La memoria, las esquelas y los sartenazos

José María Calleja

Parece lógico que las personas que tienen familiares enterrados en fosas comunes desde la Guerra Civil española, reclamen su derecho a poder exhumarlos para darles una sepultura individual. Esta reclamación es, para muchos, una forma de cerrar el duelo, de clausurar en paz un capítulo de memoria forzosamente individual e intransferible. Parece lógico que las víctimas de aquel horror, que no han tenido cuarenta años para ser reparadas, puedan obtener ahora una reparación simbólica, material o judicial. La pregunta es si todo esto se puede hacer en España sin que entremos en la guerra de tirarnos las esquelas a la cabeza.

A mediados de los años 50, en concreto, en 1956, el Partido Comunista de España (PCE) puso sobre el tapete político de la Dictadura y la clandestinidad lo que definió como política de Reconciliación Nacional. Se trataba, desde el bando perdedor, de dar por cerrada la Guerra Civil, superar la división de españoles en dos bandos e inaugurar un nuevo tiempo político en el que se dejaran atrás los rencores, los odios banderizos y se fomentara un encuentro entre todos los españoles, con independencia del bando en el que hubieran estado ellos o sus padres.

Aquella política fue absolutamente desoída por el Régimen franquista, que se empleó a fondo durante cuarenta años en la persecución, encarcelamiento y exilio de los perdedores y de los opositores a la dictadura nacidos después de la guerra. Aquella política fue también muy criticada por la izquierda extrema, que hacía guasa del revisionismo del partido de Carrillo y que criticaba a los militantes del PCE –incluso a los que estaban en la cárcel por luchar contra la dictadura– por considerarlos tibios y traidores.

Posiblemente sin aquel manifiesto político a favor de la Reconciliación hubiera sido imposible tener la Transición que tuvimos en España.

Existe ahora, y también existió en tiempos del Gobierno del PP, un revisionismo sobre la Transición española. Se nos viene a decir que fue realizada bajo amenaza, que los miedos impidieron ir más allá y que ahora, con una democracia ya consolidada y sin riesgo de Golpe militar o involución, sería necesario dar los pasos de ruptura que entonces no se dieron.

No estoy de acuerdo con esta revisión. La Transición fue ejemplar pues se pasó de una Dictadura de cuarenta años a la democracia sin derramamientos de sangre, sin revanchas, sin enfrentamiento civil. Hubo víctimas mortales provocadas por la extrema derecha (Matanza de Atocha en 1978, asesinato de manifestantes, etc) y hubo víctimas mortales provocadas por el terrorismo nacionalista vasco. Pero el PCE aceptó la Monarquía y la bandera española y los militares ultras que no estuvieron de acuerdo con su legalización (Pita da Veiga), dimitieron y se fueron a rumiar su odio.

En la Transición vimos a alguien que venia del Movimiento Nacional, Adolfo Suárez, y a alguien que venía de la derrota y el exilio, Santiago Carrillo, acuñando juntos la palabra consenso y haciendo enormes esfuerzos para que el paso de la Dictadura a la democracia no estallara en sangre. Aquello estuvo bien y no tiene sentido, a mi juicio, ponerlo en cuestión.

Ahora se trata de reparar a las víctimas de la Guerra Civil que no hayan tenido reparación. La revisión masiva de los juicios plantea problemas jurídicos, pero quizá los casos más significativos de arbitrariedad deberían ser revisados.

¿Es posible hacer todo esto sin tirarnos las esquelas a la cabeza? Pues parece ser que no. Nunca hubiera imaginado que en el año 2006 iban a estar tan frescos los odios como para que familiares de uno y otro bando publicaran esquelas de sus asesinados en los periódicos. Hoy, la inmensa mayoría de los españoles han nacido y crecido con la democracia, la inmensa mayoría de la población no establece sus relaciones personales, afectivas o políticas en función del bando en el que pelearon sus padres o sus abuelos. ¿Por qué entonces se avivan los odios?

Ojalá la Ley de la Memoría histórica sirva para cerrar este capítulo. De momento, a mi me tranquiliza que esta Ley no le guste nada absolutamente a un sujeto con Joan Tardá, ese «portacoz» de ERC que critica el texto por insuficiente y que pretende que el Rey pida perdón y otras melonadas semejantes.

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