Valladolid, capital de España

Juanjo Cáceres

Cuesta imaginar un país cuya capitalidad no recaiga en Madrid.

Lo ha sido de forma casi ininterrumpida desde 1561, cuando así fue decidido por Felipe II, quien vio en ella un entorno de gran centralidad geográfica, buenos recursos naturales y una débil presencia de las clases nobiliarias y eclesiásticas, lo que podía permitir a la Monarquía Hispánica reafirmarse como centro del poder castellano. Un poder que en aquel momento poseía una dimensión verdaderamente imperial.Su condición se vio reafirmada en el año 2006 mediante la Ley de Capitalidad y Régimen Especial de Madrid, pero no son pocas las voces que en las últimas décadas han apostado por una visión más descentralizada del país y por una España con diferentes puestos de mando. Expresión de ello fue que en 1992 se celebrasen los Juegos Olímpicos en Barcelona y también que en los últimos días, tras la visita del presidente del Gobierno a Barcelona, se haya acordado con la alcaldesa recuperar el convenio de cocapitalidad cultural y científica con Barcelona, por el cual se destinarán previsiblemente 25,8 millones anuales a infraestructuras y proyectos culturales.

La visión de la cocapitalidad arraiga en una percepción más plurinacional de España, pero también hay que rememorar el ejercicio castellano de la capitalidad, que se ha ejecutado tanto desde Toledo como desde Valladolid, entre otras ciudades. El caso de Toledo es más conocido, puesto que ya gozó de la capitalidad durante el Reinado Visigodo y fue un centro de poder fundamental durante la Edad Media, pero Valladolid también tuvo un papel preminente durante la Baja Edad Media. En efecto, fue la sede de la Real Audiencia desde el último cuarto del siglo XIV, y por lo tanto, del principal órgano judicial del Reino de Castilla, así como lugar recurrente de celebración de las Cortes, aunque no sería hasta 1601 que consiguió ejercer durante un corto periodo de tiempo la capitalidad.

La ciudad fue capital entre 1601 y 1606, con motivo de las operaciones financieras y cortesanas de Francisco Sandoval, el Duque de Lerma, personaje conocido por ser, “a las órdenes” de Felipe III, el primer valido real de la Monarquía Hispánica; por su capacidad para lucrarse con el cargo, y por su talento para ejercer el tráfico de influencias. Con anterioridad el Duque de Lerma había adquirido grandes propiedades en las proximidades de la ciudad, de modo que propició el traslado de la Corte y consiguió con ello tanto un control más cercano del monarca, como un incremento exponencial del valor de los terrenos, de los que sacó buen partido. Y lo mismo hizo, por cierto, después en Madrid, cuando el traslado ya había tenido lugar, dando así un nuevo pelotazo tras el restablecimiento posterior de la capitalidad en dicha urbe, momento del cual, por cierto, se han cumplido 414 años este martes.

El precio a pagar por Valladolid fue un incremento enorme en el número de habitantes en los dos primeros años de capitalidad, seguido de un desplome con la pérdida de la misma y un decaimiento generalizado de toda la actividad. Lo mismo le sucedió a Toledo en su momento, a pesar de conservar la capitalidad eclesiástica. También, por cierto, tendría Sevilla su oportunidad de ejercer la capitalidad cortesana, en este caso en el siglo XVIII, y no podemos olvidar tampoco los múltiples cambios de capitalidad durante la Guerra Civil, ejerciéndola consecutivamente en el bando republicano Valencia, Barcelona, Girona y Figueres, y en el nacional, Burgos.

La enseñanza que quizás cabe extraer de todo esto es que la capitalidad es una condición que suele ser estable en el tiempo, como así ha sucedido también en la mayor parte de estados europeos, pero que fruto de circunstancias políticas específicas puede verse alterada. El peso del Estado nación, además, crea unos marcos que hacen difícil imaginar nada distinto a una capital y un aparato administrativo centralizado, relegando al resto de grandes urbes a ciudades de segundo orden o a capitales regionales, que es justo el caso de Valladolid y Toledo.

La cocapitalidad cultural y científica de Barcelona tampoco deja de ser un título honorífico, más allá de una garantía de financiación. ¿Pero sería buena idea retomar en serio el debate de la cocapitalidad? ¿Podría ser una vía para conseguir una mejor vertebración de la plurinacionalidad española y una forma de Estado que se parezca más a cómo es España realmente? ¿Podrá Barcelona, en caso contrario, mantener su condición de ciudad global, en el sentido definido por Saskia Sassen? En 2008, Foreign Policy situaba a Barcelona en la posición 26 de las “ciudades globales” según la definición de Sassen, sobre una muestra de 65, teniendo en cuenta cinco dimensiones: actividad de negocios, capital humano, el intercambio de información, actividad cultural y el compromiso político. ¿Podrá decir lo mismo Barcelona 20 años después, con todo lo acontecido desde entonces?

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