Tocar otro suelo, tocar otro viento

Verónica Ugarte

Emigrar es un dolor. Intenso. Inmenso. Se rompe con lo conocido. Rompes con la familia, las amistades, la cultura, las calles que conoces desde que eras un crío… No se hace por gusto. Ese sacrificio encierra buscar una vida mejor, oportunidades que sabes que no tienes ni tendrás en donde naciste.

La situación política y económica no mejora. Desde la llamada “Década perdida” Iberoamérica no levanta cabeza. Excepto países como Chile, la nota de corte da un suspenso en cuanto a seguridad, vivienda, educación, trabajo…

Las economías sumergidas son las que logran que una familia tenga los ingresos para cubrir facturas justas, pero lejos está de poder tener vacaciones. Eso que en España es un derecho, allá es un milagro.

Se buscan medios para subsistir, no para vivir. Cuando todo se agota se hace lo mismo que tu vecino, que tu primo, lo mismo que te han contado: emigras, buscas salir del agujero que te atormenta día a día. Te endeudas. Compras un billete de avión y llegas a algún punto de España, con la maleta cargada de sueños: traerás a tu familia, empezareis de cero. Tus hijos estarán seguros; aquí es un mejor lugar para criarlos. O tal vez vienes solo porque es temporal. Piensas en ahorrar lo suficiente para mandar dinero a casa, que se paguen las deudas, que se construya la casa que siempre has soñado…

Si tienes visado de trabajo, que has tardado más de dos años en conseguir, engrosarás la lista de quienes buscan un trabajo. El que sea, porque en España no se atan los perros con salchichones. España va mejor, pero te costará encontrar un trabajo donde te paguen las horas extras. Donde se te respete el horario acordado por ley.

Compartes piso con varias personas, todas con el mismo sueño, todas provenientes de otros países. No tienes amigos, vas haciendo conocidos. Haces el esfuerzo por encontrar tu lugar en una sociedad que habla tu mismo idioma, pero no tu mismo dialecto.

Si has venido sin visado, tu situación es mucho peor. Te pagan en negro. No tienes seguridad social. Si eres mujer, te pagan 10 euros la hora por limpiar. Te cuentan los segundos para que hagas lo máximo en el mínimo tiempo. Cada euro cuenta. Cada llamada cuenta. Cada posible contacto cuenta. Ya sea para un trabajo. Ya sea porque te han dicho que existe un abogado fantástico, quien por poco dinero hará milagros y te sacará los llamados “papeles” como a todos los que dicen que ha hecho.

Tu día a día es tu sudor, tus lágrimas. No sabes qué significa “panchito, “sudaca”. No entiendes por qué te acusan de robar trabajo y pan a los españoles. Te dejas la espalda en la obra y no ves a un solo español. En el metro o en el autobús te miran con asco. La gente se aleja de tu piel morena, de tus manos con llagas.

Y a pesar de todo el esfuerzo no llegas a fin de mes. No puedes darte el lujo de comprarte un jersey para soportar ese invierno europeo. Te avisan que en la iglesia del barrio cada semana se reparte ropa y alimentos. Haces cola, pacientemente. Sientes vergüenza, pero no puedes hacer otra cosa. Compartes ese sentimiento con otros inmigrantes, y con otros españoles a quienes el salario o la pensión tampoco les da una vida digna.

¿Dónde está la llamada madre patria que buscabas encontrar? ¿Cuáles son esos lazos culturales que pensabas harían tu nueva vida más fácil? Falacias. Lo que cuenta es la realidad: lo has dejado todo y todo es muy duro porque no tienes a nadie en quien apoyarte.

Eres un pellizco de arena. La playa está llena de pellizcos como tu. Algunos han llegado con una formación universitaria que deben convalidar aquí, en caso de que eso sea posible. Otro trámite necesario, caro y largo. Mientras tanto, cuidas ancianos, niños. Diez euros la hora.

Son pocos los inmigrantes que logran tener un trabajo de acuerdo a su formación. Y entre todos aportan a España dinero, cultura, diversidad, juventud… Todo necesario para un país cada vez más envejecido.

Cuando se llega, no se esperan pancartas de bienvenida. Se trata de trabajar como en el país de origen. No se exige, algunos si. Algunos delinquen, arman fiestas en la calle hasta altas horas de la noche. Se buscan un dinero vendiendo comida en la calle. Algo típico allá, pero que aquí está prohibido. Llegan los estereotipos que castigan a todos.

Un día tienes suficiente. Vuelves a casa, porque aquí se te ha tratado de manera regular, y nunca has podido ni podrás llamar a este suelo tu casa. Te vuelves con el viento. Hay más tiempo que vida.

Son pocos los que se quedan. Pocos los que echan raíces. Pocos los que llaman casa al lugar donde no han nacido. Y esto no debería ser así.

2 comentarios en “Tocar otro suelo, tocar otro viento

  1. Desgarrador. Muy cierto si bien no estoy seguro de la conclusión final. Conozco a muchos que sí se quedan, al menos en España, pero también en otros lares, porque cuando vuelven se dan cuenta de que han pasado a ser turistas en sus países, de los que siguen sintiéndose partes pero donde ya no están plenamente en casa.

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