Lluís Camprubí
En mis dos artículos previos he intentado ir situando lo que se sabe y lo que no sobre el Long Covid (Covid Persistente), sobre su definición y sobre el por qué debería tomarse como una preocupación más seria por parte de las autoridades sanitarias. En el primer artículo –después de situar lo que sabemos de incidencias/prevalencias e impacto en la salud- insistí en que si las autoridades sanitarias han decidido traspasar la responsabilidad de evitar la transmisión e infección a la ciudadanía a través de la auto-responsabilidad y el cuidado propio, lo mínimo que deberían hacer es explicar e informar correctamente de los riesgos y explicar el potencial riesgo de LongCovid, para que al menos cada persona pueda tomar sus decisiones de gestión del riesgo debidamente informada. En la segunda columna puse la atención en la necesidad de dejar de considerar la Covid como algo agudo y respiratorio y empezar a considerarlo como una patología potencialmente crónica (o de larga duración), incapacitante y que puede afectar a multitud de órganos y sistemas del cuerpo más allá de lo afectado por una “gripe” (vascular, nervioso,…).
En este tercer artículo me gustaría situar lo nuevo que en este último mes se ha ido conociendo y publicando sobre LongCovid y apuntar alguna idea sobre qué hacer.
¿Qué se sabe de nuevo?
Aumenta la consciencia del impacto social y a largo plazo del LongCovid, y también sus derivadas sobre lo económico. Si bien decir que es un evento generador de discapacidad masiva es una formulación hiperbólica, sí que debería entenderse como un evento de deterioro masivo para millones de personas. En el Reino Unido se estima que el 2% de la población total (y la cifra va creciendo) ve limitadas sus actividades diarias debido a LongCovid. Vale la pena leer el artículo completo de John Burn-Murdoch sobre el impacto creciente socio-laboral en el Reino Unido. Y, en Irlanda, se estima que un tercio de los infectados desarrolla alguna forma de LongCovid, y que un 5% de los pacientes Covid implica invalidez o incapacidad para trabajar al cabo de un año.
Sobre prevalencias e incidencias, en Estados Unidos el CDC publica que el 20% de los adultos que han pasado Covid (que son el 40% del a población adulta total), experimentan alguna expresión de LongCovid. Sin embargo, entre distintos estudios hay mucha variabilidad en las porcentajes por lo que resulta útil esta revisión para entender todas las magnitudes.
Siguen sin estar clara/s la/s causas del LongCovid pero diversos estudios empiezan a aportar alguna luz. Hay tres hipótesis principales, como apunta este artículo divulgativo en Science: presencia de pequeños coágulos en sangre que dificultan micro-circulación, persistencia del virus en algún reservorio del organismo, o una reacción excesiva autoinmune diferida. A su vez, aumenta el saber acumulado sobre el impacto más allá del sistema respiratorio, como por ejemplo sobre nuestro cerebro y se van observando paralelismos con los mecanismos moleculares que se ven en patologías neuronales degenerativas. Sobre los factores facilitadores o propiciadores, no hay un perfil cerrado pero se apunta que aumenta el riesgo el no estar vacunado, la reinfección y la presencia de trastornos auto-inmunes. Así mismo, se apunta como señal de riesgo, la presencia de sintomatología neurológica durante la fase aguda.
Una de las dudas que va despejándose es sobre el efecto de las reinfecciones (y aquí en formato más divulgativo). En primer lugar, va quedando claro que con las nuevas variantes de Omicron (en especial la BA. 5) hay un riesgo cierto y creciente de reinfecciones, como muy bien describe Ed Yong. Lo que obliga a descartar y repensar el objetivo final de la inmunidad de grupo y lograr una cobertura vacunal del 70% para lograr esa inmunidad. Y, si bien hace un tiempo había algunas voces que minimizaban las implicaciones clínicas de las reinfecciones (con la lógica que cada vez su impacto sería más leve sobre el organismo), ahora se empieza a asumir que la clínica aguda no siempre será más leve y lo que es más relevante es que cada reinfección acumula riesgo y probabilidad para desarrollar alguna forma de LongCovid.
También se va publicando evidencia sobre el impacto del LongCovid en niños/as. En este estudio en Dinamarca se constata que hay más sintomatología “de larga duración” en niños que han pasado Covid que en su grupo control. Y en éste del Reino Unido se ve que el 4,8% de los alumnos de entre 7 y 13 años que se han infectado presentan alguna forma de LongCovid, así como se aprecia el doble de probabilidad de impacto en salud mental entre los que presentan LongCovid y los que no. Una revisión sistemática de lo publicado apunta que el 25% de los adolescentes que se han infectado tienen alguna manifestación de LongCovid, siendo las más habituales cambios en el estado anímico, fatiga y alteraciones del sueño.
