La tesis de la provocación

Permafrost

La atribución causal es un juego curiosamente sencillo y asimétrico: yo soy rebelde porque el mundo me ha hecho así; tú, en cambio, te portas mal porque eres malo. Es decir, mi posible conducta deleznable (y, por extensión, la de los «nuestros»), obedece a constreñimientos externos, a las circunstancias y presiones de la situación, mientras que la deplorable conducta de mi oponente (los «otros») deriva de su inherente disposición malvada. Cabe adivinar cuán fácilmente un sesgo tan básico puede contribuir a exacerbar conflictos políticos. Las justificaciones del mal necesario o, como mínimo, del mal tal vez incluso lamentable pero, en cualquier caso, excusable y comprensible, suelen apoyarse también en este fenómeno. De hecho, parece bastante obvia la relación con uno de los mecanismos de desconexión moral (moral disengagement) descritos por Albert Bandura al estudiar la manera en que las personas racionalizan actos que a priori podrían parecer reprobables, mediante lo que él denomina «comparaciones ventajosas» frente a amenazas reales o anticipadas. El senador estadounidense John McCain ofreció un excelente ejemplo de comparación ventajosa en la convención republicana del 30 de agosto de 2004, refiriéndose a la invasión de Irak: «Nuestra elección no era entre un statu quo benigno y el derramamiento de sangre que supone una guerra. Era entre una guerra y una amenaza aún más grave».

Estos argumentos presentan derivaciones especialmente perversas cuando se responsabiliza del padecimiento, total o parcialmente, al sujeto victimizado, a quien se presenta como «provocador» de la acción victimizante. Todos conocemos ilustraciones más o menos domésticas. El 25 de febrero de 2005, The Christian Science Monitor recogía las siguientes declaraciones, en relación con la sharia, de una mujer designada para la asamblea nacional iraquí: «Queremos que [la mujer] tenga la formación suficiente como para que [su marido] no se vea forzado a pegarle». Pero esta tesis de la provocación campa por sus respetos en el terreno de la violencia política. Así, el sufrimiento de los armenios no fue, supuestamente, fruto de un genocidio planificado por los dirigentes del Imperio Otomano, sino el resultado de unas medidas justificadas por el comportamiento traicionero y sedicioso de los armenios, proclives a la alianza con el enemigo invasor en tiempos de guerra. No hace mucho me sorprendió igualmente el título de un artículo sobre las matanzas de Ruanda («Provoking Genocide»), según el cual el Frente Patriótico Ruandés (compuesto por tutsis que pusieron fin al gobierno genocida vinculado al Hutu Power) actuó a sabiendas de que su rebelión provocaría un genocidio. Y no hay golpe de estado o alzamiento militar que no haga uso de estas tesis, convenientemente acompañadas en el frente apologético mediático e intelectual de cláusulas apaciguadoras de conciencias: «no aprobamos las muertes y demás excesos, PERO…».

Así, con motivo del reciente fallecimiento de Pinochet, el presidente de Libertad Digital, Alberto Recarte, nos recordaba en la COPE que el alzamiento del General «estaba perfectamente justificado», ya que «el golpe lo había iniciado» Allende «y su partido» contra «la democracia chilena y el Estado de Derecho». Idea que ya había remachado con singular transparencia en un artículo de 19.9.03 publicado en su diario digital: «No hay duda de que, sin el golpe de Pinochet, los chilenos habrían tenido que soportar no una guerra civil, sino un genocidio, siguiendo las pautas del aplicado en la URSS y copiado, en plena guerra civil, bajo la presidencia de Azaña, por los distintos gobiernos revolucionarios de la República […]. Justificar el golpe militar no significa aprobar los asesinatos que se produjeron, tanto en Chile como en España […]». Faltaría más. Este artículo se hace asimismo eco de las tesis de Pío Moa (a quien dedicaré un próximo comentario) sobre la Guerra Civil española, iniciada no en el 36, sino en el 34, y claramente «provocada» por socialistas y separatistas. Por tanto, el 18 de julio, en palabras del historiador Ricardo de la Cierva, no fue «un golpe militar fascista», sino «el plebiscito armado de la media Nación que no se resignaba a morir».

Sin embargo, estas valoraciones pueden encontrarse en supuestos mucho más cotidianos e inofensivos, sin necesidad de acudir a contextos trágicos. En este sentido, nuestro actual panorama de encono y polarización política se presta igualmente a una marcada disparidad de juicios causales. En efecto, la polarización política suele caracterizarse por situaciones de cierto «aislamiento» de algunos actores en posiciones más o menos extremas. Los «plantes» hacia el PP por parte de los demás grupos parlamentarios en septiembre de 2006 ante sus iniciativas sobre el 11-M y, más recientemente, respecto a sus propuestas sobre ETA, dan una imagen de soledad de PP que recibe diversas interpretaciones según los interesados. Se trata de divergencias en las que se plasma precisamente la propia esencia de lo que se viene denominando «crispación». Unos entienden que esta soledad es fruto de un extremismo autoinducido: la derecha (precedida o seguida de «extrema», según requiera la ocasión) se ha echado al monte, ya sea por cálculo electoral (Sánchez-Cuenca, El País, 9.2.06) o por mero resentimiento autodestructivo (Gil Calvo, El País, 24.2.07). Para otros, la soledad del PP es el resultado de la noble y férrea firmeza en la defensa de sus principios («La soledad del PP hoy es la fortaleza del PP. […] Yo quiero que el PP esté solo […], [es] su obligación democrática», Mayor Oreja dixit). Y esta actitud pugnaz y belicosa está provocada por el acoso del Gobierno, empeñado en desterrar a la derecha de la política española.

