El dilema de Afganistán

MCEC

¿Nos quedamos y fracasamos con el resto o desertamos de nuestros aliados y nuestras responsabilidades? El reciente fallecimiento de una soldado española en Afganistán ha vuelto a poner sobre el tapete político la conveniencia de incrementar, mantener, reducir o terminar nuestra presencia militar en dicho país. Nuestros soldados fueron allí para contribuir al esfuerzo internacional (ONU, OTAN) de apoyar la normalización política y la reconstrucción física del país tras la caída del régimen talibán, provocada por la ofensiva conjunta de la Alianza del Norte y las tropas americanas en respuesta al 11-S. Las tropas americanas se desplazaron al sur para perseguir a los talibanes huídos por lo que la OTAN aceptó hacerse cargo de la seguridad de Kabul y alrededores, protegiendo así el proceso político -mezcla de tradiciones locales (loya yirga) y estándares internacionales (elecciones)- diseñado por la ONU para constituir un nuevo Estado afgano democrático. En paralelo, la comunidad internacional se volcó en ayuda al desarrollo (Conferencia de Bonn).

Detrás del esfuerzo internacional pesaba el razonamiento de que el 11-S no hubiera tenido lugar si, tras la retirada soviética de Afganistán, EEUU no hubiera abandonado al país a su suerte y hubiera hecho algo para impedir que los antaño aliados muyaidines se enzarzaran en batallas fraticidas a las que sólo la emergencia de los todavía más extremistas talibán pudo poner fin.

El dinero y el carisma adquirido por haber acudido en ayuda de los muyaidines frente a los soviéticos permitieron a Bin Laden aprovechar el fanatismo salafista de los talibanes (sólo reconocidos por Pakistán, Arabia Saudí y Emiratos �?rabes Unidos) para instalar Al Qaeda (La Base) en Afganistán y entrenar a 20.000 milicianos para el combate, con los últimos resquicios de la Alianza del Norte como sparrings.

A diferencia del caso iraquí, el Consejo de Seguridad ONU autorizó la misión de la OTAN, ampliándola posteriormente varias veces. También a diferencia de Irak, la ONU (UNAMA) dirigió el proceso político que ha permitido la celebración de elecciones presidenciales, legislativas y locales. Y sin embargo los resultados dejan mucho que desear.

Las razones son muchas, variadas y debatibles. El número de tropas extranjeras fue demasiado bajo al principio, cuando mejor recibidas eran por la población local y más oportunidad había de sentar las bases para la estabilidad a largo plazo. Las autoridades locales no han cumplido sus compromisos. Los señores de la guerra entregaron sus armas locales pero campan por sus respetos en sus regiones respectivas. A falta de alternativas viables y en vista del vacío de poder, la población local se ha volcado en la producción de opio, que bate records anuales. No es de extrañar pues que los niveles de corrupción no hayan descendido un ápice, ni siquiera en las inmediaciones presidenciales.

Por último, EEUU cambió de táctica a mitad del partido. Si al principio no quería que la OTAN interfiriera con su «Coalición Duradera» encargada de dar caza – es un decir – a Bin Laden y al Mulá Omar, luego reclamó su fusión con ISAF, resistida a duras penas por Alemania, Francia, Bélgica y España. El compromiso al que se llegó es un híbrido insatisfactorio para ambas partes porque ISAF no combate agresivamente a los talibanes pero tampoco se limita, exclusivamente, como estaba previsto, a apoyar al ejército afgano.

Recientemente el Presidente Bush ha admitido implícitamente lo mal que van las cosas anunciando un nuevo plan para Afganistán centrado en la lucha contra la corrupción, la producción de opio, el refuerzo de las fuerzas de seguridad afganas, del poder judicial y en un mejor y más rápido desarrollo económico, aderezado todo ello con un aumento sustancial de la contribución económica americana al esfuerzo internacional.

El Plan americano no está mal del todo, pero tampoco bien (por ejemplo, privilegia la fumigación para erradicar el opio, algo que ya ha fracasado en otros lares). Además, es previsible que su mayor implicación conlleve una mayor implicación también en la dirección del proceso político, en detrimento de las autoridades locales, la ONU y la OTAN.

Pero, sobre todo, tiene escasas posibilidades de éxito porque excluye cualquier posibilidad de reconciliación nacional afgana que incluya a los talibanes. Con Al Qaeda no tiene ningún sentido negociar. Pero ya no está presente en Afganistán: los suicidas vienen del vecino Pakistán donde tienen sus bases de entrenamiento. Los talibanes son retrógrados, extremistas y brutales. Pero son afganos y representativos, especialmente entre los pastunes, la etnia mayoritaria. No se trata de que George Bush les organice a los talibanes una nueva gira de negocios por Tejas, como la que les preparó cuando era Gobernador. Se trata de admitir que una paz estable no será posible en Afganistán hasta que los talibanes puedan integrarse en el proceso político. Lo de darle cancha a los patrocinadores de la burka y destructores de budas suena muy mal. Pero hay que recordar que sus crímenes no son peores que los de algunos señores de la guerra que sí están integrados en el proceso político y para los que se prepara una ley de amnistía que amenaza con incluir los crímenes de guerra.

La pregunta inicial es capciosa porque lo correcto sería que España se quedara en Afganistán y contribuyera a enderezar la intervención internacional de manera que se pudieran alcanzar los objetivos iniciales de nuestra presencia allí, perfectamente legítimos y oportunos. Pero no parece viable. España no deja de ser un pinche de cocina mientras se prepara un plato con arreglo a una receta equivocada. Como el chef no deja meter baza, lo más lógico sería salirse y no ser cómplices de la preparación de un mal plato que va a ser rechazado por el comensal hambriento, quisquilloso e iracundo al que se pretende obligar a comerlo. El problema es que nos comprometimos a quedarnos porque era y es muy importante alimentar al comensal. Y por ello, el chef y, más importante, los demás pinches, muchos de los cuales están frente a idéntico dilema, se tomarían nuestra deserción muy mal. De momento el Gobierno ha optado porque España permanezca en la cocina pero concentrada en la preparación de la salsa (nuestro PRT en Qal-i-Naw) y tratando de limitar al mínimo posible nuestra implicación en otras labores más agresivas.

En términos nacionales cada nueva víctima española reabrirá el debate sobre nuestra presencia, cada vez con más fuerza según se acerquen las elecciones. Por razones diferentes, el PP e IU coinciden en establecer un paralelismo casi total con la guerra de Irak. Las diferencias son muchas. Además de la cobertura de la legalidad internacional baste decir que, a diferencia de las armas de destrucción masiva, Al Qaeda sí existía. Pero si la situación sobre el terreno se sigue deteriorando, los ataques suicidas siguen aumentando y las tropas internacionales incurren en tácticas cada vez más agresivas provocando un mayor número de «bajas colaterales» civiles, las diferencias entre Irak y Afganistán se irán haciendo cada vez más borrosas.

 

 

 

 

 

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