Tiempo para rectificar

Alfonso Salmerón

Hace apenas dos semanas que entramos en la nueva normalidad y ya se multiplican los focos activos. El Ministerio de Sanidad tiene localizados 67 nuevos brotes. El de Mariño y el del Segrià son los que más preocupan. Se han detectado más de mil casos nuevos desde el 1 de julio en Catalunya, casi la mitad en la provincia de Lleida, que ha requerido el confinamiento de más de 200.000 personas.

Es difícil no pensar que hay cosas que no se están haciendo del todo bien. El Govern de Catalunya exhibió muchas prisas por recuperar el mando de la crisis y pisó el acelerador rumbo a la verbena de Sant Joan. La Fase 3 duró apenas unas horas. El 19 de junio, en un abrir y cerrar de ojos ya estábamos en la nueva normalidad en Catalunya. Una decisión que pilló con el pie cambiado a propios y extraños.

Hasta entonces, el Govern se había significado por defender las posiciones más conservadoras en la emergencia sanitaria. Abanderó el confinamiento desde mucho antes que fuera decretado por el Estado y mantuvo un perfil crítico con las medidas del ejecutivo de Sánchez al considerarlas insuficientes. Cuesta comprender ese giro en el guion que dejó descolocado al propio gurú de cabecera de Torra y su entorno. El médico catalán Oriol Mitjà, el experto en enfermedades infecciosas que había fichado el President como asesor, marcaba distancias con la Generalitat pocas horas después de la entrada en vigor de la medida en su cuenta de twitter.

Lo que más sorprende de toda esta crisis es la capacidad para la desmemoria, la no menos extraordinaria capacidad para la improvisación y la alucinante habilidad para centrifugar sus propias responsabilidades y enviarlas al vecino de enfrente que ha exhibido el ejecutivo catalán y sus entornos.

Nos habían advertido acerca de un más que probable rebrote del temible bicho en otoño, y uno, un humilde ciudadano que todavía mantiene algo de confianza en las instituciones que le gobiernan, pensaba modestamente que de aquí a entonces las autoridades sanitarias competentes trabajarían para evitar que volvieran a repetirse los errores de marzo. La experiencia es un grado. O eso dicen.

Sin embargo, cuando todavía estamos muy lejos de recuperar la normalidad o al menos algo que se le parezca, ya comenzamos a intuir que vamos a tener un verano calentito no solamente en lo que a temperatura se refiere. Los nuevos rebrotes han constatado algo que no habíamos querido saber: el coronavirus sigue ahí fuera. No ha dejado de estar ahí durante todo este tiempo y amenaza con continuar entre nosotros. Parece que habíamos olvidado que si finalmente se consiguió doblar la fatídica curva de contagios y fallecimientos no fue porque hubiéramos encontrado la manera de combatirlo, sino porque nos habíamos quedado disciplinadamente en casa durante casi tres meses.

Hay algo muy humano en el entusiasmo con que la ciudadanía empezó a tomar el espacio público. Salimos en tropel a hacer deporte en cuanto nos lo permitieron y no tardamos ni diez minutos en llenar terrazas, abarrotar playas, reanudar los encuentros con familiares y amigos y celebrar cumpleaños atrasados. La vida siempre nos desborda, abriéndose paso a través del miedo y no hay estrés postraumático que la detenga. La vida siempre nos desborda. Había prisa en dejar atrás todo lo vivido. Tal vez necesitábamos olvidar a toda velocidad para recuperar lo antes posible las vidas que se habían quedado detenidas en el arcén de marzo, aplazando la factura del duelo para tiempos mejores. Urgía vivir. Y volver a activar la economía. Por supuesto. ¿Acaso puede desligarse una cosa de la otra?

No atribuyamos las culpas de esos nuevos rebrotes a la relajación ciudadana. Al menos, no exclusivamente. La ciudadanía ha estado en términos generales muy por encima de las autoridades que la gobiernan. No culpemos a los adolescentes que corrieron a abrazarse después de meses de un encierro a contracorriente de sus hormonas, ni a los abuelos que acudieron raudos y veloces a comprobar que sus nietos todavía no les habían olvidado. Señalar a los temporeros que llevan desde siempre trabajando y viviendo en condiciones infrahumanas es todavía mucho peor y tiene otro nombre. Del racismo y el esclavismo existente a este lado del Atlántico habría mucho que hablar por más que se quiera esconder señalando al dedo de Colón que apunta a las américas. Pero eso es harina para el pan de otro artículo.

