, lanza la cartera al suelo y sale corriendo. Podía ser su nieto. Sube a su domicilio y entra en la cocina a preparar la cena con su mujer como si nada hubiera ocurrido. Como todas las noches.
No hay denuncia. Ni aspavientos. La vida sigue. En el filo. La violencia cotidiana, reflejo de la violencia que se ejerce silenciosa desde los despachos de los consejos de administración y desde terminales informáticos que mueven los índices bursátiles. El encuentro de esos dos mundos, dos generaciones, dos continentes enfrentados en la lucha por la vida. Hay algo de épica de western en el gesto de mi padre pero también de empatía y comprensión, producto de la ética del barrio, de perspectiva de clase.
Hace unos años se encontró la cartera de un inmigrante senegalés. En su interior, un pasaporte, la tarjeta de residencia, una dirección en un papel y unos cuantos euros. Quiso devolver la cartera personalmente a su dueño porque no se fiaba de que pudiera llegarle intacta si lo hacía por los cauces oficiales. No paró hasta encontrar la dirección. Mi padre nos contaba el encuentro, la cara de asombro del joven africano, el abrazo espontáneo. El encuentro de dos mundos en un gesto de solidaridad sincera. Esta historia real bien pudiera ser la letra de una canción de Ramoncín o la de algún joven trapero de los que lo están petando ahora, como Morat, que es también de La Florida por cierto. Nadie nunca nos regaló nada a los dueños de las vidas en el filo pero ser de barrio imprime carácter para enfrentarse a ello.
Gracias por este artículo…
« El chuleta vallecano tenía currículum político. Había estado tres meses en la cárcel por pertenecer a un sindicato minoritario durante la dictadura. Aliado del PSOE, frecuente invitado a la ‘bodegiya’ en Moncloa de Felipe González a principios de los ochenta, optó por radicalizarse. En 1984 fue a Nicaragua. A su vuelta, se retractó de haber calificado al país de dictadura y besó, al menos simbólicamente, la bandera sandinista. «Me considero un guerrero místico, pero podría haber pasado a ser un guerrero activo», declaró, mientras aireaba su «compromiso personal» con ese país, al que dedicó el último tema de su álbum ‘Ramoncinco’. Cuatro años antes The Clash había publicado su histórico y exitoso triple disco ‘Sandinista’. Quizá era una manera de subirse a una ola alternativa a la Movida, que por otra parte parte ya empezaba a dar signos de agotamiento y descalabro.
5 de octubre de 1985. El guerrillero místico se acercó a Euskadi y se arrimó a la ‘Martxa eta Borroka’ de Herri Batasuna, que había visto en el rock un filón nada despreciable. Abducido por la Euskadi «alegre y combativa», volvió a tocar en octubre en el pabellón de La Casilla con A.H.V. de teloneros, grupo auspiciado por El Curi, un vallisoletano que había empezado de cantautor y que se había venido a Portugalete para buscar nuevos horizontes.
No hubo huevos ni tomates. Las crónicas periodísticas de la época recuerdan que hubo un millar de personas y que los organizadores estaban muy contentos. ‘Diario 16’ reproducía estas declaraciones de Ramoncín: «Yo veo la situación de este país (Euskadi) como una película de vaqueros, en la que tengo muy claro que los indios son los buenos, y los malos, el Séptimo de Caballería. A mí me gusta ponerme del lado de los indios». Ramoncín, el peliculero, muy siniestro y sin una pizca de gracia.”
Ser de un barrio no es un mérito , tampoco haber nacido en una familia acomodada ; por lo mismo ningún demérito ni motivo especial de orgullo por las culturas asociadas o por sus contraculturas de consumo rápido .
Ser dirigente indigente como demuestra Lastra de viaje permanente en el ascensor social del partido puede ser un mérito al tesón de “ culo di fierro ” pero que solo se aprecia circunscrito a ese ámbito como el dar cabezazos potentes y certeros contra un cuero en ciertos delanteros .
También el empecinamiento en rubricar con urgencia un pésima ley desde el fracaso político de una pésima y rígida portavoz , peor ministra sin competencias , mala ciudadana que incomoda a cientos de miles de padres con esa frase pour épater les bourgeois, «los hijos no pertenecen a los padres. » Ha hecho un pan como unas hostias.
La culpa fue del cha-cha-cha…jeje.
Vera yo le he contado la biografía del chico de barrio que es cierta y su filosofía lacustre , y usted una ridícula jilipollez ; este es el nivel.
No aporta nada , un cero a la izquierda ni siquiera llega a interjeccion
Los hijos, a pesar de los padres, tienen derechos….jeje.
Y esos derechos están recogidos en la constitución.
El unico » control parental» que disponen los padres es el que no usan….ejem.
Los nietos,a pesar de mis hijos,tienen derechos..jeje.