Así mismo, se va constatando en diferentes estudios y revisiones el efecto relativamente protector de la vacunación para desarrollar LongCovid, si bien la magnitud de reducción del riesgo sigue estando en discusión (rangos del 15 al 50% de reducción del riesgo se están publicando en distintos estudios, y a la vez se ve como a mayor número de dosis de vacunas, mayor reducción del riesgo).
Así, algunas voces en la comunidad médica y salubrista vuelven a alertar de la necesidad de no abandonar el control y la necesidad de reducir la transmisión, con distintas intensidades y matices en lo que debería hacerse, basculando entre la necesidad de reforzar los mensajes a la ciudadanía de auto-protección y protección hacia los vulnerables, retomar la necesidad de mejorar las ventilaciones interiores, o (re)imponer mascarillas en la mayoría de interiores. En este sentido es importante asumir que será más bien con intervenciones de Salud Pública (y no clínicas) con las que volveremos a controlar la transmisión. Es importante evitar el fatalismo y la apatía institucional y señalar que se pueden y deben hacer cosas.
Lo más positivo es que algunas autoridades sanitarias muy relevantes van tomando conciencia del impacto del LongCovid y lo empiezan a situar como una prioridad. La OMS, por ejemplo, ya lo incluye en sus divulgaciones y análisis y conclusiones. Y el ministro de sanidad alemán ya ha alertado del impacto social, laboral y sanitario del LongCovid.
¿Qué se puede hacer?
Sobre el qué hacer lo más importante es intervenir sobre el aire interior que respiramos (sea con mascarillas y/o mejorando ventilaciones) y actualizar las vacunas a las variantes actualmente dominantes. Y por supuesto, con la mirada larga, confiar en la consecución y aprobación final de vacunas esterilizantes, universales para todas las variantes y sprays protectores (nasales…). Sin olvidar desde ya mismo hacer que para los infectados lo más fácil posible que no sean transmisores (promover tests y vigilancia, facilitar bajas para el período real infectivo…).
Así, nos encontramos en un escenario que parecería lógico impulsar medidas de salud pública para reducir y controlar la transmisión del virus (ahora en circulación libre, únicamente limitada por la auto-responsabilidad de los individuos) pero en el qué hay unos obstáculos, resistencias y barreras lógicas y comprensibles. De manera que la necesidad de las medidas debería poder dialogar con las resistencias a implementarlas para buscar soluciones que puedan ser compartidas, consensuadas, aceptables y sostenibles.
Mi opinión es que ahora –mientras esperamos a la vacuna ideal y mientras vamos recibiendo los boosters/recordatorios actualizados – debería impulsarse una iniciativa estatal y europea para mejorar las ventilaciones de todos los espacios cerrados de acceso público, como se está planteando en Estados Unidos y que debería volver a acordarse la obligatoriedad de mascarillas realmente protectoras en muchos más tipos de espacios cerrados concurridos. Para lo primero hay que asumir que es un plan que necesita de una inversión pública fuerte con mirada larga (ya que los beneficios respecto a COVID y otras patologías respiratorias es inmenso a largo plazo) pero que puede verse condicionada por las actuales incertidumbres económicas. Y para lo segundo –la obligatoriedad de mascarillas en interiores- debe poder discutirse en el marco de la diversidad de prioridades que expresan tanto ciudadanía, como autoridades como profesionales. Y es que, lógicamente, en este escenario, han aparecido dos pulsiones, también entre profesionales. Una más tendiente a seguir actuando activamente contra una enfermedad transmisible nueva con alto impacto en la salud colectiva, y otra más alineada con superar la fase de emergencia de la pandemia, reimpulsar la normalidad y atender prioritariamente otras preocupaciones de una ciudadanía ya muy cansada por las restricciones. Creo que es un error atrincherarse en una de las dos supuestas posiciones irreconciliables, que se atizan en etiquetas caricaturizantes o bien de “minimizadores del riesgo” o bien de “promotores del miedo”.
Pienso que es fundamental que ambas posiciones no se atrincheren y cristalice ese foso y por ello deben intentar dialogar y entenderse algunas de las razones de cada posición, la mayoría muy legítimas, ya que al final de lo que se trata es de ordenar y priorizar prioridades y preocupaciones, lo que innegablemente tiene un componente también subjetivo.
