Frans van den Broek
Solía pasar frente a nuestra casa en el pueblo de mi madre, de bajada del cerro o quizá después de uno de aquellos viajes que lo llevaban de Celendín a Balsas, en el río Marañón, y de vuelta, caminando por las montañas y valles interandinos de la rama central de los Andes del Norte del Perú. Es terreno peligroso, de abismos y quebradas y cáctuses y alimañas, pero contaban los otros niños del barrio con los que jugaba que al loco Vera no lo mordían las víboras ni las migalas, y que los pumas y osos se apartaban de su camino al verlo venir. No faltaron historias, me parece recordar, en los que se afirmaba que podía hablar con los animales e hipnotizarlos, y algunas veces se hacía acompañar por algún perro vagabundo. Pero casi siempre estaba solo, hablando consigo mismo, ocupado en sabe Dios qué pensamientos o recuerdos, y los rapaces del pueblo le teníamos un poco de miedo, aunque dijeran que era inofensivo y amable, y que le gustaba conversar y contar historias si alguien se avenía a buscarle la palabra. Serían su aspecto desaliñado y sucio, vestido con una camisa vieja y un saco de sus años mozos, y su mirada seria y fija lo que nos asustaba. Su edad me es imposible saberla, ya que bien podía tener 50 años como 30, a la manera de muchos mestizos de la zona a los que olvidan las canas y las arrugas, y mueren tal como llegaron a la adultez. De extrema delgadez, enhiesto como un eucalipto y barbado, tenía algo de quijotesco y de místico, y no solo en apariencia, huelga decirlo, aunque su cruzada personal no sería para deshacer entuertos sino para enfrentarse a lo invisible que lo había llevado al enajenamiento, según decían.
Contaban los del pueblo que el loco Vera había sido profesor de colegio, hombre decente y letrado, a quien se le dio por explorar el mundo de lo oculto y lo esotérico, hasta que un día, tras rituales o procedimientos que no dominaba del todo, se le apareció el mismísimo Lucifer, causándole la locura. Desde entonces, y a pesar de los esfuerzos de su familia, vagaba por los cerros hablando a solas, durmiendo en cuevas o a la intemperie, congelado en contemplación o inquieto por las agitaciones de su mente, acercándose a la ciudad de cuando en cuando, quizá para recibir algo de comida o para no perder del todo el anclaje en una realidad que había abandonado casi del todo. Es entonces que lo veíamos pasar por nuestra casa, indiferente a todo y a todos, musitando palabras incoherentes o de una sabiduría insondable que solo él entendía. “Ahí viene el loco Vera, ahí viene el loco Vera”, gritaban los mocosos al ver su figura al fondo de la carretera que va a la Selva, y el barrio se alborotaba en vano, como si fuera a recibir a un extraterrestre o a un ángel. Los adultos lo saludaban, saludos a los que respondía con un mínimo gesto de cabeza o una exhalación. A veces, sin embargo, alguien se le acercaba y lo hacía sentarse a su puerta o lo llevaba dentro, y así lo recuerdo también, sentado en un árbol caído, enfrascado en una conversación queda con algún pueblerino, conversaciones que hubiera querido escuchar y entender. Dicen que en sus momentos de mayor lucidez era articulado y serio, como buen profesor, y gustaba de hablar sobre temas teológicos. Ignoro si alguien conversaría con él sobre su interés ocultista y su encuentro con el demonio, pero el hecho no me sorprendía: en mi propia familia, un tío mío, carpintero y de suaves modales, se daba a veces a la bebida y afirmaba con la solidez del borracho que el diablo se le había aparecido en una ocasión mientras volvía a casa tras una de sus parrandas, y que lo había querido dañar, si no fuera porque trazó la figura de una cruz en una piedra y se la mostró al demonio que lo acosaba, y esto le dio la oportunidad de correr a casa y ponerse a salvo (jamás se me ocurrió preguntarme por qué el diablo, provisto de poderes extraordinarios, respetaría los confines de una casa o el obstáculo de una tranca, pero así son la niñez y la borrachera). Pero mientras que este encuentro le había procurado a lo sumo una resaca espantosa a mi tío, al loco Vera le habría costado la razón para siempre.
Cuando venía al pueblo, gente generosa le daba comida o lo invitaba a lavarse o asearse, y todos lo conocían. Dado que no era peligroso o agresivo, lo dejaban pasearse por doquier. Me imagino que no se le habrá ocurrido a nadie darle alcohol o tratar de intoxicarlo de modo alguno, por temor a los efectos que esto tendría, pero tampoco se le ocurrió a nadie, por lo visto, llevarlo a un hospital y referirlo a un psiquiatra. Me pregunto qué habrían hecho con él, en todo caso, de haber terminado en un hospital. Estoy seguro que no tendría seguro que lo amparase o parientes dispuestos a pagar el costo de las medicinas, como también estoy seguro que la medicina a disposición del paciente en aquel pueblo sería inexistente o mínima. La ciencia, por otro lado, no había avanzado tanto como ahora y le habrían dado medicinas que lo embrutecerían o sedaran hasta la inacción. ¿Qué habrá sido de él al final? ¿Muerto en alguno de sus interminables viajes por los paisajes de los Andes y de su mente? ¿Llevado por alguien a un hospital por fin? ¿Fue mejor que le dejaran vagar por el mundo y le alimentaran de cuando en cuando a que lo metieran en un psiquiátrico y lo embalsamaran en vida? Por lo que sé de los psiquiátricos de entonces, me inclino a pensar que una vida por los caminos del mundo fue mejor a una reclusión en alguna de aquellas prisiones ineficientes y abusivas. Tal vez algunas de las ideas de la anti-psiquiatría, a pesar de sus desvaríos, no fueron tan absurdas, y dejar que los locos vivan su locura tiene algo de compasivo y hasta de necesario. Pero no olvido que el loco Vera vivió en un mundo que desaparece cada día con más rapidez, el de los pueblos donde todos saben de todo el mundo, y donde de alguna manera u otra la comunidad se encarga de sus habitantes, para bien y para mal. En las ciudades anónimas de hoy en día, no cabe más remedio que esperar que el estado haga algo por quienes sufren de enfermedad mental o discapacitación. Pero tampoco estaría mal que recuperemos algo de aquella actitud benevolente y resignada que nos hacía aceptar a quienes decidían largarse por el mundo, ebrios de pensamientos extraños para nosotros, a enfrentarse con el demonio o a liberar princesas menesterosas. Tal vez el loco Vera estaría de acuerdo, pero tal vez no, a lo mejor agradecería los antipsicóticos y los sedantes, cansado de vagabundear por las montañas y de asustar a las víboras. Pero esto no lo sabremos jamás.