El ego

Permafrost

Una experiencia particularmente penosa para todo aquel que en algún momento se haya considerado imbuido de sentimientos de majestad y excelencia que lo individualizan por encima de la chusma canallesca constituida, básicamente, por «todo el mundo menos yo», consiste en descubrir súbitamente cuán patético, miserable e insignificante es uno. Recibir un baño de humildad, una lavativa para el ánimo narciso, un correctivo para la pose altanera, cuando es merecido, pertinente y, sobre todo, cuando se asimila, se asume y se interioriza con la resignada aceptación de lo que es justo e instructivo, suele dejar una profunda huella que, aunque dolorosa, ayuda a forjar un carácter ecuánime. Me gustaría decir que hablo con conocimiento de causa, si no fuera porque, con absoluta franqueza, no puedo declararme libre de toda vanidad, sin incurrir precisamente en la misma arrogancia de la que recelo. Hay en todo esto un sutil encaje de contradicciones.


Estas reflexiones sobre los inconvenientes de la soberbia y el exceso de amor propio me han asaltado recientemente al hilo de una columna del prolífico Sr. Pérez Reverte que alguien trajo a este foro. No quisiera personalizar ni demonizar a un tipo de quien, por otro lado, reconozco sus progresos en el oficio de escritor. Lo menciono simplemente como el origen de mis presentes cavilaciones. Espero que el día de hoy no les resulte indigesto.

Uno de los principales problemas del ego crecido es que, en toda empresa humana, acaba por distraer la atención del objeto al sujeto. Así, en el caso concreto que refiero, la cuestión, interesante, legítima, oportuna, de los resultados mediocres obtenidos por nuestro país en materia de educación, terminaba por convertirse en una colección de denuestos a diestro y siniestro que no aportaban nada, no explicaban nada y sólo servían para afirmar, por contraste, la superioridad, no se sabe si moral o genital, del autor de la invectiva.

Cuando el ego se introduce en cualquier asunto, la discusión entra en metástasis de personalidad. Lo importante ya no es el qué, sino el quién, yo mimé conmigo lo mío y tú más. Dicho sea de paso, ésta es una de las razones por las que considero que Pedro J. Ramírez nunca podrá ser un periodista honesto mientras no abandone la continua imposición de su propia agenda, de su obsesiva autocomplacencia, de su entrometido solipsismo… mientras no se abandone a sí mismo, en suma, o a su personaje.La autoadoración personal, además, viene acompañada casi indefectiblemente por la denigración del contrario. El supuesto genio egoísta tiende a desacreditar al oponente de una manera que exacerba sin necesidad el tono de confrontación y la aspereza de las discusiones. Cualquiera con cierta experiencia en el ámbito académico habrá podido percibir lo desagradable que resulta un debate en el que los contendientes son máquinas de onanismo perpetuo. Es una actitud artificialmente excluyente, porque la mayoría de las veces, la validez de un enfoque no es forzosamente incompatible con el mérito de otro. Pero en multitud de ocasiones se observa al petulante engreído que afirma «su teoría» sobre las brasas de las aportaciones ajenas, a las que considera, no ya mejorables, sino prácticamente una estafa intelectual. Todavía recuerdo el estupor que me produjo, durante la presentación de un «insigne» matemático reconvertido a politólogo, la respuesta que le espetó a un colega sin destrezas numéricas que le planteaba una objeción sensata acerca de los presupuestos de su modelo: «bullshit!» y él no estaba ahí para una «dinner conversation». Qué gratuito. Como gratuito e injustificado me pareció en su día el tono endiosado con el que Goldhagen planteaba sus tesis en «Hitler’s Willing Executioners», con la seguridad y contundencia de quien es marido exclusivo de Doña Verdad. El contraste no podía ser mayor con «Ordinary Men», de Christopher Brown, que escribía sobre exactamente el mismo tema, basándose, además, en exactamente las mismas fuentes. ¿Por qué ese empeño en presentar las aportaciones propias llamando poco menos que inútiles a todos los demás?

Ese engreimiento no sólo es ineficiente por distraer de las cuestiones de fondo; no sólo es excluyente y crispante, con el consiguiente despilfarro neuronal, sino que provoca, asimismo, una rigidez indeseable. Sostenella y no enmendalla es la consecuencia lógica de quien se considera en posesión de la razón frente a «esa caterva de mierdecillas». Cómo voy a rectificar, cómo voy a reconocer un error o incluso (¡horror!) pedir disculpas. De eso nada.
Es fácil imaginar las nefastas consecuencias que este tipo de actitudes puede tener en personas con capacidad de influencia social. Como en tantas ocasiones, encuentro especialmente inspiradas, a este respecto, las palabras de los autores Federalistas: «A menudo los hombres se oponen a algo simplemente porque no han participado en su concepción o porque ha sido planeado por personas que les desagradan. Pero si se les ha consultado, y ocurre que se han opuesto, entonces consideran que la oposición es un deber imprescindible de amor propio. Parecen creerse obligados por el honor y por todos los motivos de infalibilidad personal, a desbaratar el éxito de aquello que se ha decidido contrariamente a su criterio. Los hombres de temperamento recto y benévolo tienen  demasiadas ocasiones de observar con horror a qué desesperados extremos se lleva a veces esta disposición, y con cuánta frecuencia se sacrifican los grandes intereses de la sociedad en aras de la vanidad, la presunción y la obstinación de individuos con la capacidad de hacer que sus pasiones y caprichos interesen a la humanidad» (Hamilton, nº 70).

Y, aunque parezca una contradicción en los términos, estos inconvenientes del ego no se reducen a una cuestión individual con posibles «externalidades negativas». Podría establecerse una analogía con ciertas disfunciones a escala social. Pensemos en esa especie de «ego colectivo» que es la soberbia nacional, determinados espíritus corporativos, etc. La dignidad del ejército queda mancillada si se admite que no había pruebas para condenar a Dreyfus, hablar del genocidio armenio es un insulto a la patria turca, Estados Unidos nunca pedirá perdón por haber derribado un avión de pasajeros (Bush padre dixit)…

En última instancia, el ego hipertrofiado tiende a convertirse en un Dios sediento de tributos que abruma a su propio poseedor. Por ello, ser capaz de un ejercicio de introspección y expresar, sin derivas suicidas o autodestructivas, «estoy harto de mí mismo», constatando el pesado fardo que nos impone el siempre voraz e insaciable monstruo, es un logro no menor.
Felices fiestas a todos.

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