Lluís Camprubí
Flota en el ambiente -y en el deseo colectivo- que la pandemia ha acabado, al menos en nuestro entorno. Pero la verdad es que no. Globalmente es más que obvio ver que no es así, pero la ilusión empuja a pensar que al menos en nuestro país y continente ya pasó.
Lo cierto es que algo ha fallado para llegar a pensar colectivamente que lo que viene después de la fase aguda/crítica/de emergencia de la pandemia es la post-pandemia (entendida como su superación). Si bien hay consenso en analizar que estamos en un momento diferente a los momentos críticos de los dos últimos años, tanto en número de muertos como en tasa de vacunación y que por lo tanto el marco de restricciones y vigilancia debe ajustarse, hay un problema no resuelto en la caracterización práctica de este momento.
En nuestro país la alta cobertura vacunal de momento nos sigue protegiendo en buena medida contra enfermedad grave y muerte. Y aunque la vacunación no evita ni la transmisión ni la reinfección, sí parece que las disminuye. Pero sigue habiendo números no despreciables de hospitalizados y muertes. Y parece que hay una transmisión significativa, aunque ahora no tengamos la capacidad de vigilancia, contaje y seguimiento que había antes.
Desde las autoridades públicas con la eliminación simultánea de prácticamente todas las medidas restrictivas (en particular la obligación de mascarillas en interiores, sin haber hecho nada por mejorar ventilaciones) y del sistema de vigilancia y seguimiento poblacional (sustituido por seguimiento de grupos de riesgo) se ha transmitido de hecho el mensaje que la pandemia ya ha acabado. Es decir, la equivocada gripalización en su consideración y percepción. Ciertamente es un mensaje que era muy esperado en amplios sectores de la población, comprensiblemente ya muy cansados. Pero si se hubiese asumido que estamos en una nueva fase de la pandemia (no en post-pandemia) tanto las medidas restrictivas como la vigilancia se hubiesen ajustado, pero no eliminado.
Si nos limitamos a la parte aguda de la enfermedad, la complacencia y aceptación de la situación actual deberían matizarse por algunos factores que merecen nuestra atención y preocupación: sigue habiendo una parte de la población no vacunada (pienso en particular en la población menor de 5-6 años, que tienen una posible vacuna en vías de aprobación en USA), aparecen nuevas “Variants of Concern” que pueden escapar más a la inmunidad, es posible que la efectividad de las vacunas vaya perdiendo fuerza con el tiempo, y aparecen posibles asociaciones en la literatura con otros síntomas y síndromes, como por ejemplo recientemente con nuevos casos de hepatitis infantil (aquí y aquí). Y nos deben seguir interesando los números de casos, ingresados y muertos, tanto en absoluto, como en relativo.
Es una enfermedad nueva y la prudencia (nunca deberíamos olvidar el principio de prudencia) debería obligar a resaltar que aún la estamos conociendo y a no jugar en exceso a la ruleta.
Pero además, un buen abordaje de la pandemia –como añadido a tener en cuenta el impacto agudo de la enfermedad- debería poder anticipar y proteger frente a los efectos a medio y largo plazo del curso de la enfermedad en los individuos. Y es aquí donde, a mi entender, estamos fallando especialmente. Los efectos persistentes de la COVID, lo que ha venido a llamarse Long COVID o COVID persistente, son conocidos desde hace tiempo (no podemos decir que sea algo nuevo o una sorpresa). Sin embargo, seguimos mayoritariamente en un marco mental equivocado, de entender la COVID como una enfermedad aguda, con mayor o menor gravedad, pero que una vez superada en unos 7-10 días, ya está. Otra vez el marco equivocado de equiparación con la gripe.
Hay diferentes aproximaciones y definiciones en la literatura pero en consenso se asume que la Covid en porcentajes relevantes (5-10% según distintas estimaciones, aunque hay un rango más amplio en otros estudios) causa problemas de salud una vez pasada la fase aguda, en multitud de órganos y sistemas (respiratorio, cardiovascular, nervioso,…) y con afectación relevante a la vida diaria (niebla mental, cansancio, incapacidad…). La literatura cada vez es más abundante al respecto. Y para quién tenga la preocupación añadida del impacto y abordaje de la covid persistente en niños en distintos países la sociedad empieza a organizarse, sin esperar a las autoridades sanitarias.
A nadie se le escapa con esos números –requieren irse confirmando con el tiempo- que esto puede ser un problema de salud pública y poblacional relevante. Lo estamos viviendo e investigando en directo, así que aún no hay certezas definitivas. Los minimizadores del riesgo y los que quieren pasar página dirán “Y si no?” pero la pregunta que nos debería ocupar es el “Y si sí?”. Con los actuales números, el consiguiente impacto de presente y de futuro en la población no parece buena idea jugar a la ruleta o resolver a modo de experimento.
Habiendo eliminado restricciones y medidas protectivas colectivas -y sin vigilancia suficiente además para poder revertir medidas con anticipación- se ha optado en la práctica por no poner limitaciones regulatorias a la circulación del virus. Ello significa que se ha transferido la responsabilidad de proteger a la población y su garantía de los poderes públicos a los individuos. Esto tiene dos derivadas a atender. La primera es la desprotección efectiva de las poblaciones más vulnerables, que pierden capas de protección. Y la segunda tiene que ver con transferir/delegar la gestión del riesgo a la población.
Haber optado por la auto-protección individual según la propia aceptación del riesgo podría llegar a entenderse -con muchísimas reservas ya que sigue habiendo interdependencia entre individuos- si la población está correctamente informada y se le han dado los mensajes apropiados para valorar riesgos y herramientas correctas para su gestión. Pero este no parece el caso, en particular pensando en la COVID persistente, que no forma parte de la información pública y colectiva. Esto es una falla grave de los poderes públicos, no de los individuos. Se ha omitido e ignorado el Long COVID del mensaje emitido, de manera que la calibración de la tolerancia del riesgo individual a asumir y las correspondientes decisiones se harán a partir de mala información. Y esto es una injusticia en múltiples aspectos que debería ser corregida. Sobre esta idea, me gustaría acabar recomendando la lectura del artículo “Omitting long Covid from pandemic messaging is harmful for public health”, de Danielle Wenner y Gabriela Arguedas Ramírez. No se lo pierdan.