Barañaín
Este domingo el escritor Jordi Soler nos recordaba que vivimos en las antípodas de la ecuanimidad, que la falta de respeto por el otro lo contamina todo y que el dogmatismo desemboca en la arbitrariedad y lo que llama chabacanería política; su artículo (“La imparcialidad inglesa” http://elpais.com/elpais/2014/12/17/opinion/1418806903_463837.html) parte de unas observaciones de Borges, impresionado por un memorial de guerra existente en un college de Oxford en el que se exponen tanto los nombres de los alumnos ingleses caídos como los de los alemanes, también alumnos de Oxford, que murieron en las filas del ejército enemigo, combatiendo contra Inglaterra. Borges se preguntaba si en los países hispanos seríamos capaces de reconocer, de esa manera tan generosa, a nuestros enemigos. “El memorial de guerra que tanto impresionó a Borges -escribía Soler-, fue concebido por personas que tenían la perspectiva suficiente para ponerse en los zapatos del enemigo”. Esa actitud contrasta con la habitual en España, donde “la forma de relacionarse con los demás, con el otro…no consiste, como enseña la imparcialidad inglesa, en ponerse en los zapatos del otro, sino al contrario: en obligar al otro a ponerse nuestros zapatos”. Una actitud muy enraizada en un país en el que “más que el pensamiento se fomentó… la fe, el dogma, la creencia y ahí, precisamente, está la clave del éxito de la arbitrariedad, de las medias verdades, de la chabacanería política: al que cree no es necesario explicarle nada, basta con decir, vociferando con mucha autoridad, algo que tenga la suficiente eufonía”.
Soler ponía como ejemplo de lo que dice el proceso independentista catalán, “un caso flagrante de imposición de las ideas propias, de uno y otro bando, redondeado por la descalificación del otro, por el ninguneo y la ridiculización del que tiene ideas distintas”. Pero sin llegar a ese caso extremo se podrían poner otros muchos ejemplos que alimentan el pesimismo sobre la vida política española. Se critica con razón la enorme responsabilidad del gobierno en la creación de este clima político tan poco estimulante. Ahora, con ese estilo suyo de cambiar leyes con enmiendas de última hora, que aprueba con su mayoría absoluta, evitando incómodos informes preceptivos y debates serios, modificará el código penal. Impresentable, sin duda. Como lo son las explicaciones de la oposición –en conjunto- sobre su negativa a aceptar los plazos y la agenda política que plantea el gobierno para justificar su relativa inhibición en la discusión de las propuestas del gobierno. Que el respeto a la minoría es indispensable en una democracia debería ser tan obvio como que la minoría no puede pretender privar de su iniciativa a quien tiene la mayoría.
La sensación de desprecio absoluto por la ecuanimidad me la producía días atrás la lectura de declaraciones políticas, titulares de prensa y noticias sobre aspavientos varios a propósito de la Ley de Seguridad Ciudadana en el que obviándose los múltiples cambios producidos en el texto desde que se conocieron las primeras intenciones del gobierno (de la pareja Fernandez Díaz/Cosidó), se sigue criticando con la misma rotundidad e idénticas descalificaciones que mereció meses atrás el anteproyecto, aunque el texto final (por ahora) se parezca muy poco a aquel. Pedro Sánchez espetaba a Rajoy en la sesión de control parlamentario de la semana pasada que “solo le falta la frase franquista de ‘la calle es mía’ para demostrar lo que realmente es, el presidente más retrógrado de la democracia española” (¿pero ese título no correspondía a Aznar?). Y nos informaba de que “Rajoy está legislando solamente para la derecha más extrema, aprobando recortes en derechos y libertades en cada Consejo de Ministros”. A estas alturas del año y de la legislatura y al ritmo de un recorte de derechos y libertades cada semana deberíamos estar ya como Zambia, pero sospecho que no es ese el caso. Y esa debe ser una sensación extendida a juzgar por la ínfima respuesta que han tenido en la calle los llamamientos a protestar contra la supuesta “ley mordaza”.
Cuando se carece de un proyecto propio parece que solo se puede hacer oposición a base de gritar en alto, y reiterarlo una y otra vez, lo muy malo que es el gobierno: ¡Malísimo, oigan! Empeñado en competir con Podemos, Pedro Sánchez no pierde ocasión de desbarrar. Y al hacerlo sólo brinda una imagen especular de la intransigencia que denuncia en el PP. Una pena. Actuando así el jefe de filas ¿cómo podemos extrañarnos de que una diputada socialista – Carmen Montón, secretaria de políticas de igualdad en su ejecutiva -, recibiera al nuevo ministro de sanidad, Alfonso Alonso, con el calificativo de “verdugo” de las mujeres (“es evidente que Rajoy no le ha llamado como experto, le ha llamado como verdugo para rematar las políticas encomendadas a Mato en contra de las mujeres”). No se quedará atrás el PP: Alonso, anteriormente portavoz parlamentario, de perfil más bien sobrio, ha sido sustituido en esa labor por un Rafael Hernando que desde el primer minuto se ha empeñado en exteriorizar -con sus habituales muecas, acusaciones tremebundas y ocurrencias biliosas-, el desprecio hacia los otros.
