Raíces de encina

Arthur Mulligan

En España se identifica la política como una actividad entre turbia y despreciable y en consecuencia, este descrédito primigenio y fundamental se desplaza hacia la clase política cuyos miembros ocupan de forma recurrente los puestos más bajos en la estima social de todas las profesiones. Los numerosos manifiestos aparecidos en los móviles con la habitual demagogia para que se bajen los sueldos o, más directamente dejen de cobrar durante el periodo de confinamiento, ha sido la última constatación de ese estado de ánimo. Se dice también que los ciudadanos desean que los políticos les dejen en paz y a la vez repiten aquello de que “tenemos los políticos que nos merecemos”. En este revoltijo se autoafirma una indolencia común y cierta desesperación cómplice por no poder cambiar nuestra naturaleza moral para abordar los asuntos públicos. Ya se sabe que todos defraudamos a hacienda, gritamos, relativizamos, respetamos hipócritamente ideas que no compartimos porque todos somos culpables y al enemigo, ni agua. En suma, todos queremos la paz pero al indiferente le ofrecemos la legalidad vigente.En una organización política que frecuenté durante una época, era muy común, ante cualquier cuestión, la acusación de querer politizar las cosas, algo que se consideraba impropio de una sana militancia en un partido político. Politizar era sectario, algo que disipaba energías y una actitud contraria al sacrificio por la indisoluble unidad de acción; una conducta altamente sospechosa que terminaba, como en un seminario, en vigilancia, persecución y castigo mediante diversos procedimientos, entre los cuales el más popular era y, creo que sigue siendo, el de caerse de las listas como quien se da un golpe contra un muro.

Espoleados por la burocracia de partido, muchos dirigentes hacían de la indiferencia una especie de virtud pública al mismo tiempo que alimentaban el fuego en el que deberían arder todas aquellas

veleidades intelectuales que no fueran estrictamente orgánicas (también objeto de vigilancia).

En los momentos de tensión, un descuido al elegir una metáfora puede desencadenar violencias contenidas y no previstas por estatutos y reglamentos cuya última razón es el frágil y educado “ fair

play”, algo que pude constatar dramáticamente en el congreso de un sindicato cuando la dirección, al quedar en minoría, fue comparada con los magníficos dinosaurios -extintos, muy a su pesar por no ser capaces de evolucionar y adaptarse – por uno de los candidatos, cuya rapidez de reflejos salvó de quedar noqueado por un miembro de la mesa que presidía el congreso porque a él no le llamaba dinosaurio nadie.

Sin embargo, en los asuntos privados, el poder liberarse de la toxicidad de estas reglas cainitas permite que se celebren miles de contratos; sí, también en España, en muchos casos fruto de largas

negociaciones al igual que miles de acuerdos de diferente índole que se dan, por lo general, en entornos propicios a la conciliación entre intereses divergentes.

En nuestra historia reciente esto último también ha podido ocurrir en el ámbito político y lejos de llamarnos mastuerzos fuera de nuestras fronteras hemos recibido muestras de amistad y admiración siendo ejemplo de madurez política y social para la moderación de conflictos internos en otros países.

El debate político es un tipo de debate que se acerca a las formas religiosas en su expresión empírica, normalmente recogida en doctrinas y liderazgos que aglutinan aversiones individuales más que adhesiones abstractas.

De lo que no cabe ninguna duda es de la firmeza en los rechazos que sentimos y también de la fuerza y bienestar que proporciona la fe en todo aquello que satisfaga el cumplimiento de nuestros valores.

También, aún cuando sea intuitivamente, somos conscientes de que la humildad, lejos de ser una virtud, algo que elegimos o desechamos, es el reconocimiento de nuestra impotencia y por eso es una pasión triste, según descubrió para cabreo monumental de las diferentes iglesias, nuestro apreciado filósofo Spinoza.

El pasado lunes, LBNL investigaba en un inspirador artículo las razones del fracaso en nuestra forma de debatir en política y proponía con la mejor de las intenciones no exasperarnos tanto con las opiniones divergentes a la vez que buscaba respuestas en el origen de este claro defecto, denunciando un grado de arrogancia intelectual colectiva superior a los de sociedades de nuestro entorno.

