Juanjo Cáceres
Palabras clave: vivienda
Aquello de “no hacerse trampas al solitario” es una expresión usada en ciertos entornos, que apela al autoengaño. El autoengaño tiene dimensiones individuales y también las tiene sociales, pero en cualquiera de sus formas, representa una de nuestras mayores debilidades para formular premisas lúcidas, realizar valoraciones o para interpretar una situación dada.
Uno de los grandes exponentes del autoengaño colectivo es la cuestión de la vivienda. La dimensión de las falacias que la envuelven es tan grande, que para ser capaces de desnudar los problemas y abordar soluciones reales, debemos deconstruir todo un entramado de ideas, confusiones, intereses, verdades a medias y falsedades sobre las que discurre la que sin duda es, junto al empleo, la principal fuente de preocupación para la mayoría de personas adultas con las que convivimos en sociedad.
Quizás lo primero que hay que señalar es que resulta oportuno hablar a la vez de empleo y de vivienda, porque son vasos comunicantes. La principal vía de fuga de las rentas que obtenemos como trabajadores consiste en sufragar una vivienda en una de sus dos modalidades claves de uso: hipoteca o alquiler. Asimismo, las dos principales variables de desigualdad que sufren las personas son, por un lado, tener un trabajo o pensión -y por lo tanto una renta mensual- o no tenerlo, y por el otro, tener que pagar una vivienda para vivir o no tener que hacerlo. Se ha afirmado con insistencia que nadie debería dedicar más del 30% de los ingresos mensuales en pagos mensuales por disponer de vivienda, pero la realidad es que los costes de hipoteca o de alquiler en zonas muy tensionadas, se acercan fácilmente al 100% del valor de una nómina. E incluso cuando no es así, lo del 30% resulta absolutamente ridículo con amplias capas de la población incapaz de sostener un hogar o necesitando para ello un porcentaje muy elevado de sus ingresos mensuales.
El impacto de los costes de la vivienda sobre la economía doméstica genera una dependencia estrecha de la continuidad laboral a quienes los asumen, ya que sin salario y sin red de apoyo, los riesgos de endeudamiento o de perder un hogar son enormes. Incluso en circunstancias de estabilidad laboral, miles de adultos separados son incapaces de sostener por si solos una vivienda y no les queda otro remedio que convivir con otros parientes o con compañeros de piso. Pero donde el drama se hace mayor es entre las personas inmigradas: irregulares o no, aquellos que no disponen de ingresos suficientes, ni de red de apoyo significativa, se ven abocados a habitar en viviendas precarias o también en infraviviendas. Completa este triste panorama la explosión de los pisos turísticos, que no solo han retirado del mercado de viviendas habituales buena parte de los inmuebles que se encontraban disponibles en zonas muy tensionadas, sino que además son a menudo, en algunos lugares, fuente de serios problemas de convivencia vecinal.
La gravedad del problema de la vivienda en España es muy considerable y está creciendo. Además, desde hace algún tiempo el sector inmobiliario exhibe sus mejores armas para recalentar todavía más el mercado. Cuando los precios de venta están relativamente estables, generan notas de prensa para informar de subidas que en realidad solo se han producido en unas zonas especialmente tensionadas. Cuando los precios suben, multiplican por dos el cálculo, alimentando así una ola especulativa. Cuando, como en las últimas semanas, se producen bajadas de los tipos de interés y por lo tanto aumenta el acceso al crédito por parte de las familias, aumentan el precio de venta de los inmuebles de que disponen, desde el convencimiento de que hipotecas que antes no eran posibles, ahora empiezan a serlo. Estos actores de la mediación en la compra y el alquiler de viviendas representan probablemente el eslabón más dañino para el ejercicio del derecho a la vivienda, pues encarecen enormemente las transacciones aportando muy poco trabajo a las mismas, impulsan el crecimiento de los precios siempre que pueden y con sus numerosas barreras de entrada a inquilinos generan intensos problemas de segregación que dificultan la emancipación, la formación de viviendas y la estabilidad habitacional. Aunque no son los únicos agentes malignos.
Los otros grandes enemigos del derecho a la vivienda son los fondos de inversión en vivienda y el sector de la construcción. Lejos de poner sus capacidades técnicas y financieras al servicio de las necesidades sociales, su misión consiste en mercantilizar aun más el acceso y convertirlo en una actividad de gran rentabilidad. Y para ello no faltan aliados porque ¿qué fuerza política no defiende hoy en día la necesidad de construir más pisos? Discrepan en la titularidad de los mismos, sobre si deben formar parte del parque público o si lo que hay que hacer es facilitar la inversión privada, sobre todo vendiendo suelo público, pero coinciden en la necesidad de que haya más superficie construida. Cuando entramos en el terreno de la vivienda, las tremendas inquietudes sobre el cambio climático pasan a segundo plano. Si es para esto, añadir más cemento y más asfalto a nuestro territorio, no solo está bien, sino que está muy bien. No faltan tan poco los titulares necesarios para poner a todo el mundo de acuerdo, como uno muy citado a principios de este año: “España necesita más vivienda de la que construye para alojar a 200.000 nuevos hogares cada año”, que por cierto fue presentado por la directora de Instituciones y Grandes Cuentas en Sociedad de Tasación y que se sustenta en la idea de que en España se construyen menos de 100.000 unidades habitacionales por año.
