Arthur Mulligan
Una Moncloa lacrimógena no ha dejado pasar la ocasión de intentar cerrar una de las etapas más miserables de la política española mediante el recurso del melodrama y su cascada de lágrimas, alejándonos aún más de la admirable economía de gestos que rigen las costumbres en el Palacio Imperial de Tokio,
Lloraba Raquel Sánchez con gratitud dejando el Ministerio de Transportes a Oscar Puente quien ya se preparaba para cargar trenes con soldados; lloraba Yolanda Díaz dedicando sus lágrimas a quien más quería, no a su propia mismidad, como pensaban algunos, sino a su familia. También lloraba Irene Montero, emocionada por su ira contenida pero no Belarra, aunque ambas añoraban ya los días de cuchipanda a todo trapo de compras por Nueva York. Lloraba Dolores Delgado descabalgada de su alta Fiscalía con lágrimas de congoja y rencor, de tango arrastrado y vengativo. Lloraba en amargo silencio un solitario Álvaro García Ortiz, alguacil alguacilado maldiciendo su servil mansedumbre por saltarse el escalafón de los ascensos y el espíritu del cuerpo. Solo en la entrega de los Goya se llora de este modo; mamá, papá, ¡os quiero! Sigue leyendo