Ignacio Sánchez-Cuenca
La capacidad de los jueces para intervenir en asuntos polÃticos ha aumentado enormemente en los últimos treinta años, hasta el punto de que algunos investigadores han llegado a sugerir que nuestras democracias se han transformado en “juristocraciasâ€?. Se han creado Tribunales Constitucionales en la mayorÃa de las nuevas democracias (y en algunas viejas, como Nueva Zelanda, también), y en general los jueces han tenido gran protagonismo polÃtico en muchos paÃses: en Italia un conglomerado de jueces estrella, empresarios y periodistas dieron al traste con la primera república; en España basta recordar la primera legislatura de la crispación, la de 1993-96, con Garzón como protagonista principal de la vida polÃtica; en Estados Unidos el Tribunal Supremo decidió darle arbitrariamente la victoria a Bush, frente a Gore, ante el empate en las elecciones de 2000; etcétera.
Uno de los rasgos más fundamentales del creciente poder de los jueces es el control judicial de los actos polÃticos, que casi nadie se atreve a cuestionar. El control judicial de las leyes puede definirse del siguiente modo: la sociedad decide poner en manos de los jueces el monopolio de la interpretación constitucional. Si una ley aprobada por los representantes del pueblo choca o no con la constitución es algo que toca decidir a los jueces y sólo a los jueces.
Tanto en la tradición norteamericana (Tribunales Supremos) como en la europea (Tribunales Constitucionales), el control judicial se reserva a jueces o magistrados elegidos por el poder polÃtico. Estos jueces o magistrados tienen claras preferencias polÃticas, y toman decisiones de gran calado en función de dichas preferencias. Son independientes, pues no tienen que dar cuenta de sus actos y el poder polÃtico no puede reemplazarlos durante su mandato (en Estados Unidos el cargo es vitalicio). Los jueces / magistrados casi siempre están divididos. Es bastante fácil adivinar qué va a hacer cada uno en función de quién le nombró (no necesariamente porque tenga una deuda adquirida por el nombramiento, sino porque sus ideas polÃticas coincidirán). Las sentencias constitucionales, en muchos casos, se deciden por un estrecho margen. El bando que obtiene la mayorÃa de los votos impone su opinión.
Hay un desequilibrio evidente entre lo que se permite hacer al pueblo y a sus representantes y lo que se permite a los jueces / magistrados. Pensemos en el Estatuto catalán: su aprobación requiere, en primer lugar, una mayorÃa absoluta en el Parlamento catalán; otra mayorÃa absoluta en el Parlamento central; y finalmente la ratificación popular en un referéndum. Sin embargo, basta que siete de los doce magistrados del TC se pongan de acuerdo para echar por tierra lo que tan costoso ha sido aprobar.
A algunas personas esta asimetrÃa nos parece injusta. Las decisiones del TC pueden tener consecuencias polÃticas de la mayor importancia. ¿DeberÃamos delegar esas decisiones a una mayorÃa de magistrados que sabemos que deciden en función de su ideologÃa? Teniendo en cuenta que los magistrados no son representativos y por tanto no tienen que rendir cuentas ante la sociedad, ¿por qué están por encima de las instituciones representativas?El ejemplo del Estatuto no es polÃtica-ficción. La recusación de Perez Tremps revela que hay una ambiciosa operación polÃtica de la derecha para tumbar en el TC lo que el pueblo y sus representantes han decidido. La inconstitucionalidad del Estatuto tendrÃa consecuencias que claramente van más allá de Cataluña. Entre otras cosas, pondrÃa en entredicho la posibilidad de levar a cabo una ambiciosa reforma del Estatuto vasco que permita la integración definitiva de Batasuna en las instituciones el dÃa en que ETA abandone para siempre la violencia terrorista, y cuestionarÃa otros Estatutos ya aprobados (Valencia, AndalucÃa), que tienen algunos artÃculos directamente copiados del Estatuto catalán.
En el verano se acaba el mandato de la Presidenta del TC, MarÃa Emilia Casas, y el cargo pasará a un magistrado conservador (el Presidente tiene voto de calidad y puede deshacer empates, como sucedió por ejemplo con el caso Rumasa). No es descartable en absoluto que a partir de ese momento el TC pueda echar abajo la ley de matrimonios homosexuales. La pregunta, por supuesto, es: ¿por qué tienen que decidir los magistrados lo que cuenta como “matrimonioâ€? en España? ¿Por qué no tienen la última palabra los polÃticos, que al fin y al cabo representan el sentir mayoritario de la sociedad?
Está en marcha una reforma de la ley orgánica sobre el funcionamiento del TC. Quizá sea el momento de plantearse la posibilidad de exigir que los magistrados tomen sus decisiones no por simple mayorÃa, sino por mayorÃa cualificada. Esto obligarÃa a magistrados de distintas tendencias polÃticas a ponerse de acuerdo cuando quieran rechazar leyes aprobadas por las instituciones representativas. Las sentencias tendrÃan mayor legitimidad y la gente no se quedarÃa tan escandalizada de que decisiones tan graves se adopten por el voto de calidad del Presidente o por mayorÃas de siete votos contra cinco.
El Gobierno, a pesar de la polémica suscitada, ha aprobado una reforma sobre el funcionamiento del Consejo General del Poder Judicial que introduce la mayorÃa de dos tercios, lo que obliga a alcanzar acuerdos entre el sector conservador y el sector progresista. ¿Por qué no hacer lo mismo con el TC? Por un lado, la sociedad entenderÃa que las sentencias aprobadas por esa mayorÃa cualificada responden a algo más que a preferencias polÃticas de los magistrados. Por otro, serÃa más difÃcil que los magistrados se opusieran a las leyes que aprueban los polÃticos en representación de los ciudadanos.