Sentirlo mucho

Frans van den Broek

Los linderos de la sentimentalidad son difíciles de definir, pero que vivimos en una cultura hiper-sentimental es un hecho que pocos pueden disputar. De eso trata el último  libro de Theodore Dalrymple, quien ha alborotado las calmas aguas de la corrección política británica con ensayos periodísticos y libros de ensayos que surgen casi todos de su experiencia personal, pero también de sus amplias lecturas y capacitación profesional. Dalrymple, pseudónimo de Anthony Daniels es, o mejor dicho, fue psiquiatra de profesión y trabajó en la cárcel con criminales de todo pelaje, incluidos los de alto riesgo, lo que le permitió acceder a un paisaje humano pocas veces presente en la conciencia colectiva, aparte de los sesgados reportajes de la prensa, sensacionalista o no.

Uno de sus libros más conocidos, “Life at the bottom: The Worldview that makes the underclass”, fue dedicado a este estrato de nuestra sociedad, que podríamos llamar lumpen, si no fuera porque es un estrato que en las sociedades occidentales avanzadas está (o sigue estando a duras penas todavía, porque lo que la crisis traiga consigo, nadie lo sabe) más o menos amparado por el estado, objeto de subsidios y protección oficial, y lo que Marx quiso decir al usar el término denotaba un segmento social en completo desamparo, fuera de la maquinaria industrial y solo mantenido en vida por la caridad o los lazos familiares. El nuevo lumpen es marginal, pero su propia marginalidad está categorizada y engranada a una maquinaria de soporte social institucionalizado que muchas veces, afirma Dalrymple, hace más mal que bien, pues sus propios intereses burocráticos obtienen ventaja del mantenimiento de la marginalidad y de la victimización de los afectados. Una de las tesis más controversiales de Dalrymple, expresada en otro libro, es la de que la ayuda que se brinda a los adictos a la heroína, a través de un bien aceitado sistema de dependencias, es espuria, pues contribuye a la durabilidad de la adicción y de los puestos de trabajo que se encargan de monitorizarla. A esto contribuye la tendencia social a concebir como víctima a todo aquel que se encuentre atravesando malos momentos, incapaz de salvarse por sí mismo. Con ello se privaría al afectado de los recursos cognitivos necesarios para enmarcar su situación en una luz distinta que dé más cabida al sentido de la responsabilidad y la motivación interna. La heroína, nos cuenta Dalrymple, es adictiva, qué duda cabe, pero librarse de la misma es menos difícil de lo que nos hacen creer las historias dramáticas que aparecen en los medios de comunicación y en los reportes de los burócratas. Se requiere de un esfuerzo de voluntad muy grande tal vez, pero para nada imposible. El problema estribaría para Dalrymple no en la droga misma, o en la situación del afectado, por difícil que parezca, sino en la victimización y pasividad que lo mantienen adicto. Quizá existan ciertas motivaciones psíquicas que empujen al adicto a la heroína en primer lugar o que sigan incitándole a su consumo, aparte de la adicción física, como traumas infantiles o pobreza extrema, pero en nada contribuye a la solución el considerarle paciente y no agente de por lo menos buena parte de su situación, y responsable por omisión o acción de la misma. En otras palabras, la adicción puede ser una buena excusa para la huída infantil o el sometimiento de la voluntad a agentes externos por simple falta de carácter. Dalrymple afirma haber constatado este estado de cosas en sus muchos años de contacto profesional con la adicción y con el crimen, a menudo entrelazados.