Esta queja es omnipresente entre políticos del PP y medios afines. A veces se expresa con términos propios del Journal of Genocide Research. Así, según El Mundo, la «creación de un frente político para aislar al PP» es «algo políticamente equivalente – y no exageramos un ápice – a lo que practicaban los nazis cuando enclaustraban a los judíos en sus guetos» (editorial, 18.1.07). «La derecha empieza a ser consciente de que el plan para su exterminio ya ha comenzado» (Losantos, Libertad Digital, 29.1.06). También Agapito Maestre habla del «programa de exterminio» y de la «política de exterminio del PP» (Libertad Digital, 24.1.06). Con menos dramatismo, pero de manera insistente, el diario ABC y, en particular, su director, se adhieren a esta postura. De hecho, el análisis de la «liquidación de la derecha» a la que alude Zarzalejos (21.5.06), es bastante interesante, porque presenta al menos dos planos. Por un lado, la actitud de la derecha no es «extrema» en sentido peyorativo, sino que constituye una legítima resistencia numantina en respuesta a la agresión externa y una tenaz denuncia de los desmanes gubernamentales: «Porque no es el presidente del PP el que autogenera su combatividad verbal y política; es su circunstancia histórica – y la de todos – la que la requiere […]. Rajoy ha decidido pasar a la ofensiva. Sencillamente, no le han dejado otra opción» (Zarzalejos, 28.1.07).

Por otro lado, en la medida en que puedan existir desviaciones execrables (y el diario ABC las reconoce esporádicamente), ese extremismo también es inducido y provocado, o como mínimo, favorecido por el Gobierno. La «derecha democrática española» se enfrenta al «infernal mecanismo de reacción que quiere imponerle el Gobierno» (8.10.06). «Este Gobierno no ha querido el moderantismo y ha favorecido el extremismo reactivo» (11.2.07). Incluso en el asunto del 11-M, donde la postura de ABC es inequívocamente contraria a las teorías conspiracionistas, el demérito no corresponde únicamente al PP: «agrada al PSOE que el recordatorio permanente del 11-M se haga en términos calumniosos […]. Si el Gobierno realmente quisiera preservar el buen nombre de las instituciones, habría actuado ya judicialmente […]. Pero no lo hará, porque le conviene que una parte de la derecha siga atrapada en ese círculo de argumentos delirantes […]» (editorial, 12.6.06).

A mi juicio, la tesis de la provocación no puede simplemente rebatirse por principio, ya que no hay nada inherentemente contradictorio o ilógico en su formulación abstracta. Como frecuentemente ocurre, se trata de una cuestión sujeta en cada caso concreto a apreciaciones de hecho y futuribles de muy polémico potencial. Así pues, aunque tengo mi propia opinión al respecto, no pretendo ofrecer una respuesta definitiva sobre la validez de la tesis de la provocación (entiéndase «provocación al PP») en nuestro presente momento político. Lo que sí espero, para terminar este comentario, es señalar un par de problemas que afectan en general a este tipo de formulaciones y que considero que toda tesis de la provocación debe solventar antes de postularse con un mínimo de verosimilitud. Por un lado, nos enfrentamos a la cuestión de la espiral de provocaciones. Una tesis de la provocación convincente debe exponer con claridad los criterios por los que se entiende que el sujeto A es provocado por el sujeto B, sin que, a su vez, este sujeto B pueda alegar una provocación previa de A. Se trata de acreditar fehacientemente dónde está el punto de partida, dónde se encuentra, parafraseando el célebre argumento escolástico, el primer provocador no provocado. Por ejemplo, en el caso del genocidio armenio, podría preguntarse a quienes lo niegan aduciendo la tesis de la provocación por qué hemos de pararnos en el momento en el que, supuestamente, una serie de armenios mostraron una lealtad vacilante hacia el gobierno otomano (admitámoslo a efectos argumentativos), y no plantearnos si las décadas de opresión jurídica y de facto sufridas por los armenios, con atroces masacres esporádicas, no servirían de provocación adecuada para justificar su actitud desafecta.

Por otro lado, y éste es, a mi entender, el principal problema, la tesis de la provocación debe explicar cuidadosamente por qué el sujeto supuestamente provocado no puede hacer otra cosa que dejarse llevar por las incitaciones del oponente. Debe explicar por qué no todos los gobiernos amenazados con una invasión extranjera y una sedición interna han recurrido al genocidio. Por qué no todos los militares a quienes desagradaba un determinado gobierno han recurrido al golpe de Estado. Por qué no toda oposición pretendidamente acosada responde con desabrida aspereza. Como señalaba Sánchez-Cuenca en su artículo de 9.2.06 antes citado, «los dirigentes del PP son adultos responsables que pueden modular la intensidad de su respuesta a esta supuesta exclusión». La tesis de la provocación, en suma, tiene una peligrosa tendencia a convertirse en pretexto.

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