Progresista

Arthur Mulligan

Quizá sea esta palabra la más utilizada en la campaña electoral a punto de concluir de manera pedestre, insulsa y mortalmente aburrida.

Un talismán que se opone a las llamadas “tres derechas”, a las que se exige sin rubor un cambio para homologarse a sus parientes europeos haciendo gala de un papanatismo singular y paleto, por acomplejado.Mientras la izquierda española -sin distinciones- ya habría conseguido su ISO 9001: 2015 y, en consecuencia, puede pasear sin inconvenientes por suelo europeo con la cabeza bien alta, las “tres derecha ” (siempre tres) previo acto de contrición -o al menos de atrición, por el qué dirán-, deberán expurgar de sus programas todo contenido que le parezca mal a la izquierda, inmaculadamente unitaria para la ocasión y, aprendiendo de ella, diferenciarse exclusivamente en la gestualidad y ornamentación que acompañe a su acción política.

Ni que decir que todo esto es propaganda, y de la buena, la que se obtiene mediante la apropiación masiva de los medios públicos y la articulación sistemática de los ecos de un resultado inintencional, la creación del Welfare State, como un logro particular de la izquierda moderada socialdemócrata, a la que, ahora sí, quiere unirse el inevitable Iglesias tal vez por efecto de su triple paternidad. Es un hecho que Podemos gira cuando gira su Jefe político y que su vida privada condiciona a toda la organización.

Por fin Podemos abraza la causa progresista y se sitúa en el socialismo de amplio espectro.

También los nacionalistas y las confluencias pescan en las mansas aguas del progresismo porque allí, en el seno de su purificado oxígeno, respiran satisfechos los famosos caladeros de votos. ¿Quién rechaza el progreso?

Los bolcheviques y, antes aún, los revolucionarios franceses, se dieron cuenta inmediata de las resistencias antropológicas profundas que se oponían a dar el salto desde el ideario al modelo operativo político o social que lo ponga en marcha y todo lo que hicieron necesitó de un fuerte grado de compulsión para obtener un resultado notable pero sumamente descolorido.

Como muy bien saben los emergentes de ida y vuelta, la democracia no conjura todos los males, la participación sin reglas explícitas y sometidas a control tampoco mejora las decisiones ni asegura la libertad, y también y significativamente, ningún proyecto económico de envergadura puede ni podrá prescindir del mercado.

Por fortuna y como premio de consolación para los amantes convulsos de un Café mítico, El Progreso, aún nos quedará la fe progresista ¿qué haríamos sin ella en estos tiempos de mudanza?

Como escribía Walter Benjamín (Sobre el concepto de la historia, Tesis I ), convenientemente modificada para la ocasión :

« Un muñeco, trajeado a la turca y con una pipa de narguile en la boca, se sentaba ante el tablero, colocado sobre una mesa espaciosa. Gracias a un sistema de espejos se creaba la ilusión de que la mesa era transparente por todos los costados. La verdad era que dentro se escondía sentado un enano jorobado que era un maestro del ajedrez y que guiaba con unos hilos la mano del muñeco. Una réplica de este artilugio cabe imaginarse en política. Tendrá que ganar siempre el muñeco que llamamos en España “Partido Socialista”. Puede desafiar sin problemas a cualquiera siempre y cuando tome a su servicio alguna idea que, como hoy sabemos, es enana y fea, y no está por lo demás como para dejarse ver por nadie: se llama progreso.»

Y es que, como afirma Hanna Harendt: “la noción de que existe algo semejante a un Progreso de la humanidad como conjunto y que el mismo forma la ley que rige todos los procesos de la especie humana fue desconocida con anterioridad al siglo XVIII”

La noción de Progreso, así expresada, no deja de ser más que una teología de sustitución.

Este concepto, en sí mismo neutro y universalista, fue adquiriendo distintos significados entre países y en el interior de cada país, de modo que la polisemia resultante termina por enmascarar la ausencia de ideas y programas de carácter duro e impermeables a influencias de ideas provenientes de orígenes bien identificados.

Más frecuente que revolucionarios o radicales (polisemias de arte menor, salvo el alucinante caso del PRI mejicano ) los progresistas, merced a su plasticidad, son como los agujeros negros que todo lo absorben. Por eso, para adquirir además de la escarapela de modernismo y moderación y un poco de los inciensos ya fríos de los antiguos combates reformistas, intentan retener la legitimidad -en un confuso   malentendido- del copyright fundacional.

Y para eso nada mejor que ofrecer un enemigo de alta densidad, sin aristas, identificable; un enemigo de feria de atracciones, de pin pan pum, que se agiganta en el pasado y que desde allí proyecta la sombra de su amenaza.

Entretanto se divaga acríticamente sobre las bondades de los particularismos de la periferia y no se encuentra acomodo en la reivindicación de un natural sentimiento de pertenencia a la nación española, acusado de inmediato indistintamente por la debilidad de su presencia o por la osadía (filofascista) de su pacífica reivindicación.

Lo cierto es que las categorías políticas cargadas de historia, ese botín que recogen los vencedores de las innumerables batallas, tienen, hoy más que nunca, el futuro en su pasado.

La división entre progresistas y conservadores, también.

El futuro inmediato es, tal vez y por lo que vamos viendo, una pesadilla de veganos, animalistas y heterófobos empoderados.

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