El libro último, “Spoilt Rotten: The toxic cult of sentimentality”, retoma en parte este decurso argumental, pero su objetivo, como dije, es denunciar el sentimentalismo moderno, prevalente en todas partes, desde el modo en que criamos a nuestros hijos hasta las políticas sociales, y un signo más de la decadencia cultural en la que se empeña occidente. Para hacerlo desmonta algunos de los argumentos más comunes de que se valen los sentimentalistas en soporte de la emoción y los sentimientos, los implícitos en nuestra cultura y los explícitamente expresados por filósofos como Rousseau (el sentimentalista por excelencia) o Solomon (emocionalista más bien, de corte moderno). Es difícil articular patrones universales de juicio de la emoción, pero toda cultura conocida adscribe límites a su expresión y naturaleza. En nuestros días vivimos guiados por presuposiciones como la hipótesis hidráulica que asume que una emoción no expresada es similar a gas acumulado en vías de explotar de modo violento. La expresión de las emociones, por intensas que sean las emociones o su expresión, es, por tanto, un bien en sí mismo, que nos salva de males mayores. Una sociedad libre tiene que permitir que las emociones fluyan sin tapujos, mientras que una sociedad represiva funciona como tapa de olla de presión sin válvula sana de escape. Dalrymple piensa que esta premisa no solo es falsa, sino peligrosa. El control de las emociones o su expresión es parte de la formación del carácter de todo ser humano, con diferencias en el grado de control atribuibles a la cultura o al estilo cultural de cada comunidad. Pero darle rienda suelta a las emociones es una receta para el desastre. Piénsese, por ejemplo, en el caso de un hombre temperamental, proclive a los ataques de rabia. Si cada vez que sintiera la inclinación por una rabieta dejara que la emoción tomara control de sí mismo, lo más probable no es que su temperamento mejorara, por la liberación hidráulica de la emoción de la rabia, sino que empeorara, por la falta de costumbre en controlar dicha emoción. Por el contrario, el esfuerzo por controlar la emoción y por expresarla de modo menos violento, a la larga terminaría por afectar al surgimiento de la emoción misma y por corregir esta tendencia de la personalidad, hasta donde fuera posible, hecho que demuestra la psicología cognitivo-conductual, que es la corriente más generalizada de tratamiento terapéutico hoy en día. Tal es la prevalencia de esta tendencia sentimentalista que es posible encontrarla hasta en quienes no saben ni siquiera el significado de la palabra. Dalrymple nos cuenta el caso de un asesino que había acuchillado a su pareja y que le dijo: “tenía que acuchillarla, doctor, porque si no, no sé qué hubiera hecho”.

Dalrymple es una ensayista elegante y que posee una de aquellas características que más se echan de menos en los ensayistas actuales, sobre todo de habla española (hasta dónde puedo saberlo): el soporte de los argumentos en datos. Sin duda es su formación científica la que lo instruye de esta manera. Pero como sabe el mismo Dalrymple, hasta los más incontrovertidos datos científicos están sujetos a revisión y pueden emanar de premisas falsas o incompletas. Este libro, como otros suyos, son una valiosa contribución al debate intelectual que debiera alimentar el espíritu de nuestra época (pero que no tiene lugar por extremismo ideológico de uno u otro bando o por simple memez conformista) y el autor se aúna a la larga lista de médicos y científicos que han contribuido a nutrir la ensayística anglosajona. No faltarán, sin embargo, quienes no sin razón le acusen de adoptar un sesgo conservador, en su afán, tal vez, de incordiar a la élite intelectual de su cultura, de raigambre más bien izquierdista. Dicho afán es palpable y entorpece la recepción de sus más interesantes ideas. Por ello es recomendable leerle con el mismo espíritu científico que blande al escribir sus libros, escéptico y experimental al mismo tiempo. Sabiendo que hasta el más objetivo de los ensayistas no puede evitar personalismos o motivaciones subalternas, hidráulicas o no. Visto esto, vale la pena leerlo de todas formas.

2 comentarios en “Sentirlo mucho

  1. Hola Frans, muchas gracias por el artículo, muy interesante. Ahora bien, considero que hay que tener cuidado con la palabra ‘sentimental’. Al principio del artículo hablas de que estamos en una época hiper-sentimental, y eso me recuerda al colectivo de cazadores cuando dicen que estamos en la cultura bambi, y alguien más en este blog lo dijo en una ocasión………. No comments….. Bueno sí, uno: no hay nada más equivocado.

    La palabra ‘sentimental’ lleva la connotación ‘blandito’, que es negativo, yo misma no soporto a los blanditos ni blanditas….. jejeje Yo creo que blandita no soy, pero imagino que sí soy sentimental, y soy capaz de decirlo sin ruborizarme (que es lo que suele pasar). Pero sólo puedo decir que soy sentimental porque sé que tengo sentimientos (entre ellos la empatía) y los reconozco y trato de usarlos bien (ejem…. jajajaj he dicho ‘trato’)
    El mundo no está acostumbrado a respetar las emociones, ni a educarlas, ni a entenderlas, siempre se han tratado de anular por lo ‘socialmente correcto’, y por tanto el adjetivo ‘sentimental’ lleva a confusión. La palabra ‘control’ tampoco me convence, quizás ‘manejar las emociones’ me parece más ajustado.

    Es verdad, estamos en el Siglo de las Emociones, pero no de los blanditos…. 🙂

    Saludos!

  2. Gracias Frans ,te acompàño en el sentimiento.

    Hoy es noticia:
    «El diferencial con el bono alemán llega a situarse en 589 puntos básicos, su máximo histórico.»

    Y digo yo….¿cambiaria la cosa si España pidiera la nacionalidad alemana?.

    Ejem.

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