Juanjo Cáceres
Dicen algunas voces que la mejor transparencia es la que no es intencionada. O, dicho de otro modo, la mejor transparencia es la involuntaria, aquella que se produce pese a la voluntad de no ser transparentes.
En mi opinión, los compromisos públicos con la transparencia deben ser elogiados. Cuanto mayores obligaciones de transparencia existen, más vías hay de conocer el trabajo que realizan nuestras administraciones, de explorar los detalles sobre procesos en curso o de acceder a procedimientos de reclamación y denuncia. En la mayoría de los casos su implementación no responde a la voluntad del poder político que pone en marcha los mecanismos de transparencia, sino a disposiciones de ámbito superior que obligan a adoptarlos. Ello tiene como resultado que, muchas veces, su operatividad, eficacia y utilidad se sitúen a veces por debajo de lo necesario. Pero la transparencia no depende tan solo de la voluntad de ser transparentes. Por eso existen profesiones, como el periodismo, que entre sus principales atribuciones se encuentra, no solo el narrar lo que sucede para que se entere todo el mundo, sino también hablar de aquello que permanece oculto por voluntad de sus protagonistas.
Puede ocurrir a veces, en el ámbito particular, que seamos invitados a ser un poco menos transparentes. Si de repente nos convertimos en protagonistas de una riña, que exhibimos ante terceros, es probable que alguno de sus espectadores nos anime a resolver la disputa en privado y a no seguir montando una escena. Lo cierto es que las situaciones agresivas, aunque las protagonicen otros, nos violentan, y al vernos afectados y al generarnos esa desagradable sensación, preferimos apartarnos o apartarlas de nuestra mirada. Sigue leyendo