Algo cuyo fondo descansaría no tanto en los orígenes históricos de España, en sus episodios nacionales más destacados al decir de un Galdós -que determinarían por si mismos un carácter-, sino en una especie de conformación antropológica incapacitante desarrollada por el cruce de pueblos y tribus bajo las sombras protectoras de encinas de robusta corteza, fuertes y extensas raíces y la reconfortante perennidad sagrada de sus hojas.

Decía Unamuno en su ensayo sobre el individualismo español: «Mi idea es que el español tiene, por regla general, más individualidad que personalidad; que la fuerza con que se afirma frente a los demás, y la energía con que se crea dogmas y se encierra en ellos, no corresponde a la riqueza de su contenido espiritual intimo, que rara vez peca de complejo», a la vez que recogía estas palabras del hispanista Thomas Hume cuando trata la grandeza española del siglo XVI: «Cada labriego y letrado y cada soldado bravucón sentía así de una manera vaga que era una criatura aparte por razón de su fe; que los españoles y su rey tenían una visión más alta que la confiada a otros hombres; y que, de entre los 8 millones de españoles vivos, el particular Juan o Pedro, estaba individualmente, a presencia de Dios y de los hombres, como preeminentemente el más celoso y ortodoxo de todos ellos. A esto había llevado a la masa del pueblo español la política de Fernando e Isabel», terminando con la preciosa pintura que hace de Felipe II, el ídolo de nuestros tradicionalistas: «En él, como en tantos otros de sus paisanos, basábase una intensa individualidad en la idea de una distinción personal a los ojos de Dios, mediante el sacrificio de sí mismo… Era bueno… de corazón, buen padre y buen marido, amo indulgente y considerado, sin afición a la crueldad por sí misma. Y, sin embargo, no eran para él cosas malas la mentira, la deslealtad, la crueldad, el infligir sufrimientos y muerte a muchedumbre de gentes inermes, y el asesinar secretamente a los que se le cruzaban en su camino, porque en su oblicuidad moral creía que los fines justificaban los medios y que era todo legítimo en las causas enlazadas de Dios y de España. Era ciego y olvidadizo a todo lo que no fuese el sanguinoso Cristo, ante el cual se retorcía en maniática agonía de devoción, seguro en su oscura alma, como tantos de sus compatriotas lo estaban, de que el divino dedo apuntaba desde la gloria solo sobre él como sobre el hombre escogido, que había de obligar a la tierra al gobierno del Altísimo con Felipe de España como vice- egente, cual obligada consecuencia. Felipe II, en su sombrío orgullo, su mística devoción, su poderosa individualidad, no era más que la personificación del espíritu de su pueblo; por eso le siguieron con leal devoción, casi con adoración, hasta su desdichado fin, atravesando decepciones y derrotas, miseria, pobreza, opresión y sufrimientos».

Cuando viajamos no es infrecuente que los anfitriones interroguen sobre la percepción que obtenemos de la experiencia personal sobre su país, con una curiosidad que alimenta la confianza distendida entre similitudes y antagonismos dentro de la común naturaleza humana para descubrir algo, que por estar tan próximo, veían con naturalidad, y en justa y delicada correspondencia, respondemos con equilibrios de rigidez diplomática que tiene por objeto evitar un desaire brusco e imperdonable.

Como en aquella ocasión en Italia, durante un viaje en bicicleta por la Toscana, las impresiones vertidas en un diario servían a esa causa. Extraigo un pasaje: «El Domingo, después de dormir en Siena, hemos llegado a este agroturismo y como se debe, son muy amables; el paisaje sublime, la cocina entrañable y las explicaciones del por qué nos alquilan un apartamento en vez de una habitación, insuficientes. Durante el aperitivo que nos ofrecen antes de la cena se presenta un italiano con aire de intelectual haciendo preguntas sobre la situación política general en España; que si la prohibición de los toros, que si era verdad que los vascos teníamos un cráneo diferente (le informo que antes si, pero que desde hace al menos tres generaciones no tenemos sensaciones raras al pensar, y que solo de vez en cuando tenemos jaquecas, como todo el mundo); también sobre los bancos españoles y su posible quiebra (esto ultimo llama la atención del propietario, un siciliano emprendedor que de vez en cuando mira orgulloso con unos enormes prismáticos sus campos en las colinas que rodean la granja); el estado anímico de los jugadores de la selección española de fútbol frente al desafecto nacionalista y también, como no, el grado de adhesión a la corona del pueblo español. Naturalmente, les digo- sin querer parecer grosero- que el ministro de asuntos exteriores se llama Moratinos y que, seguramente, al igual que yo, se encuentra de vacaciones, pero que lo que de verdad interesa y apasiona a los españoles es Berlusconi y sus putas, con perdón. Al final me pregunta si soy creyente, y si no, que elija entre ser hijo de la materia bruta o del misterio. No volvemos a conversar».

