Quique

Julio Embid

Quique le caía bien a todo el mundo. Abría los ojos todos los días a las 6.30, aunque fuera fin de semana. Cuando se levantaba, ya tenía preparado desde la noche anterior el uniforme de trabajo sobre la otra camita de su habitación. Se duchaba y se vestía con cuidado para que no se arrugase la ropa como le enseñó su madre. Desayunaba solo, ya que ya era mayor. Y cuando el reloj circular de la cocina daba las 7 en punto de la mañana, Quique salía por la puerta de casa camino de la marquesina del autobús. El conductor de la ruta, que siempre era el mismo, le daba la bienvenida con un «buenos días general» mientras pasaba el abono de transportes por el lector. La verdad es que el uniforme con el escudo bordado le sentaba muy bien.

Quique se bajaba del 45 en Neptuno y saludaba con la mano al dios romano del mar porque él también era del Atleti. Caminaba trescientos metros hasta la puerta del Congreso y saludaba a los dos leones de bronce negros que vigilaban la gran puerta que nunca se abría y entraba a trabajar a las 8 en punto sin retrasos. Su jefa, Antonia, lo trataba bien, aunque a veces se enfadaba si se confundía de sala o de comisión. Pero era buena. Todos la llamaban Toñi, como a él todos lo llamaban Quique.

Todo el mundo tenía diminutivos menos los políticos. Esos señores y señoras trajeados con corbata o vestidos caros que, por lo general, lo ignoraban completamente. Algunos se sabían su nombre y le decían «buenos días, Quique» y él sonreía. Cada día, a las 11 en punto bajaba a la primera planta a almorzar y se pedía un café con leche. Como en la cafetería no había fruta, y hay que comer fruta todos los días, su madre le dejaba en la cocina una bolsita con una pieza, de naranja o de plátano, que él se traía de casa.

Quique hacía los recados que le pedían los diputados o Toñi y a las 15 horas en punto se marchaba para casa. Cuando un diputado subía a la tribuna de oradores del hemiciclo, Quique se acercaba sigilosamente y le llevaba un vaso lleno de agua con su posavasos. Su madre siempre decía a sus amigas que, si no hubiera nacido con aquel cromosoma 21 duplicado, su Quique podría haber llegado a ministro. Quique le dijo un día a su madre que prefería ser ujier. Era mucho más feliz que ellos y tenía todas las tardes libres.

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Este cuento y treinta y nueve cuentos más los puedes leer en «Tránsfuga. 40 cuentos sobre la política» que he publicado con la Editorial Los Libros del Gato Negro y que cuenta con el prólogo de Ignacio Urquizu. Mi sexto libro, el primero completamente de ficción (o no), que creo que os va a gustar mucho. Si os apetece seguir leyendo, en vuestra librería o por internet podéis encargarlo.

Un comentario en «Quique»

  1. Para Amistad Cívica: muchísimas gracias por alegrarte de mi vuelta a DC. He pasado una temporada en que no encontraba nada que mereciese que yo añadiera mi grano de arena al tema. Finalmente enganché con lo de Facebook y Twitter de ayer.

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