Frans van den Broek
Allá por los años sesenta, el escritor peruano Sebastián Salazar Bondy publicó un libro devastador, titulado «Lima, la horrible», en el que desbarataba la imagen idílica de Lima como Arcadia Colonial, imagen favorecida por quienes gozaban del privilegio de no ser indios, cholos, serranos, mulatos o negros, y podían por tanto disfrutar de sus lugares más suntuosos y sus alamedas más elegantes. Los otros debían conformarse con las barriadas periféricas o las labores al servicio de la minoría blanca que aún detentaba el poder. El libro se concentraba en desmontar la ilusión de paraíso colonial que Lima se había forjado para sí misma, una ilusión llena de marqueses y descendientes de conquistadores, pero que se olvidaba que Lima estaba habitada en su mayoría por gente en estado de destitución o viviendo en la más abyecta pobreza. Incluso la planificación y organización de la ciudad reflejaría esta segregación, razón por la cual Salazar Bondy consideró adecuado el epíteto: Lima era, sin lugar a dudas, horrible. Cuando publicó su libro había empezado un proceso de crecimiento exponencial debido a la migración interna desde las provincias, un crecimiento más cercano al cáncer que al desarrollo orgánico, fomentado por la necesidad de trabajo y por el sueño de una vida mejor. Desde aquella época, con su millón de habitantes, Lima se ha octuplicado y sigue creciendo, a un ritmo que dudo mucho capten los censos o las encuestas.
¿Qué hay de cierto aún en su elegante vituperio de la Ciudad de los Reyes? ¿Y cuántas ciudades no podrían ser cualificadas como horribles en este sentido ahora mismo? Desde hace poco, más de la mitad de la población humana vive en zonas urbanas y la pregunta no podría ser más relevante, por tanto. Cientos o miles de ciudades en el mundo son horribles, no tanto porque su parte material lo sea, aunque también, sino porque están fragmentadas según patrones de segregación económica, étnica o hasta racial que las desmedran.
Pero la realidad no es tan simple, por supuesto. Las ciudades no son solo entidades materiales u organismos sociales, son también entidades imaginadas y vividas, son las ciudades que nos representamos y las que experimentamos cada día en infinitas formas. Desde estas perspectivas, las ciudades son de alguna manera el fenómeno humano más complejo que haya ocurrido jamás y en consecuencia pueden ser horribles en muchos sentidos, aunque no alberguen especial segregación o separatismo, sino que parezcan, a primera vista, límpidas de toda mácula social o material. Por ejemplo, tomemos la ciudad de Miami. Por qué esta ciudad se ha convertido en el destino preferido de millones de inmigrantes me resulta comprensible, dadas las oportunidades de trabajo que ofrece, pero incomprensible si recuerdo su flagrante carencia de espíritu o de ángel. Los edificios relucen, las playas son hermosas, la gente está bronceada y la música es excelente, y sin embargo, no se mueve. Quiero decir, uno tiene la sensación de estar paseando por una postal mal hecha de un paraíso de cartón o de habernos extraviado en una versión tropical de algún cuadro de Edward Hopper, pero con más gente. Esto es, en apariencia es una ciudad bien hecha, con todo en su lugar, algo de segregación, pero nada que compita con otras ciudades más jugosas en separatismos, y a pesar de todo, algo hay de horrible en ella, algo más indefinible que lo que las venenosas palabras de Salazar Bondy dieron a entender con claridad de Lima. Hasta cierto punto es, a mi prejuicioso entender, más fea que muchas otras ciudades con menos alharacas y más sofoques vitales, pero que logran conservar un espíritu más vital y energético, como tantas ciudades del mundo en desarrollo. En estas ciudades puede sentirse claramente el impulso que hizo al marxista Lefevbre clamar por “el derecho a la ciudad” y radiografiar los movimientos sociales asociados. En Miami a lo único que se tiene derecho es a mucho sol y a poco seso, pero no hay que negar que uno puede divertirse de lo lindo si lo quiere.
Pero hay otro tipo de fealdad que hace de las ciudades modelos perfectos de urbanismo y planificación, y sin embargo horribles ejemplos de la falta de calidez del instinto racional dejado a sí mismo. Aquí la razón no pare monstruos mientras sueña, sino que concibe ciudades o barrios perfectos que, cuando la realidad termina por imponerse, son invivibles. Esto fue lo que pasó al famoso barrio de Amsterdam Sudeste o el Bijlmer, el cual se diseñó y construyó siguiendo los más avanzados principios del modernismo y acabó convirtiéndose en lugar al que solo recalaban gente sin otra alternativa o de mal haber, o lo que es lo mismo, los de menores ingresos y las minorías étnicas, además de todo tipo de ilegales. ¿Qué fue lo que pasó? Pues que las ideas se impusieron sobre la cordura y construyeron inmensos edificios espaciosos, tecnológicamente avanzados, con parques alrededor y centros comunales bien pensados, que eran, en realidad, espantosos. La mayoría de dichos edificios están siendo demolidos ahora, una vez reconocido el fracaso del experimento arquitectónico y social, que puso en el papel lo que solo era un sueño de opio (del pueblo) y se olvidó de que el ser humano no puede habitar en sitios tan horribles sin mella. Por allí he leído que algo similar les pasa a ciudades que se han diseñado desde el inicio siguiendo principios racionales muy inteligentes, pero que carecen de espíritu o que no admiten la sorpresa y la organicidad. Quizá don Salazar Bondy se sentiría cómodo en dichos lugares, desprovistos de barriadas o chabolas, aunque quisiera pensar que extrañaría a ratos el caos de Lima, y los bares antiguos del centro, y hasta los carcomidos balcones desde donde contemplaban pasar el mundo las damiselas de la Arcadia Colonial limeña.
Si algo nos ha enseñado la historia, a fin de cuentas, es que hay límites a lo que se quiera imponer a la realidad desde la teoría, sobre todo cuando esta última está guiada menos por la experiencia que por la ideología. Esto es lo que comprenden las teorías urbanísticas modernas, que dan importancia a la experiencia vivida en el micro-espacio del encuentro personal así como a las representaciones que nos hacemos de la ciudad y los grandes diseños que organizan el macro-espacio urbano e incluso regional. Las ciudades son muchos más que edificios y calles, por supuesto, y ahora además están conectadas en redes planetarias, pero son a la vez los pequeños rincones donde uno toma el sol, se toma unas tapas o conversa de libros y se ríe. Las ciudades son también las ciudades que llevamos dentro, aquellas que proceden de las lecturas y las experiencias, las que están imbuidas de emociones e ideas, las de nuestra imaginación y nuestros deseos. Y todo esto no puede ser planificado, so riesgo de horribles resultados o de lugares sin alma. Quizá don Salazar no estaría en desacuerdo con esto.