Lo primero sería que todo el mundo asumiera que no es justo culpar a la gente de la relajación de medidas. En nuestro país, ha habido una alta disciplina social cuando así se ha requerido y justificado por parte de las autoridades. Y ahora hay que entender el cansancio social, la necesidad de interacción y la relativización en la protección individual y colectiva de lo que se percibe como recomendaciones blandas. La ciudadanía en el fondo lo que ha hecho es incorporar a su práctica el mensaje oficial del fin de la pandemia, de nueva etapa y del fin de las restricciones, ejemplificado por las nuevas prácticas de las propias autoridades y responsables. Lo que nos lleva a la responsabilidad y la acción de las autoridades. Yo soy de la opinión que se han equivocado apagando a la vez vigilancia epidemiológica, educación sanitaria y comunicación de riesgos y restricciones y obligatoriedad de mascarillas. Lo que sumado conlleva el mensaje implícito de fin de pandemia y “gripalización”. Y si bien estamos en una etapa diferente a la pre-vacunación y a la fase de emergencia, lo que requeriría hacer ajustes finos de distensión, la pandemia no se ha acabado. De manera que no se han tenido suficientemente en cuenta aspectos sobre los que en momentos anteriores -cuando se fijó la ruta estratégica de superación de la pandemia- no se sabía suficiente: los impactos de nuevas olas, la aparición de nuevas variantes cada vez más lejanas a la formulación de la vacuna original, la posibilidad certera de reinfecciones y, especialmente, el impacto de Long Covid (Covid Persistente).
Sin embargo, es importante entender las razones que llevan a las autoridades políticas y sanitarias a ese marco de actuación (y al grueso de la comunidad salubrista a acompañarlo, con matices). Evidentemente no se trata ni de “malismo” ni de individualismo ideologicista. Más bien creo que se trata de una combinación (muy permeable con la sociedad) de varios factores, mundanos y comprensibles: agotamiento del empuje restrictivo, ganas de recuperar la normalidad, voluntad de superación de la pandemia y de voluntarismo de operar en post-pandemia, vértigo intelectual al pensar una reversión hacia nuevas/viejas restricciones, inercia mental sobre las conclusiones y sobre el consenso de salida que se fraguaron en la fase crítica de la pandemia (salida lineal hacia el retorno a la “normalidad” una vez culminada la vacunación y reducida la morbimortalidad más aparente y aguda), asunción del marco “gripal” (enfermedad aguda, respiratoria y sin mayores consecuencias para el grueso de la población vacunada), no querer contrariar al deseo social mayoritario de “normalidad” en una situación de mucho cansancio social, no poner atención y vigilancia a LongCovid, y, en definitiva, la necesidad de priorizar y atender otras preocupaciones sociales que parecen más graves y acuciantes relacionadas con el horizonte económico. No creo que sea momento de reproches intelectuales o académicos a las actuales autoridades sanitarias pero sí que debería empezar a ser necesario mayor exigencia en los análisis, planes y marcos de gestión de la Covid y rechazar por incompletos aquellos que no incorporen la vigilancia y el qué hacer con el LongCovid.
Comprendiendo todos los factores antes mencionados que explican el querer pasar página por parte de las autoridades, debería poder encontrarse un punto medio debidamente flexible y adaptable entre el marco de restricciones y vigilancia de la fase crítica de la pandemia y el “laissez faire, laissez circulaire” actual. Este podría empezar a dibujarse si a la asunción de todos los factores mencionados anteriormente se le suma un mandato y una necesidad que opera en sentido contrario: Debe seguir siendo un objetivo de salud pública reducir la transmisión del virus. No se puede aceptar el fatalismo de dejar circular un virus nuevo sin más. Reducir la velocidad –asumiendo que no podrá ser cero- de transmisión tiene múltiples beneficios como es conocido: reduce la posibilidad de nuevas variantes que escapen más a las actuales protecciones o que sean más agresivas, reduce la morbimortalidad, reduce el riesgo de grandes números de LongCovid y crea un entorno mejor para todos, y en especial para los más vulnerables. Y es que sigue siendo positivo ganar tiempo para saber curar y prevenir mejor el virus y todas sus derivadas.
A modo orientativo, quizás un consenso aceptable podría incluir los siguientes elementos, que deberían ir dibujándose colectivamente: en vigilancia epidemiológica debería poderse disponer de mejores cifras para el conjunto de la población y debería monitorearse el LongCovid; en comunicación pública, mensajes de las autoridades, pedagogía social y educación sanitaria, sin alarmismo, debería explicarse y poner la atención social en el LongCovid, en una actualización de los conocimientos básicos sobre Covid-19 ya que muchas cosas han cambiado y en la necesidad de cierta responsabilidad y ventilación en los espacios cerrados; en obligatoriedad de mascarillas en espacios cerrados, debería ampliarse fruto de una elaboración consensuada a los espacios más críticos y transmisibles y velar por su real cumplimiento; en ventilación de espacios cerrados, buscar un equilibrio y encaje con todas las iniciativas para mejorar la eficiencia energética de los edificios; y en garantías sociales para evitar la transmisión, hacer que los infectados no tengan ninguna necesidad ni incentivo para no aislarse y evitar que tengan que trabajar durante el período positivo/infectivo,….
En definitiva, encontrar un nuevo consenso que, atendiendo al cansancio social y a todo lo que vamos sabiendo, logre un poco más agotar al virus y frene un poco a nuestro favor la carrera armamentística de la inmunidad.