David Rodríguez
La Unión Europea ha puesto sobre la mesa el debate acerca de la eficacia de los cambios de hora, y España se dispone a estudiar cuál es el huso horario más adecuado a su idiosincrasia. Comienzan a expresarse inquietudes sobre si en Finisterre podría amanecer a las diez de la mañana, sobre la necesidad de disponer de tiempo libre por la tarde o sobre la tristeza de un invierno con pocas horas de luz, factores que se suponen clave para determinar en qué lugar se colocan las manecillas del reloj. Es un buen momento, desde mi punto de vista, para introducir en estas reflexiones otro elemento, el de los “usos” horarios, es decir, cómo racionalizamos nuestro tiempo y cómo conciliamos durante el día los distintos aspectos de nuestra vida.En el año 1983, la jornada laboral española se estableció por ley en 40 horas semanales (desde las 42 o 43 anteriores, según si era partida o continuada). Entre 1986 y 2016, según datos de la OCDE, la productividad creció al menos un 83%. Por tanto, el progreso técnico generado durante las últimas tres décadas ha tenido un impacto testimonial en la reducción del tiempo de trabajo. Toda aquella mecanización que iba a servir para liberarnos de horas de esfuerzo y proporcionarnos un mayor tiempo ocio, ha sido aprovechada para otros menesteres. En consecuencia, seguimos padeciendo unas jornadas laborales que ya no tienen nada que ver con las posibilidades que ofrece la economía contemporánea.
El problema de fondo no es el huso horario, sino la asfixia que mucha gente sufre para gestionar su tiempo. A esas 40 horas que mencionaba hay que sumarle otros elementos, como el tiempo de desplazamiento al trabajo, las horas extraordinarias realizadas (y a veces no remuneradas) o el tiempo dedicado a las tareas de la esfera reproductiva, ese gran olvidado realizado mayoritariamente por las mujeres. Hay numerosos estudios que demuestran que en una jornada diaria de ocho horas la productividad es decreciente a lo largo del día, y que las experiencias de reducción del tiempo de trabajo mejoran la eficiencia y la motivación. Sin embargo, seguimos con el anacronismo de las 40 horas, con algunas suaves excepciones aplicadas en ciertos sectores o en determinados países.
La conciliación de la vida laboral y familiar es uno de los mayores problemas de nuestra sociedad. Sumemos a esta ecuación las amistades, los hobbies personales o las inquietudes sociales, y obtendremos que para resolverla de manera favorable necesitamos que el Planeta rote de manera más pausada. El problema no es si amanece a las diez de la mañana, sino más bien qué hacemos trabajando durante todas las horas de luz diurna en pleno siglo XXI.
Comentario aparte merece el sistema de enseñanza. Nuestros menores de edad van a la escuela entre 30 y 35 horas, realizan extraescolares muchas veces no deseadas, tienen deberes y deben estudiar para los exámenes. Toda una preparación ejemplar para lo que se les viene encima cuando alcancen la mayoría de edad. Los centros de enseñanza se convierten en auténticas guarderías al servicio de la jornada laboral establecida, y la educación impartida por los progenitores queda reducida a la mínima expresión.
El problema de fondo, por tanto, no radica tanto en el huso, sino sobre todo en el uso. Al fin y al cabo, el día va a seguir teniendo 24 horas, y sin menospreciar los argumentos a favor y en contra de dónde detener los relojes, hay que abordar urgentemente un problema de mucho mayor calado. Ignoro si el comité de “expertos” (miedo me da la palabra) que va a crear el gobierno recogerá o no las inquietudes aquí expresadas, pero sería edificante que en el seno de nuestra sociedad podamos dedicar algo de atención a estos asuntos. Claro, que igual no tenemos tiempo para ello.
Lo de rotar más lentamente no sé, pero cierta voluntad de lentitud tendríamos que tener.