Un titular como este debería hacernos preguntar inmediatamente de donde salen esos 200.000 hogares, en un país con una demografía tan de risa como la nuestra, pero lo cierto es que las proyecciones del Instituto Nacional de Estadística hasta 2039 avalan esta tesis: según las mismas, se crearán 3,7 millones de hogares de en el conjunto del país en los próximos 15 años, con un incremento claro de los hogares unipersonales y de pocos miembros. Si consideramos, pues, la demanda creciente de vivienda, el posiblemente insuficiente potencial constructivo y la retirada masiva de viviendas del mercado, ya sea mediante el alquiler turístico, los fondos de inversión o por la alarma social suscitada alrededor de los impagos de alquileres y las ocupaciones, el panorama pinta bastante mal y, una vez más, no parece que los poderes públicos vayan sobrados de reflejos para responder ante un problema que se agrava día a día, más allá de las declaraciones de buenas intenciones.
Somos un país en el que aumentan las barreras de acceso a la vivienda y nadie hace nada; donde los médicos se van a jubilar masivamente y nadie hace nada; y donde los profes están al límite y nadie hace nada. En un país así, quien tiene las de ganar son los grandes capitales y los especuladores de poca o mucha monta. Y cuanto más tiempo pase sin que nadie haga nada, peor va a ser el efecto sobre el bienestar de la mayoría de la población. Una mayoría cada vez más expuesta, por un lado, a las garras de las inmobiliarias, las mutuas y los conciertos educativos, entre tantas otras malas hierbas, y por el otro, a las inclemencias laborales.
En muchos aspectos, los problemas están a punto de desbordarnos y este momento que vivimos de proliferación de discursos de odio y de espíritus de la confrontación agravan enormemente los riesgos, puesto que apuntan a la búsqueda de culpables (el inmigrante, el gobierno…) y no de soluciones. De hecho, son el engranaje perfecto para que avancen todas esas dinámicas que nos metan en un agujero de mayores desigualdades. Pero tampoco podemos ser solo espectadores pasivos, ni seres enfadados que se limitan a canalizar su malestar en forma de mal humor o de protestas puntuales.
Ante todo, debemos revisar cuál es nuestro papel en todo esto. En el caso concreto de la vivienda, nuestra responsabilidad es indiscutible, porque son nuestros pisos los que estamos vendiendo y los que están subiendo desmesuradamente de precio cuando los arrendamos. Son esas inmobiliarias con las que firmamos la gestión de nuestras viviendas las que lo hacen. Somos nosotros los que preferimos cederle una semana el piso a un turista, que arrendarlo por un alquiler razonable a una pareja joven o a un extranjero que cuida a nuestros mayores. Y también somos nosotros quienes siendo un país de propietarios, somos muy a menudo incapaces de planificar nuestra vida de forma que nuestros descendientes no sean víctimas del mismo yugo inmobiliario que nosotros o nuestros padres y abuelos.
Volviendo al principio, la madeja es densa y está enredada. La cuestión de la vivienda es un problema capital pero debemos darnos un tiempo mirarlo bien, de arriba abajo. Por eso debemos hablar de ello en profundidad y por eso la conversación no acaba ni hoy ni aquí.
Barcelona es imposible. Quienes huían del Eixample hacia otros barrios, ahora buscan en el Vallès. Y descartemos Sant Cugat. Imposible el derecho a la vivienda digna. El aquiler medio va por los 800 euros. Los precios de compra inician con 200 mil euros.
Recomiendo la lectura del artículo que publica hoy El País sobre el tema. Aporta datos muy interesantes para el debate.
Nota: en 1919 hubo una huelga/rebelión de inquilinos contra propietarios en Sevilla. Chaves Nogales lo cuenta con su habitual maestría. Ganaron los inquilinos que impidieron los abusivos aumentos de alquileres en las corralas. La revuelta fue liderada por movimientos anarquistas, muy potentes en la Sevilla de aquella época. Lo cuento porque una de las cosas que más me sorprenden de este tema es la ausencia hoy de una revuelta de inquilinos contra propietarios. Igual nos faltan hoy políticas de izquierda y sobran propagandistas.