Melodía catalana

Juanjo Cáceres

El 29 de septiembre de 2022 fue cesado el vicepresidente del Govern de la Generalitat, Jordi Puigneró, y lo que vino después ya es historia: respuesta contundente por parte de Junts per Catalunya, consulta a la militancia, victoria del sí a abandonar el Govern y abandono efectivo del mismo este pasado fin de semana por parte de los consellers aportados por Junts al Govern Aragonès.

A diferencia del Gobierno del Estado, los gobiernos de coalición han sido la norma en Catalunya y hay que remontarse hasta 1932, es decir, hasta la Generalitat republicana, para identificar la última experiencia catalana de gobierno en solitario, puesto que hasta ahora, habían sido las coaliciones preelectorales (Convergència i Unió, el primer Junts -Junts x Sí) y las coaliciones postelectorales (los míticos tripartits de Maragall y Montilla) las protagonistas. Este dato no pasaría de anecdótico, si no fuera porque precisamente esta larga trayectoria de gobiernos conjuntos, súbitamente interrumpida, muestra que se ha roto algo más. O para ser más precisos: que ya hace tiempo que se venía rompiendo algo más.

Unos dicen que es el Procés, pero no creo que así sea, al menos en su vertiente más simbólica, puesto que no son pocos los que aspiran a seguir viviendo políticamente del horizonte de la tierra prometida. Lo que muere del todo es una forma de entender la política catalana, esa cierta co-gobernanza de partidos que, de un modo u otro, la ha caracterizado en décadas anteriores y que en el Procés también se había visto reflejada, pese a estar ya completamente en crisis, siendo este quien la ha acabado de matar.

Hubo unos tiempos más románticos en que la política catalana era tomada como ejemplo. Cuando en los años 1990 estallaban los casos de corrupción en España, Cataluña era, más que nunca, el oasis catalán, la muestra de que una forma más sosegada de llevar la vida parlamentaria era posible. Bajo el manto del President Pujol existía un Parlament con una oposición deseosa de obtener una victoria electoral, pero donde los resultados eran aceptados sin aspavientos, así como con respeto y lealtad institucional. En el mismo existían, además, grandes consensos catalanistas, de una intensidad tal que incluso llevaban a José María Aznar a hablar catalán en la intimidad. Pero nada es eterno y a medida que se constataba que el oasis catalán igual no estaba tan limpio como se suponía, también evolucionaba una reivindicación de más autogobierno, que se iniciaría con la reforma del Estatut impulsada por Pasqual Maragall y a la que seguirían, ordenadamente, la demanda de pacto fiscal de Artur Mas, la consulta de 2014, y ya en 2017, la consulta del 1 de octubre y la declaración de independencia.

Todo ello ocurrió en un largo periodo comprendido entre los años 2005 y 2017, en un calendario no muy distinto, por cierto, al que va desde la acusación del 3% en sede parlamentaria (Pasqual Maragall dixit) a los procesos y condenas de los últimos años. Durante el mismo, la relación entre partidos, sus planteamientos políticos y el propio mapa electoral se transformó radicalmente, como evidencia muy claramente el hecho de que es justamente en 2005 cuando se crea Ciudadanos en Catalunya y es precisamente en 2017 cuando se convierte en la fuerza más votada del Parlament. Las tensiones asociadas a todos estos acontecimientos forzaron extremadamente las costuras de varios de los gobiernos que se constituyeron y no fueron pocas la veces que estuvieron al borde de una ruptura.

¿Pero pudo ocurrir antes un gobierno monocolor? De hecho sí. Por ejemplo, Unió Democrática de Catalunya siempre tuvo espíritu de ser un partido real, tanto en los momentos álgidos del pujolismo, como en sus últimos tramos, todo ello con objetivos no ajenos a obtener la sucesión presidencial. Pero, sobre todo, cuando a Josep Duran i Lleida le tocó hacer equipo con Artur Mas. Pudo suceder una separación en plena legislatura, pero en una dinámica ya acelerada de reducción de las legislaturas catalanas a dos años o poco más, la muerte política de UDC llegó, no en el gobierno, sino cuando constataron que no eran un partido electoralmente viable en solitario. Concretamente tras consumar su divorcio de Artur Mas y el resto de actores independentistas (Junts x Sí), y en medio de las primeras grandes tensiones políticas del Procés: las elecciones catalanas del año 2015 (2,53% de los votos).