Había algo de inevitable en todo eso. Las ganas. Las que se filtraban inconscientes entre el subtexto de las llamadas a la cautela de las autoridades sanitarias en rueda de prensa. Había algo de huida hacia adelante, bendita supervivencia, en todo aquello, que se transmitía junto al relato de las medidas de precaución de la nueva normalidad. Entre la realidad de la persistencia del virus y el deseo de que el mal sueño hubiera pasado. Algo de eso ha habido.

En mitad de todo aquello, y en aquel contexto en el que Illa y Simón se esforzaban por tratar de aparentar que todo estaba bajo control frente a la incertidumbre de la desescalada inevitable por la fuerza de los datos, el acelerón de Torra me pareció entonces una irresponsabilidad, una llamada precisamente a desatar esa parte de cada uno de nosotros que desafiaba a la cautela. El gobierno más cauteloso hasta la fecha nos decía que ya estaba bien de contenerse. Todo había pasado y podíamos zambullirnos desde ya en la normalidad de la revetlla de Sant Joan.

Había ansias en el ejecutivo catalán por recuperar el control de sus competencias. Algo por lo demás muy razonable, tratándose de un responsable político elegido por la ciudadanía precisamente para ejercerlas. Sin embargo, la gestión de Lleida nos está demostrando que no se estaba preparado, al menos todavía, para tomar el mando de la situación. Era demasiado desafío para una administración que abdicó hace tiempo de gestionar absolutamente nada y decidió instalarse en el discurso.

Al parecer, el sistema de detección y rastreo no ha funcionado con la celeridad necesaria como apuntaba el pasado martes el epidemiólogo Antoni Trilla. Nos habían dicho que en la nueva normalidad, la represa en Catalunya, no sería necesario el confinamiento porque se había diseñado un sistema para el control y el seguimiento de los brotes que se fueran produciendo. Pues bien, a día de hoy, la situación en Lleida está tan fuera de control que ha acabado provocando un confinamiento que tan sólo un día antes había descartado la misma Consellera de Sanidad que lo decretó.

Pero no es sólo el sistema de rastreo, cuyo call center fue adjudicado a la empresa privada Ferrovial, cuyos entresijos desgranaba hace unos días eldiario.es. El brote de Lleida ha puesto al descubierto los déficits estructurales de la sanidad pública catalana con una atención primaria desbordada con enormes déficits de personal y recursos sanitarios, que son especialmente graves en las comarcas menos pobladas y más pobres económicamente. En este sentido, el pasado miércoles día ocho de julio, diversos medios publicaban que el Govern de la Generalitat hacía un llamamiento a personal sanitario voluntario y se estaba planteando el traslado de enfermos graves a otros hospitales.

La consecuencia de todo ello es que vuelve a instalarse la incertidumbre más absoluta. Un mal augurio para recobrar la ansiada normalidad. O al menos, algo que merezca su nombre. El personal sanitario espera todavía poder descansar algunos días este verano antes de volver al tajo de los rebrotes en otoño, tanto como nuestra economía necesita algunos meses de actividad para poder recuperar algo de ingresos.

La amenaza de un nuevo confinamiento empieza de nuevo a planear. Sería un fracaso terrible de consecuencias incalculables. Uno confía en que durante los meses que ha durado el estado de alarma, los gobiernos hayan empezado a trabajar en los escenarios de una nueva normalidad en la que habrá que convivir con el virus durante mucho tiempo, para hacerlo compatible con la actividad en todos los sentidos. Nada de eso parece haberse producido a tenor de lo que se está demostrando ante el primer desafío importante de la nueva normalidad. No hay mucho tiempo para detenerse en la crítica. La Covid 19 nos sigue ofreciendo lecciones valiosísimas, al menos para aquellos que quieran aprenderlas.

Hay tiempo para rectificar y corregir, y mucho trabajo por hacer porque esto ha venido para quedarse por mucho tiempo. Se trata de diseñar la nueva normalidad. Una nueva economía, un nueva cultura, un nueva manera de vivir y de convivir. Habrá que ponerse a ello combinando las luces largas de la planificación con las gafas de cerca de la precisión para empezar a diseñar instrumentos eficaces de detección y prevención que nos permitan hacer compatible el virus con la vida. Sólo hay una receta para ello: humildad, rigor científico y colaboración a todos los niveles con el objetivo de reforzar nuestro sistema público de protección. ¿Nos ponemos a ello?

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