Uno de los nuestros

Jelloun

Ratificada la pena de muerte impuesta a Sadam Husein por un Tribunal de Apelaciones tan inverosímil –en cuanto a observancia de normas jurídicas se refiere-, como todo el proceso judicial seguido contra el depuesto dictador iraquí, sólo queda esperar la noticia de su ejecución si, como es previsible, fracasan los intentos de países europeos, que ya se anuncian, por evitarla.

Se hablará estos días –en nuestro país y en toda la Unión Europea, sin duda-, de la repulsa por esa pena de muerte. Pero sonará extraño en Iraq, si llega hasta allí, el eco de nuestras civilizadas protestas. Casi puede parecer una extravagancia este interés por la vida de una sola persona – la muerte en singular -, cuando se mide por decenas la dosis diaria de asesinados de los que ya ni siquiera acertaremos a retener si son ciudadanos iraquíes o soldados de los ejércitos ocupantes –el número de bajas entre las tropas de EE.UU. ya supera, al parecer, al de víctimas del 11-S-, si son combatientes abatidos en enfrentamientos o civiles víctimas de “daños colaterales� (“el mas infantil de los intentos de sacudirse de encima el delito de asesinar�), si son chiíes, suníes o kurdos. Sin duda, la recepción diaria de esa dosis de horror a la que nos hemos ido acostumbrando, contribuye a insensibilizarnos a todos un poco. Y no nos consolará el repetirnos eso de que “ya lo decíamos nosotros…� o intentar exigir responsabilidades por ese desastre tan anunciado.

La historia del moderno Iraq – la antigua Mesopotamia-, como de buena parte del Oriente Medio, es una sucesión de guerras y golpes, de atrocidades sin cuento, de traiciones y tejemanejes de ventajistas sin escrúpulos, y todo ello sobre un estado continuo de tiranía y opresión, en el que el desprecio por la vida y la dignidad humanas han sido constantes. Sadam Husein, con su crueldad extrema, representaba seguramente lo peor de esa tradición. En el poder desde 1968, aunque como segundo del régimen baazista hasta 1979, fecha en que asumió el mando supremo, su pasión feroz por las ejecuciones (a los pocos días de tomar el mando comenzó la purga y asesinato de sus propios correligionarios) así como la verdadera naturaleza de su régimen no eran un secreto para nadie.

Desde luego no lo eran para los gobiernos occidentales. Tras la caída del sha de Irán y la instauración del régimen de los ayatolás, se hacía necesario un nuevo régimen “tampón� de la zona, un bastión contra el extremismo islámico: uno de los nuestros. Por eso, durante mucho tiempo, se vendió en Occidente la falsa imagen del carácter benefactor, o al menos merecedor de respeto, del régimen baazista de Iraq ensalzando sus políticas sociales. Como ha explicado el gran periodista Robert Fisk “para Occidente Sadam era el nuevo Sha en preparación….sería un sha para nosotros y un nuevo Naser para los árabes�. Por eso, las grandes agencias de prensa internacionales se referían a Sadam no como “dictador� sino como, todo lo más, “hombre fuerte� (¡qué eufemismo!).

Y así, mientras los asesinatos en masa, en las décadas de 1970 y 1980, eran silenciados en Occidente o reconocidos con desgana, llovían sobre Iraq créditos para la exportación, productos químicos y helicópteros de los EE.UU., aviones de Francia, gas de Alemania, maquinaria militar de Gran Bretaña. El ejército de Iraq ya estaba gaseando, por miles, a los iraníes cuando Donald Rumsfeld se plantó en Bagdad en 1983 para estrechar la mano de Sadam. Durante todo ese tiempo, hasta que invadió Kuwait en 1990, en Occidente se toleró la crueldad de su régimen despótico. Más aún, se contribuyó a la creación del personaje en cuestión. No faltó ni siquiera la colaboración directa con el dictador: la CIA facilitó la ubicación de militantes comunistas al primer gobierno del Baaz, lo que se usó para detener, torturar y ejecutar a cientos de ellos (algo similar, por cierto, harían los servicios de inteligencia británicos en el Irán jomeinista).

Uno de los nuestros, ya no reconocido como tal, cerrará con su caída y muerte a manos de los mismos que lo promocionaron, un capítulo de esa tragedia interminable de Iraq. Los más optimistas –pero ¿cabe aún optimismo alguno en relación con Iraq y Oriente Medio en general-, confían en que la muerte de Sadam contribuya a apaciguar algunos de los múltiples ánimos desatados en ese país y a que disminuya la violencia por desistimiento de sus seguidores. Aún sin saber cuanta de esa violencia tiene su origen en los rescoldos del régimen de Sadam Husein, no parece probable que vayan a cambiar a mejor las cosas por una noticia –por lo demás, esperada-, que, a corto plazo, sólo generará mas indignación y odio. Gasolina para el fuego. Por supuesto, habrá muchos iraquíes que celebren el final del ex dictador pero me temo que entre esos no están los que preparan carnicerías con las que superan cada día nuestra capacidad de espanto. Por otra parte, si hemos de creer a los portavoces de las fuerzas de ocupación de EE.UU., si el terror en Iraq es sobre todo atizado por fuerzas ajenas al país –Irán, Siria, Al Qaeda,…-, es evidente que en nada se verá afectada la situación por la desaparición física de Sadam.

Uno de los nuestros, ya no reconocido como tal, caerá en el olvido próximamente. Salvo para sus víctimas directas. De poco le servirá ese mensaje que ha dejado para la posteridad, presumiendo de que “va a la muerte como un mártirâ€?. ¿Ha sido justo su juicio? ¿Podía haber habido acaso otra clase de justicia en el Iraq ocupado? En cualquier caso, a quien no debe haber escandalizado el proceso es al propio Sadam Husein. En cierta ocasión, al ser preguntado por las pruebas que podía haber contra un ministro de su gobierno recién ejecutado, el dictador respondió: “¡No necesitamos pruebas! La revolución de Iraq no es una revolución blanca… ¡Con la sospecha basta!â€?.

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