Otra oportunidad para acabar en un gobierno monocolor se dio en el año 2006, bajo mandato de Pasqual Maragall, cuando el presidente llevó a cabo de forma casi unilateral una remodelación decidida -y frenada- a finales del año anterior, que acabaría afectando a un tercio de su gabinete y no solamente a miembros del PSC (3 ceses), sino también de ERC (dos ceses) y ICV-EUiA (1 cese). El malestar de los dos socios fue enorme, al no acabar de consensuarse con ellos previamente los nombres, la forma y el momento. Finalmente la sangre no llegó al río, pero inmediatamente después, concretamente unas semanas más tarde, se dio la segunda gran oportunidad con el referéndum sobre el famoso Estatut “cepillado” de Miravet, para el cual, Esquerra Republicana, desde el Govern, pidió el No. La sangre estatutaria no llegó al río, tras el acuerdo nocturno entre Mas y Zapatero y el apoyo de Convergencia al mismo, pero no ocurrió lo mismo con el Govern, pues Maragall cesó a todos los representantes de ERC en el Gobierno y este quedó formado tan solo por los dos grupos políticos restantes hasta la celebración de elecciones anticipadas ese mismo año. Tras ellas, vendría el segundo tripartito de José Montilla, que no sufriría una crisis de gobierno hasta su disolución a finales de 2010.

La crisis entre ERC y Junts de las últimas semanas comparte rasgos con las anteriores, puesto que se viene arrastrando casi desde la formación de la misma coalición Junts x Sí y sobre todo tras los acontecimientos de 2017. La coalición de 2021 nació muy condicionada por sus pésimas relaciones, la estrecha victoria de ERC sobre Junts que ponía a su alcance la presidencia y el pacto de sangre firmado por las tres fuerzas independentistas -es decir, también por la CUP- de no alcanzar acuerdos con el PSC, que sería al final la fuerza más votada. Muchas quinielas claramente pesimistas se habían hecho sobre la viabilidad de un gobierno formado por socios enfrentados y con agendas, estrategias y objetivos a corto plazo tan dispares, de modo que no extraña que los últimos lances parlamentarios y extraparlamentarios hayan acabado de matarlo.

¿Y qué situación refleja ahora ese gobierno en solitario? Pues la de un Parlament en el que cada cual va ya por su cuenta y decidirá unilateralmente como seguir rodando su propia película. La designación que ha hecho ERC de nuevos consellers procedentes de otros espacios evidencia su voluntad de ensanchar su base y convertirse en el nuevo “pal de paller” de la política catalana a través del presidente Aragonés. Pero no lo va a tener fácil, frente a un PSC más dispuesto que nunca a asaltar la Generalitat e intentando erigirse como la opción de confianza y de orden frente al caos independentista. Tampoco frente a Junts, que sin duda intentará “ajusticiar” al actual presidente al grito de “botifler” y buscará complicidades en la ANC. El calendario político no puede ser tampoco más complicado, a algo más de siete meses de unas elecciones municipales y poco más de un año de unas generales, en el que nadie pondrá las cosas fáciles y en el que habrá que ver si es posible, siquiera, aprobar presupuestos para el año 2023. Una cuestión nada sencilla ya que hacen falta, al menos, dos socios más, lo que podría implicar un acuerdo PSC-ERC y un tercero que lo facilite al menos con una abstención. Puede que del calendario electoral que quiera seguir ERC en Cataluña dependa el que haya o no presupuestos, o quizás de la foto con la que quiera ir a las municipales.

En conclusión, contra lo que se ha dicho estos días, no podemos dar por enterrado el Procés, porque la independencia seguirá siendo un potente factor de agitación política y un arma arrojadiza de primer orden, pero sí finaliza por el momento el tiempo de los entendimientos entre partidos. Más aun dadas las primeras acusaciones de ilegitimidad con las que ya se impregnan, de forma demagógica, las decisiones de los últimos días. El todos contra todos, marcará el signo de los próximos tiempos, tanto públicamente como de manera soterrada y afectará a aquellos que se disputan la hegemonía y a los que no quieren quedarse fuera de juego. Porque ahora mismo cada partido que forma el hemiciclo catalán se enfrenta a uno de esos dos escenarios y ahí se van a quedar durante una temporada.

 

 

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