Y este otro, abusando de su paciencia: «Capoliveri (Isla de Elba). Un pueblo de cine en el sentido literal de la expresión; es un pueblo en donde se podrían haber rodado las pequeñas aventuras domesticas del comandante de carabineros Carotenutto interpretado por De Sica, al que tanto se parece el propietario del maravilloso Albergo Azzurro en el que nos alojamos. Antes, un pequeño encontronazo con la iglesia. Resulta que mientras admirábamos la magnifica plaza mayor, un cortejo paseaba a la Virgen el día 15, Ferragosto, proveniente de una pequeña y coqueta callejuela con un cura de aspecto cretino, armado con una megafonía estridente y que no paraba de gritar, que no rezar: -¡Agnello de Dío!, etc. Entonces, y tras la sorpresa, tomé unas fotos porque parecía una escena de Novecento y en ese momento el cura cretino me señaló con el dedo mientras que por medio del altavoz no paraba de dirigir las miradas sobre el fotógrafo, o sea, sobre mí, que si les tomaba por un espectáculo, que si esto y aquello; que si el respeto y lo otro y lo de mas allá. El caso es que iba escoltado por la policia municipal en traje de gala y portando el estandarte de la Madonna. Todo el cortejo me miraba de forma hostil, y la verdad, yo también a ellos porque me parecía evidente lo que negaba el cretino, a saber: 1) que era un espectáculo, 2) que la calle era de la república, 3) que la Virgen, a los efectos comparativos, ocupaba el sitio que días atrás, en otro pueblo, correspondía a los animales de Circo. Pero claro, uno de la procesión, malencarado y con unas grandes gafas negras me miraba desde un rostro de perfiles tallados al hacha vasca, así que furioso obedecí la sensata instrucción de mi mujer y desaparecimos de la plaza».

La política es un arte en el que la potencia de las individualidades aparecen llenando la escena de manera arrebatadora y cuya retórica, por su sola presencia, intimida, por su capacidad de convulsionar masas organizadas y expectantes de manera cierta, hasta anteayer.

Podemos refugiarnos en nuestro dominio privado y feliz por no recibir intrusos, seguros de nuestros recursos, confiados en nuestras vías de escape y de que gente como nosotros llevará siempre el control, ignorando la dimensión sagrada y oculta que fermenta en el tiempo.

Una dimensión de ritos cambiantes y de raíz permanente e inaprensible, pero que pide a gritos honestidad intelectual y amable educación.

4 comentarios en “Raíces de encina

  1. Interesante y gracias por la cita. Aunque si he entendido bien Hume achacaba el tema a nuestra religiosidad. Y ahora que ya no la sentimos así o no la sentimos en absoluto?

  2. Lo he releído y flipo: Un artículo de Mulligan sin ningún reproche a Pedro Sánchez o al PSOE! 🙂

  3. LBNL…yo le aconsejó volver a releer ,entre líneas el pasaje de Hume:
    «y que, de entre los 8 millones de españoles vivos, el particular Juan o Pedro, estaba individualmente, a presencia de Dios y de los hombres, como preeminentemente el más celoso y ortodoxo de todos ellos.»..
    ¿A que Pedro se refiere,entre líneas?
    A Pedro Sánchez por supuesto…jeje.

  4. relea,relea…»«En él, como en tantos otros de sus paisanos, basábase una intensa individualidad en la idea de una distinción personal a los ojos de Dios, mediante el sacrificio de sí mismo… Era bueno… de corazón, buen padre y buen marido, amo indulgente y considerado, sin afición a la crueldad por sí misma. Y, sin embargo, no eran para él cosas malas la mentira, la deslealtad, la crueldad, el infligir sufrimientos y muerte a muchedumbre de gentes inermes, y el asesinar secretamente a los que se le cruzaban en su camino, porque en su oblicuidad moral creía que los fines justificaban los medios y que era todo legítimo en las causas enlazadas de Dios y de España. «….ejem..glups.

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