Juanjo Cáceres
Se anunciaba la semana pasada semana la nueva propuesta de acuerdo para el sistema de cómputo de las pensiones, que tiene como principal gancho el mantenimiento durante los próximos veinte años del cálculo de las mismas sobre los últimos 25 años trabajados, completado ahora por la alternativa de que sean 29, con el beneficio de eliminar los dos peores. Esto implica que es probable que los que, como yo, andamos cerca del medio siglo y los que lo sobrepasan ampliamente, nos jubilemos con ese modelo, si es que vivimos bastante tiempo como para conseguirlo. O como diría Batman, si vivimos suficiente como héroes del trabajo para convertirnos en villanos pensionistas.
No es mi intención revisar las entrañas de dicho acuerdo, que tal y como se ha señalado va a suponer un esfuerzo aun mayor de coste sobre las rentas del trabajo y que ya ha puesto de morros a la patronal, pero no es exagerado considerarlo la reforma menos regresiva de las que se han producido en las últimas décadas, ni puede negarse que entraña incluso elementos de progresividad.
Sí diré que probablemente se trata de una reforma más atinada que la otra gran reforma producida en el sistema de cotizaciones por el ministerio de Escrivá, la de las cuotas de trabajadores autónomos, que en su día se quedó lejos de resolver los dos principales problemas que se dan con las contribuciones al sistema en ese ámbito: la exigencia y necesidad de una mayor aportación por parte de esa gran masa de autónomos que estaban instalados en la cotización mínima -tanto para cumplir con su parte de solidaridad con el sistema, como para cobrar una pensión digna cuando les toque-, y la necesidad de establecer un mejor equilibrio entre esfuerzo cotizador y base de cotización, teniendo en cuenta las limitaciones reales que tienen una parte de los mismos para desarrollar su actividad por cuenta propia. Y es que una vez mejorado profundamente lo primero, lo que tocaría es que la sociedad no condenase a los autónomos con menos ingresos reales a unas pensiones de miseria, porque sus cuotas no generan una base de cotización suficientemente alta, tal y como viene pasando desde tiempos inmemoriales.
Pero tampoco vamos a hablar de eso ahora, sino de qué estructura social sigue consolidándose. Con una edad media de emancipación cercana a los 30 años, que casi siempre es imposible antes de sobrepasar los 25, se da la circunstancia que en esos 15 años comprendidos entre los 16 y los 30 hay un importante grupo de población que, en porcentajes importantes, se las ve y se las desea para cubrir sus necesidades mínimas. En cambio hay otro mucho mayor y más amplio que no va a trabajar más y al que el Estado le garantiza ingresos permanentes a partir de los 67, sin que tengan que hacer ya actividad alguna. A ese modelo se le llama solidaridad intergeneracional, pero ¿qué solidaridad intergeneracional hay exactamente con las personas jóvenes, más allá de que sus familias, en la medida de sus posibilidades o cuando sus pensiones lo permiten, les paguen algunos o parte de sus gastos más onerosos? Pues simplemente no existe: lo que existe es una sociedad justa con sus mayores e injusta socialmente con la juventud.
Si cosas como la renta básica garantizada existieran, no estaríamos hablando de esto. Si cualquier persona adulta dispusiera de unos ingresos mínimos para cubrir sus necesidades básicas, se resolvería automáticamente este problema, y algunos otros como la tasa de natalidad, la precariedad en el empleo, etc., etc. Pero como no está ni se le espera, algo habrá que pensar para que emanciparse y tener hijos antes de los 30 no sea una utopía. Desde luego no será con ayudas de miseria, como los míticos 250 euros que les caen de tanto en tanto, cómo resolveremos el problema, sino con un abanico de medidas profundas que pongan fin a décadas de exclusión juvenil. Porque al final todo aquello que impide a un adulto desarrollar su vida autónomamente es un elemento de exclusión y son mayoría los jóvenes que la sufren.
Y en el otro lado de la moneda, el de las personas mayores, también hay cuestiones a plantear. Primero la necesidad de que cese el empeño en alargarles la edad de jubilación, porque en un mercado laboral donde ya existen innumerables problemas para que las personas en la cincuentena sigan trabajando o encuentren un trabajo si pierden el suyo, más complejo resulta todavía mantener grandes contingentes de trabajadores que sobrepasen los sesenta años. Por lo tanto, cada vez que ampliamos la edad de jubilación, ampliamos ese contingente y lo que conseguimos es empeorar las pensiones de personas que dejan de trabajar antes de los 65.
Pero que las personas no deban seguir trabajando por lo general más allá de los 67, no tiene que implicar que se conviertan en seres inactivos y excluidos de parcelas cada vez más grandes de la vida social. Porque el envejecimiento es cada vez más saludable -aunque también hay que conseguir que lo sea más-, porque siguen siendo adultos y porque tienen tanto derecho como cualquiera a ser personas que aportan a la sociedad. Lo único que hay que entender es que su marco de actuación no puede ser ya el laboral, ni las jornadas de ocho horas. Su vida debe cambiar y debe disfrutarse, pero disponen un tiempo libre que el resto de la sociedad no tiene y existe todo un entorno social que ofrece miles de oportunidades de dedicación útil -no simplemente ociosa- a las personas mayores, que podemos potenciar. Condenar a las personas mayores al rol de viajantes del Inserso, al de cuidadores de sus familias o a encerrarse en casa, es una terrible pérdida para ellos y lo es aún más para una sociedad que podría obtener muchos más beneficios de su experiencia y conocimientos y que no los consigue por esa plaga del siglo XXI llamada edadismo y que castiga tanto a jóvenes como a mayores.
Reflexionen sobre ello, porque hay mucho que reflexionar, pero no olviden lo que viene ahora: la inclusión de todas las personas, más allá de su género, origen y capacidades diversas, es el gran reto de este siglo para nuestras sociedades.
Muchos temas… Pero hay uno claro, a veces sufrimos bulimia laboral, o no trabajamos nada o trabajamos demasiado. Por periodos. Y en la línea del articulista, se nos plantea alargar la vida laboral cuando seguimos en altas tasas de desempleo. Pero lo que no se monetiza o factura no cuenta.