Juanjo Cáceres
Cualquier persona nacida hace más de cien años se nos hace extraña a todos los que ni siquiera hemos vivido la mitad de esa cifra, pero las personalidades más importantes de nuestro pasado reciente no deberían de sernos desconocidas, ni quedar en el olvido. Es inevitable, no obstante, que ello suceda, salvo que las cosas del presente hagan que se rescaten de algún modo y que con ello descubramos parte de lo que fueron e hicieron.
Puede que esto último le haya estado sucediendo a Orson Welles, un personaje del que probablemente en nuestro país no hacemos demasiada memoria. Más aun cuando hace solo unos pocos años que reapareció mágicamente ante nosotros con un producto “nuevo”, Netflix mediante. No diremos que fuera un éxito de audiencia, porque no lo fue, ni tampoco que el hecho sirviera de excusa para redescubrir todo su legado cinematográfico, que tampoco. Y no precisamente porque no sea necesario reivindicar al autor intelectual de la considerada por algunos la mejor película de la historia, Ciudadano Kane, su gran obra maestra: una composición que por el inevitable paso del tiempo es probable que resulte cada vez menos conocida entre el público más joven y que para otros no tan jóvenes duerma el dulce sueño del olvido.
Tampoco será porque la historia de Charles Foster Kane no valga la pena, ni porque no nos ilustre sobre tantísimas cosas de nuestro presente. Mucho antes de que los superricos copasen el espacio mediático con sus excentricidades, sus rupturas y sus agresivas canciones, Welles hacia una disección del poder, la ambición y la frustración como nunca antes se había hecho y como nunca después. Lo sustancial de dichas cuestiones, junto a todo el despliegue cinematográfico conseguido, garantizó a Orson la posteridad, y pese a lo sinuoso, zigzagueante y desigual de su carrera posterior, siguió legando un buen número de grandes obras que hoy no toca desgranar una por una, salvo para recordar que no fueron pocas las que quedaron alteradas, incompletas o que no acabaron de ver la luz. Los seguidores de Juego de tronos entenderían perfectamente que lo llamásemos el George RR Martin del cine, ya son muchos los proyectos que inició pero no logró culminar (tal y como acabará sucediendo igualmente con la novela Viento de invierno si no sucede algún milagro).
La tentación de acabar lo inacabado o de hallar versiones definitivas de obras consideradas perdidas es inevitable para diletantes cinematográficos y buscadores de tesoros, pero también para profesionales que se sienten capaces de dar forma a obras que quedaron inconclusas. De ahí que frente a las obras inacabadas de directores fallecidos no falten candidatos para buscar todo el metraje posible, conservarlo e incluso montarlo para generar la película que aquellos no lograron acabar de forjar. Welles había dejado varias oportunidades abiertas en ese sentido y ha habido quien ha intentado aprovecharlas.
Eso es precisamente lo que hizo Jess Franco hace algo más de 30 años con el el Don Quijote de Wells: hacerse con todo el metraje posible de esa obra inacabada y poner sobre la mesa una versión de 116 minutos. El resultado, no obstante, no pudo ser más decepcionante. Vaya por delante que rodar partes o cosas sobre el Quijote es un reto enorme, hasta el punto que a día de hoy no disponemos de una película claramente de referencia sobre la obra de Cervantes, pese a la existencia de muchísimas versiones. También tenemos fracasos absolutos en lograr el objetivo, empezando por el propio Welles y con mención especial a Terry Gilliam y su tentativa de hacer El hombre que mató a Don Quijote con Jonhny Depp y Jean Rochefort – transformada en otra película con diferentes protagonistas en 2018.
El vacío cervantino en este sentido es tan evidente que deberíamos ser capaces de poner más en valor la consecución de esa buena adaptación de la segunda parte realizada por Manuel Gutiérrez Aragón (El caballero Don Quijote), e incluso para reconocer algún mérito a la parodia Don Quijote cabalga de nuevo, con Fernando Fernán Gómez y Cantinflas como protagonistas. Pero lo que está rematadamente claro es que difícilmente el proyecto de Welles podía llenar ese vacío. Porque sacar lustre a unos metrajes de Welles empezados en 1955, elaborados además sin guion durante casi dos décadas, cuando en 1972, con su protagonista Francisco Rigueira muerto tres años antes, aun andaba rodando la Semana Santa sevillana para meterla en el film, y cuando además el propio Wells no fue capaz montar nada de aquello, era tarea imposible. Y en este caso ni el talento en la sala de montaje, ni los medios técnicos puestos a disposición de esa meta fueron los adecuados.
Pero que las cosas no salgan bien una vez, no quiere decir que vayan a salir mal siempre. De ahí que este nuevo milenio nos trajese el mejor producto imaginable derivado de la obra inacabada de Orson Welles. Se trata de Al otro lado del viento, que pese a compartir dificultades del mismo calibre que el Quijote, alcanzó mejor destino. Diseñada en 1970 como un innovador trabajo en el que se superponían dos filmes que se desarrollaban en paralelo, Welles fue rodándola como buenamente pudo hasta 1975, pero no la llegó a culminar debido a las eternas dificultades financieras del director. Completó casi toda la filmación, pero no así la edición y acabó perdiendo el control de la misma por complicaciones legales sobre sus derechos. Tras muchas idas y venidas, sería en 2017 cuando Netflix se haría con sus derechos y pondría los medios para completar en 2018 una versión que difundiría en su plataforma, culminando así un proyecto que muchos habrían querido ver restaurado en 2015, el centenario del nacimiento de Welles.
Por encima de cualquier otra consideración, la versión acabada de Al otro lado del viento presentaba dos logros fundamentales. Por un lado, ponía al alcance del gran público una versión en condiciones de otra de las películas inacabadas de Orson Welles. No es un caso único, ya que con motivo del centenario también fue posible ofrecer una versión restaurada de El mercader de Venecia, a la espera de que quizás el negativo supuestamente robado de dicho film aparezca algún día y muestre una versión distinta a la presentada en 2015. Igualmente es posible que alguien consiga hacer algo un poco más decente con su Quijote o que aparezca inesperadamente alguna cosa más dada por perdida o inacabada, tal y como sucedió en 2013 con su opera prima Too Much Johnson. Pero, y esta es el segundo logro, pocos estarán en condiciones de aportar el mismo esfuerzo tecnológico y de producción puesto en el “corte” de 2018 de Al otro lado del viento.
Alabanzas, pues, a Netflix, porque fue Netflix quien culminó diversos esfuerzos previos para acabar haciendo posible que el que quiera pueda disfrutar de una versión muy lograda de la película. Una versión en que el estilo de Orson Welles es absolutamente reconocible y de donde emana una sensación de modernidad que hace honor a su época (década de 1970), despejándose así una duda razonable sobre los últimos años del cineasta: cuanto quedaba todavía de su mirada vanguardista. Todo gracias a la denostada plataforma de la que tantas veces se critica la calidad media de sus series y la falta de ambición de sus producciones. A la considerada a veces como poco más que el fast food de los streamings. Ella fue quien dio vida a Al otro lado del viento y quien regaló al mundo la mejor muestra de lo que pudo haber sido un trabajo acabado del último Orson Welles.
Para algunos tal vez todo esto resulte paradójico, pero lo es tan solo si se interpreta el mundo en términos antitéticos y no como una suma de contradicciones.