Julio Embid
Corría el año 2002 cuando un día de otoño mi compañero de piso y compañero de carrera me invitó a que fuéramos a ver una mani de la Falange contra la inmigración. En realidad, de una de las cinco o seis Falanges que se presentaban a las elecciones en Madrid y que competían por las siglas y por alcanzar el 1% de los votos. Yo, que en aquel entonces ya militaba en un partido de izquierdas, lo vi un poco raro. Primero porque mi compañero de piso era aún más de izquierdas que yo. Y no sabía muy bien por qué quería verla. Segundo porque era a media tarde en el centro de Madrid, muy cerca de la oficina donde años después trabajaría muchos años, en la Glorieta de Bilbao, y teníamos que desplazarnos de propio desde el sur para ir a verla. Evidentemente, ni compartíamos las ideas, ni nada por el estilo, pero con 19 años queríamos ver la extrema derecha de cerca, en su hábitat, libres, coreando sus mensajes. Servidor, que por aquel entonces había leído ya algunos libros sobre las diferentes extremas derechas, sabía distinguir entre fascistas, neonazis, nacional-populistas, nacional-bolcheviques, nostálgicos y casposos, pero no sabía muy bien qué me iba a encontrar dicha tarde. Total que allí nos fuimos.
Cuando llegamos vimos a medio centenar de skin-heads de nuestra edad, imagino que ultras de equipos de fútbol de la capital, y a otro medio centenar de abuelos de 80 y pico años que imagino que a estas alturas de la película, casi veinte años después, ya no se encuentren entre nosotros y no puedan disfrutar de los 52 escaños de Abascal en el Parlamento. Por aquel entonces llevaba una trenza que me salía de la nuca (como los Jedis de Star Wars) y me la metí por dentro de la camiseta y aquí paz y después gloria. Nunca me he peleado, ni tengo intención, y honestamente no quería tentar al destino en condiciones desiguales. Y allí, ese centenar de ultra-derechistas, y esos dos infiltrados en un lateral, caminamos los 300 metros de la calle Luchana desde la Glorieta de Bilbao hasta la Plaza de Chamberí, escoltados por dos centenares de Policías Nacionales, al principio y al final de la manifestación. En un momento, una señora de origen inmigrante se asomó a una ventana a ver pasar la cabalgata y media docena de críos rapados alzaron los brazos de sus bómbers negras y se pusieron a gritarle Sieg Heil, Sieg Heil. Recuerdo, año 2002. Casi me da una arcada.
Llegamos a la Plaza de Chamberí y allí tenían una buena megafonía, iluminación, escenario y un atril para dar su discurso. Me sorprendió mucho que un partido extraparlamentario tuviera tal despliegue de medios sin dinero público. Imagino que nunca les faltarán donantes. Y comenzó la perorata: Blablablá, vienen aquí a quitarnos el trabajo, blablablá, no respetan la bandera, blablablá, con Franco estábamos mejor y más blablablá. Y el Caralsol, por supuesto. En estas que, aunque apartados, se nos acerca una chica gorda con un taco de lotería de navidad de la Falange con recargo y nos dice: -¿Queréis unas papeletas camaradas? Y a mí, que suelo estar rápido para estas cosas, se me apareció una luz y le respondí: -Hola, ya le hemos comprado a tu compañero. Lo que me faltaba ese día era encima poner dinero para pagar aquella fiesta. Al volver a casa, y alejarnos más de 4 kilómetros rumbo sur, le dije a mi compañero de piso: -Primera y última vez. No necesito picarme heroína para saber que es mala.
Estoy seguro que Pablo Casado, líder de la oposición y candidato del centro-derecha a la presidencia del Gobierno de España, si hubiera estado con nosotros aquel día en la calle Luchana, no se hubiera equivocado el 20-N entrando en Granada en una misa de homenaje al Dictador. Si aquellos cien de Chamberí te votan, probablemente nunca serás Presidente de los otros 47 millones de españoles.
¿Está seguro el articulista que Casado, en aquellos tiempos, no frecuentaba manifas parecidas? Ayuso lo hacía y no me extrañaría nada que Casado no fuera ajeno. Lo que explicaría su «error». El «error» no es tanto entrar en la Catedral sino no salir corriendo al ver quienes había en su interior. Quizás porque ha estado con gente así en el pasado y nunca le ha parecido escandaloso. Explicaría su «tolerancia».
De las infinitas maneras que uno puede hacer el gilipollas, cada uno escoje la que más le apetece en ese momento. los ciento dos en Chamberí ese día tambien ejercieron ese derecho.
¿Tocó la lotería?
Es inaudito el grado de seguridades que adquiere Embid por haber visto un centenar de falangistas en 2002 escoltados , según dice , por el doble de policías.
Toda mi generación convivió con muchos de ellos porque eran entre otras cosas nuestros profesores , especialmente los de FEN cuya asignatura se podía aprobar participando en la cabalgata de los Reyes Magos custodiando unos camellos , algo que nunca hice , no tanto como protesta sino como aversión al riesgo de una espantada de estos animales entre antorchas y la excitación propia de los niños .
De todos modos, entiendo su sorpresa al ver unas decenas de aquellos aprendices de fascistas disfrazados de opereta pero irremediablemente en vías de extinción y bien controlados por la policía como pudo comprobar .
Coincido con Fernando.
No me resisto a reproducir esta perla en el Confidencial del periodista Javier Caraballo :
« Solo deberíamos ponernos en la mente de un ciudadano medio cuando contempla que los debates esenciales sobre los presupuestos de todos tienen que ver con el doblaje de películas al catalán, el euskera o el gallego, mientras que en otros territorios se sigue esperando desde hace años, incluso decenios, que alguien hable de promesas de inversión olvidadas para su desarrollo.
Ese contraste brutal, esa enorme frivolidad política, provoca un efecto imitación que se extiende por toda España, como ya estamos viendo con la multiplicación de fenómenos como el de Teruel existe, con lo que solo hay que proyectar esta realidad de hoy a un posible futuro inmediato: dos partidos mayoritarios, sin escaños suficientes para formar gobierno, que completan sus mayorías con los nacionalistas tradicionales y los partidos localistas que han aprendido su lección»