Lluis Camprubí
Se está convirtiendo en un lugar común culpar «Europa» de los diversos problemas a los que nos enfrentamos. «Europa» así en general, o a la Unión Europea, o a Bruselas, en un uso a menudo indistinto y confuso. Ni al emisor ni al receptor le queda muy claro a quién concretamente va dirigida la crítica, pero el confort con la ubicación de culpa a una nebulosa alejada debe compensar. Es un fenómeno que podemos escuchar al hablar de la crisis de los refugiados, de la gestión de la crisis en la eurozona, o de los memorándums griegos. O en definitiva, cualquier problema que el opinador interprete que va contra el interés general de su país o la soberanía nacional. Expresiones tipo «qué vergüenza lo que está haciendo Europa» formaban parte nuclear del cuñadismo de derechas, pero ahora también se ha convertido en casi una frase hecha para muchas personas con una visión progresista y no necesariamente enmarcada en la defensa de la soberanía nacional. De hecho, recientemente ha aparecido una variante que sitúa como adversario la «burocracia de Bruselas».
Y así estamos, olvidando qué y cómo es la Unión Europea, cómo se ha ido construyendo y «gobernando», y cómo funciona la toma de las decisiones, también para los problemas antes citados. La UE, simplificando mucho, es un artefacto político en el que para definir y dirimir las cuestiones centrales funciona el intergubernamentalismo, es decir, el acuerdo entre los gobiernos de los estados-nación (siendo precisos deberíamos decir Estados Miembro). Acuerdos que lógicamente pueden ser por consenso (dinámica y marco «gran-coalición”) o por alianzas variables entre gobiernos (en función de criterios de ubicación política, de intereses materiales,…). Con un marco normativo (a veces superado) definido por unas reglas y una determinada hegemonía ideológica.
El hecho es que ahora estamos navegando en una UE «a medias”. Con unas capacidades, recursos y competencias insuficientes de los órganos comunitarios con algún grado de legitimación democrática directa (Parlamento y Comisión). Ambos son los que serían los encargados de velar por el interés general europeo (lo que pudiera ser determinable a cada momento de forma democrática). Donde los distintos grados de soberanía que han transferido los estados no lo han sido a instancias comunitarias, sino mayoritariamente a espacios intergubernamentales o agencias/organismos tecnocráticas. En definitiva, la soberanía política y el riesgo económico-financiero no han sido transferidos a un espacio paneuropeo sino que los estados han transferido (y muy parcialmente) su disputa y gestión a un club de miembros, donde funcionan las alianzas inter-estatales (con las correspondientes correlaciones de fuerza).
Hemos llegado al paroxismo que alguna gente que se indigna con las recientes iniciativas danesas de confiscar dinero y bienes a los refugiados, responde con el «vergüenza de Europa», cuando seguramente el lamento debería ser por la incapacidad que tiene la gobernanza europea para rechazar iniciativas de estados-miembros que nos parecen tan contrarias a los valores fundamentales. O al enfadarse en exclusiva con Europa por la «negociación» del tercer memorándum griego, cuando la troika fue básicamente la mediación y el dispositivo operativo de una determinada alianza de países e intereses (ciertamente también los de una oligarquía transnacional) y el consecuente choque de legitimidades nacionales.
Así nos encontramos con que el culpar a Europa en genérico, lo que en apariencia parece tan rompedor, termina siendo más que funcional para el actual estado de cosas. Especialmente porque desresponsabiliza los gobiernos de lo qué co-deciden. Esto es especialmente útil a los gobiernos con una agenda propia no demasiado popular. De forma más sutil son los primeros en explicar a sus ciudadanías para multitud de hechos que «no querían» y que es «una imposición culpa de Bruselas» (donde desconocemos su grado de implicación en la propuesta que sea).
En esta institucionalidad intergubernamental la exigencia hacia el gobierno propio es el primer recurso para no ensanchar el disloque de soberanías. Y a la vez para caracterizar y afinar el «decisor político» al qué fiscalizar. Y en caso que sea primordialmente un organismo europeo, parece igualmente relevante saber exactamente cuál es. Situar el poder político en una nebulosa omnipotente y alejada sólo alimenta la impotencia política fruto de unas dinámicas donde el área de conflicto político percibido como posible es todavía a escala estado-nación, que a la vez es asumida como insuficiente para frenar el impulso deconstituyente.
De hecho, cuando se rechazan por extrañas (y supuestamente diferente a la hipotéticamente estatal) las decisiones que vienen de la UE (sea del espacio que sea) a menudo se olvida que son el fruto de las mayorías políticas existentes en los diversos países, y que los poderes económicos que las condicionan y la hegemonía que las hace posibles (neoliberal en muchos casos) son muy similares a nivel de los estados miembros.
Seguramente entorpecerá muchas conversaciones y desquiciará a muchos todólogos, pero frente al primer «culpa de Europa» sería muy enriquecedor responder «sí, sí… pero exactamente, ¿a quién / qué te refieres?». Acto seguido, tal vez veremos que con el actual diseño institucional responsabilizar también a los estados, y al nuestro en particular, nos permite entender más lo que está pasando y al mismo tiempo ser más exigentes, vigilantes y condicionantes de lo que hacen (en) toda la actual batería de dispositivos intergubernamentales.
En mi opinión, en lo que se refiere a echar culpas, si se empieza a apuntar a los países miembros , la idea de Europa no dura ni un segundo.
Totalmente de acuerdo con el articulista. Es lamentable que cada vez que la Unión hace algo bien, los gobiernos nacionales se arroguen el éxito como suyo, mientras que cuando algo no gusta, la culpa es de una Bruselas que no existe o que sólo es la conjunción de todas las voluntades de los Estados Miembros, que muchas veces se escudan para hacer colectivamente lo que no se atreven a plantear directamente a sus opiniones públicas.