Frans van den Broek
Imagine que usted está durmiendo y, en medio de la noche, escucha un ruido indefinible pero vagamente familiar en la habitación de al lado. El ruido persiste, con cierta morosidad, y suscita su inquietud. Se levanta, se asegura de no despertar a quien duerme a su lado, y va a indagar el origen de esos rumores quedos y débiles fricciones. Abre la puerta con parsimonia y al tener la cama a la vista comprueba que un hombre está encaramado sobre una joven muchacha, ocupado en el rítmico quehacer del comercio sexual. El hecho provoca su ira, obnubila su juicio por unos instantes, pero esta turbadora corriente emocional desemboca en una conclusión clara e inequívoca que se presta a ejecutar. Deja a los amantes donde están, va en busca de un palo de golf, y vuelve a la habitación, abre la puerta sin precauciones y enciende la luz: los amantes se alarman, se separan, y el hombre voltea a ver qué ha pasado, con un rostro en el que el pavor ha diseñado un diagrama de fatalidad y usted aprovecha dicho instante para propinarle el primer golpe en la frente, que lo echa de la cama, y luego el segundo, que lo deja inconsciente. La joven muchacha, una adolescente en verdad, no sabe qué hacer, se cubre, balbucea y eleva sus brazos como implorando, y usted le golpea la cabeza también con el palo ensangrentado, lo que la deja inerme sobre la cama. La golpea de nuevo para asegurarse de que no se moverá y siguiendo el curso que han labrado la ira y el destino, piensa. Pero en realidad no piensa, siente, actúa, obedece. Luego, va a su despacho y saca un bisturí de un anaquel con olor a medicinas. Se dirige al hombre primero, lo examina por un rato y procede a cortarle la yugular. Mientras se desangra, hace lo mismo con la muchacha, cuya rozagante belleza no han mermado del todo el golpe o la inconsciencia. Ve como la sangre emana del cuello, se le nublan los ojos y va a la sala, se sirve un whisky y llora por un tiempo que le parece una eternidad. Para entonces su mujer se ha despertado y está sentada a su lado también, llorando y tratando de llamar su atención, diciéndole algo que no entiende, que solo de a pocos alcanza su conciencia. Había que limpiar la escena del crimen, que fabricar una historia, que coordinar los hechos.
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