Hay, por supuesto, otras muchas formas de exhibir desprecio hacia los demás y falta de ecuanimidad. Este fin de semana, el lendakari Urkullu proclamaba que aquí, en mi País Vasco, “no hay corrupción generalizada porque tenemos unos valores”. Valores que –aunque se cuidó bien de identificarlos-, deben ser los que no tienen el resto de españoles, tan proclives ellos a la corrupción. Lo de menos es que también aquí nos falten ya dedos de la mano para enumerar los escándalos, de dimensión – claro está -, acorde con el pequeño tamaño de nuestra comunidad. Para un “social-cristiano” como él –así se define Urkullu- queda muy aparente aludir a la superioridad de unos desconocidos valores ya que no son tiempos para alardear de superioridad racial. Hace unos años su colega Ibarretxe ya había aportado un gran descubrimiento a las ciencias sociales: “los pueblos con identidad tienen propensión a hacer las cosas bien”. Y hace unos días insistía en relacionar la bondad de la gestión económica con su carácter autonómico en lo que no era más que una “versión cientifista de la fábula de la cigarra y la hormiga trasladada a la piel de toro”, como explicaba, muy bien, J. Mª. Ruiz Soroa, donde la cigarra es el español, sin identidad y sin valores, y la hormiga es el vasco-vasco, con identidad que le sale por las orejas y muchos valores. Cualquier cosa con tal de no reconocer algo tan obvio como que la clave está en la extraordinaria sobrefinanciación de nuestra comunidad autónoma, que es entre el 80% y el 100% de la media española. O sea, que “los vascos disponen de entre 1,8 y 2 euros para dar servicios públicos, allí donde los españoles disponen de 1 euro”. Que tal discriminación no provoque apenas debate o queja no ya entre los beneficiados vascos sino entre el conjunto de los españoles es más que sorprendente, pero que los nacionalistas vascos, lejos de mostrar lealtad a ese conjunto que tan pacíficamente ha aceptado la imposición de nuestra privilegiadísima financiación, discurseen encima alimentando el victimismo de su clientela es algo aún peor. ¿Ecuanimidad? Ni Urkullu ni Ibarretxe parecen saber qué es eso.
También son muestra de su desprecio hacia los otros y de su absoluta carencia de ecuanimidad las tomaduras de pelo que se permiten, un día sí y otro también, quienes sabiéndose en la cresta de la ola se consideran con patente de corso para ello. Una ascendente estrella -¡ójala fugaz!- se hacía el ofendido cuando un entrevistador le suponía feliz por la excarcelación de presos etarras porque, según proclamó, era intolerable utilizar el dolor de las víctimas y eso de hacer política partidista sobre el terrorismo en vez de considerarla como una política de estado “nos convierte en un país bananero”. Ese personaje es el mismo que se jactaba unas horas después, ante otro periodista, de que “la manifestación que rodeó la sede del PP se gestó en la Facultad, de manera que cupiera en los caracteres y generara ese efecto de flashmob”. Se refería a la campaña de los sms contra el PP, que desembocó en manifestaciones frente a sus sedes el 13 de marzo de 2004, en plena “jornada de reflexión” electoral, utilizando contra el gobierno de entonces a las casi 200 víctimas de los atentados del 11-M, el más grave sufrido en Europa. Pedir coherencia a Iglesias sería ilusorio pero tratándose de un politólogo profesional ¿no cabría esperar al menos un poco de decoro o disimulo?
Hace unos años otro político profesional, Rodríguez Zapatero hizo del talante su divisa. Y no era nada fingido, sino bien real: su discurso, perseverante en ese concepto, era coherente con su práctica, abierta al diálogo y al pacto. ¡Qué lejos queda aquello! Parece que ha pasado una eternidad desde entonces. Ojala pudiera creerme que los ejemplos expuestos son solo anécdotas, bobaditas muy concretas que no reflejan realmente nuestra realidad colectiva, exageraciones debidas a mi falta de ecuanimidad. Pero me temo que se trata de personas y actitudes que encarnan bien el espíritu de esta época. En esta despedida, yo hubiera preferido una postal navideña menos desesperanzada pero no he sido capaz. Esto es lo que hay.
Felices Pascuas.